viernes, 28 de diciembre de 2012

Cuatro poemas de e. e. cummings



De Chimeneas (1922)

XIX

mi chica es alta y tiene unos ojos largos y duros
cuando está de pie, con sus largas y duras manos impone
silencio a su vestido, bueno para dormir con él
es su cuerpo largo y duro lleno de sorpresas
como un espantoso alambre blanco, cuando esboza
una sonrisa larga y dura a veces transmite
gozosamente dolorosos cosquilleos a través de todo mi cuerpo,
y el débil rumor de sus ojos aviva fácilmente
mi impaciencia hasta extremos insuperables —mi chica es alta
y maciza, de piernas delgadas semejantes a una enredadera
que se ha pasado toda la vida en el muro de un jardín,
y va a morir.    Cuando tristes nos vamos a la cama
con esas piernas empieza a empujar y a enroscarse
en mí, y a besar mi rostro y mi cabeza.



De Tulipanes (1922)

RETRATOS

II

tú que tienes
doce años
y padeces simplemente
gonorrea

                Criatura
de viejos ojos, a
la ambiciosa pequeñez
de unas botas

diminutas
¿qué
añadirá
la

muerte?



De No Gracias (1935)

44

los chicos de los que hablo no son refinados
salen con chicas que embisten y muerden
la suerte les importa un pito
se las tiran trece veces cada noche

uno cuelga un sombrero de la teta de una de ellas
otro graba una cruz en su trasero
la inteligencia les importa un bledo
los chicos de los que hablo no son refinados

van con las chicas que muerden y embisten
que no saben leer ni escribir
que se ríen hasta reventar
y que se masturban con dinamita

los chicos de los que hablo no son refinados
no saben hablar de esto y aquello
el arte les importa un comino
matan como el que mea

dicen todo lo que se les pasa por la cabeza
hacen todo lo que les pasa por los cojones
los chicos de los que hablo no son refinados
cuando bailan hacen temblar las montañas



De 95 Poemas (1958)

64

de la mentira del no
surge una verdad del sí
(que sólo es ella misma
e infinita)

haciendo que los idiotas entiendan
(como yo en invierno)que
todos los engendros del pensamiento
no valen una violeta



De Buffalo Bill ha muerto (Hiperión, 1996)
Traducción de José Casas

martes, 25 de diciembre de 2012

Tres poemas de José Watanabe



EL FÓSIL

La vida en ti fue un pez de 20 centímetros.
Tu remoto latido, hoy petrificado,
vive ahora en mi cuerpo
                tan inverosímil como el tuyo.

Tú ya no puedes mirarte ni mirarme, no sabes
lo extraño que es ser pez u hombre.
Somos, te digo, inverosímiles, caprichos
de una madre delirante
que cuaja infinitas e insensatas formas en el mar
                y la tierra.

El ruido alegre de los niños en el museo
que se empinan a mirar otros fósiles
interrumpe mi habitual pesimismo,
                y me enternece:
después de todo, pescadito,
                tal vez alguna razón existe.



LA PIEDRA DEL RÍO

Donde el río se remansaba para los muchachos
se elevaba una piedra.
No le viste ninguna otra forma:
                sólo era piedra, grande y anodina.

Cuando salíamos del agua turbia
trepábamos en ella como lagartijas. Sucedía entonces
algo extraño:
                el barro seco en nuestra piel
acercaba todo nuestro cuerpo al paisaje:
                el paisaje era de barro.
En ese momento
la piedra no era impermeable ni dura:
                era el lomo de una gran madre
que acechaba camarones en el río. Ay poeta,
otra vez la tentación
                de una inútil metáfora. La piedra
era piedra
y así se bastaba. No era madre. Y sé que ahora
asume su responsabilidad: nos guarda
en su impenetrable intimidad.

Mi madre, en cambio, ha muerto
                y está desatendida de nosotros.



LA PIEDRA ALADA

El pelícano, herido, se alejó del mar
                y vino a morir
sobre esta breve piedra del desierto.
Buscó,
durante algunos días, una dignidad
para su postura final:
acabó como el bello movimiento congelado
de una danza.

Su carne todavía agónica
empezó a ser devorada por prolijas alimañas, y sus
                huesos
blancos y leves
resbalaron y se dispersaron en la arena.  
Extrañamente
en el lomo de la piedra persistió una de sus alas,
sus gelatinosos tendones se secaron
y se adhirieron
a la piedra
                como si fuera un cuerpo.

Durante varios días
                el viento marino
batió inútilmente el ala, batió sin entender
que podemos imaginar un ave, la más bella,
                               pero no hacerla volar.



De La piedra alada (Pre-Textos /  Bajo la luna, 2009)

viernes, 21 de diciembre de 2012

Tres poemas de Adam Zagajewski



CANCIÓN DEL EMIGRADO

En ciudades ajenas venimos al mundo
y las llamamos patria, mas breve es
el tiempo concedido para admirar sus muros y sus torres.
Caminamos de este a oeste, ante nosotros rueda
el gran aro del sol
ardiente, a través del cual, como en el circo
salta ágilmente un león domado. En ciudades extrañas
contemplamos las obras de viejos maestros
y, sin asombro, en añejos cuadros vemos
nuestros propios rostros. Habíamos existido
antes, e incluso conocíamos el sufrimiento,
nos faltaban tan sólo las palabras. En la iglesia
ortodoxa de París los últimos rusos blancos,
encanecidos, rezan a Dios, varios lustros
más joven que ellos y, como ellos,
impotente. En ciudades ajenas
permaneceremos, como los árboles, como las piedras.



UNA MAÑANA EN VICENZA

                                En memoria de Josif Brodsky y Krzysztof  Kieslowski

El sol era tan tierno, tan delicado,
que hasta temíamos por él; un ademán incauto
podía rayarlo, incluso un grito -si alguien hubiera
querido gritar- lo habría puesto en peligro; tan sólo a las veloces golondrinas
de alas duras, como de hierro fundido,
se les permitía silbar en alta voz, porque vivieron su infancia
breve, en la inquietud de sus nidos de barro,
junto a sus hermanos, pequeños planetas locos,
negros como bayas silvestres.

En un pequeño café un mozo soñoliento —bajo sus ojos
las últimas sombras de la noche acumuladas— buscaba calderilla
en su bolsillo sin fondo, y el café olía a solemnidad
de tinta de impresión, a dulzura y a Arabia. El azul del cielo prometía
una larga tarde, un infinito día.
Te estaba mirando como si te viera por primera vez.
Y hasta las columnas de Palladio tenían aspecto
de recién nacidas, de recién surgidas de las olas del alba
como Venus, tu compañera mayor.

Empezar de nuevo, contar las pérdidas, contar a los caídos,
empezar el nuevo día, aunque ya no estéis, tú,
a quien dos veces enterramos y lloramos dos veces,
—viviste una vida dos veces más intensa que otros, en dos continentes,
dos idiomas, en la realidad y en la imaginación— y tú, de cara afilada
y una mirada que hacía crecer los objetos y los corazones (siempre demasiado pequeños).
No estáis, y por eso llevaremos a partir de ahora una doble vida,
en la luz y en la sombra a la vez, en el sol estridente del día,
en la frescura de los pasillos de piedra, en el duelo, en la alegría.



SOBRE LA NATACIÓN

Los ríos de este país son dulces
como el canto de los trovadores,
el sol pesado camina hacia el poniente
en carros amarillos y circenses.
En las pequeñas iglesias rurales
la tela del silencio se revela, tan antiguo
y tan justo, que hasta el aliento
puede desgarrarla.
Me gusta nadar en el mar, porque no cesa
de hablar consigo mismo
con voz monótona, de caminante
que no recuerda
cuánto tiempo hace ya que partió.
Nadar es como un rezo:
las manos se separan y se juntan,
se juntan y separan,
casi hasta el infinito.



De Poemas escogidos (Pre-Textos, 2005)
Traducción de Elzbieta Bortkiewicz

jueves, 6 de diciembre de 2012

Tres poemas de Tadeusz Różewicz



MI POESÍA

Nada explica
nada aclara
no renuncia a nada
no abarca consigo misma la totalidad
no cumple esperanzas

no crea nuevas reglas del juego
no participa en las jugadas
tiene su lugar marcado
que debe llenar

si no es un discurso esotérico
si es que no habla de manera original
si es que no asombra
por lo visto así debe ser

obedece a su propia necesidad
a sus posibilidades
y limitaciones
pierde consigo misma

no entra en lugar de la otra
y por la otra no puede ser sustituida
abierta para todos
exenta de misterio
tiene muchas tareas
que nunca podrá cumplir



MI PADRE

Pasa por mi corazón
mi viejo padre
No ahorraba en su vida
no añadía
grano al grano
no se compró ni casita
ni reloj de oro
no pudo reunir tanto

Vivía como un pájaro
encantado
día tras día
pero
decidme si puede
vivir así un pequeño funcionario
muchos años

Pasa por mi corazón
mi padre
con su viejo sombrero
silbando
una canción alegre
Y cree profundamente
que entrará en el cielo



DESDE HACE UN TIEMPO

Desde hace unos años
el proceso de muerte de la poesía
se acelera

he observado
que nuevos poemas
publicados en los semanarios
se descomponen
en dos o tres horas
los poetas muertos
se van más rápidamente
los vivos
arrojan de prisa
nuevos libros
como si quisieran tapar con papel
un hoyo



De Inquietud (El Tucán de Virginia, 1993)
Traducción de Jan Zych

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Harold Brodkey - Fragmentos de Esta salvaje oscuridad



La situación básica es evidente y oscura: un fatal combate de boxeo con un virus submicroscópico que, aunque no pueda tener noción real de la identidad de su oponente, en su microignorancia va a ganar. Se lo come a uno vivo. Un tubo en la nariz, un goteo de medicinas que entran a través de agujas y se disuelven en la sangre, alejan en parte el espectro de la muerte (aunque no la desfiguración); el espectro atisba desde los rincones sombríos de la habitación. Uno vuelve a ser una especie de niño, con miedo otra vez a la oscuridad.



Nunca he negado y definido histéricamente la realidad de la muerte, su presencia y su idea, su inevitabilidad. Siempre he sabido que moriría. Nunca me he sentido invulnerable ni inmortal. Percibía la presencia y la amenaza de la muerte bajo un sol brillante, en los bosques y en los momentos de peligro en coches y aviones. La percibía en otras vidas.



Ahora tengo con mi carne el vínculo imaginable más extraño; mi cuerpo es para mí como un conejo tullido que no quiero mimar, que olvido alimentar a tiempo, con el cual no tengo tiempo de jugar y que no llego a conocer, un conejo inútil, guardado en una jaula, que sería cruel dejar suelto. No tiene la más remota posibilidad de sobrevivir. Ni ninguna posibilidad de una muerte fácil. Es una mera presa a medio comer.



Creo que el mundo se está muriendo, no sólo yo. Y la fantasía no salvará a nadie. La irrealidad letal de la Utopía. La comercialización de la Utopía es maligna, letal.



El sentido americano de la tragedia está tan diluido por el ensueño que parece casi ridículo.



La muerte parecía dulcemente categórica, una ruina, un reordenamiento, un suave silencio intruso e inexorable.



Lo que recordaba de otras enfermedades terminales era cómo la apariencia humana daba la impresión de palpitar, como un puño abriéndose y cerrándose, pasando de la fuerza a la debilidad y de una fuerza menor a una debilidad mayor; el modo en que el cuerpo se abría como una palma, vulnerable, extendido, y se rehacía en busca de supervivencia. Después, llegado un momento, el puño ya no se rehacía y la pulsación cesaba.



No quiero hacer el elogio de la muerte; pero, en la inmediatez, la muerte confiere a las horas cierta belleza; una belleza que acaso no se parezca a ninguna otra, pero es abrumadora.



El hospital es como una terminal de autobuses en fin de semana; está repleto de abominables, enloquecidas, lánguidas mercancías humanas de paso.



También en morir hay cierto ritmo. Se aminora y se aviva. Muy poco importa, pero para mí ese poco es de importancia crucial. Veo el silencio que hay delante como toda la vida he visto el silencio de Dios como un hecho real y fuente de terror. Es algo que uno debe soportar, que va más allá de las afirmaciones de la religión, no la idea de que uno vaya a morir sino la realidad de su muerte. Uno se ejercita en la aceptación del terror. Es la forma que toma la vida hacia el final.  



Esta salvaje oscuridad (Anagrama, 2001)
Traducción de Marcelo Cohen





lunes, 3 de diciembre de 2012

Dos poemas de Louise Glück



MALAHIERBA

Algo
llega al mundo sin ser bienvenido
y llama al desorden, al desorden.

Si tanto me odias
no te molestes en buscar
un nombre para mí: ¿necesitas
acaso un desdoro más
en tu lenguaje, otra
manera de culpar
a la tribu por todo?

Ambos lo sabemos,
si adoras a un dios, necesitas
sólo un enemigo.

Yo no soy el enemigo.
Sólo soy una treta para ignorar
lo que ves que sucede
aquí mismo en esta cama,
un pequeño paradigma
del fracaso. Una de tus preciosas flores
muere aquí casi a diario
y no podrás descansar
hasta enfrentarte a la causa, es decir,
a todo lo que queda,
a todo aquello que es más fuerte
que tu pasión personal.

No estaba escrito
permanecer para siempre en este mundo.
Pero por qué admitirlo, si puedes seguir
haciendo lo de siempre,
lamentándote y culpando,
las dos cosas a la vez.

No necesito que me alabes
para sobrevivir. Llegué aquí primero,
antes que tú, antes
de que sembraras un jardín.
Y estaré aquí cuando el sol y la luna
se hayan ido, y el mar, y el campo extenso.

Y yo conformaré el campo.



MAITINES

Inalcanzable padre, cuando fuimos expulsados
por primera vez del paraíso, construiste
una réplica, un lugar en cierto modo
diferente, destinado a ofrecer
una lección; por lo demás
era el mismo: belleza en ambos lados,
belleza sin alternativa. Salvo que nunca
supimos cuál era esa lección. Abandonados,
nos hartamos unos de otros. Siguieron
años de tiniebla; nos turnamos
para trabajar en el jardín, las primeras
lágrimas colmaron nuestros ojos
como la tierra nublada con pétalos, algunos
de un rojo muy oscuro, algunos color carne.
Nunca pensamos en ti,
a quien todos aprendimos a adorar. Simplemente
supimos que no es propio de la naturaleza humana
amar sólo aquello que nos devuelve amor. 



De El iris salvaje (Pre-Textos, 2006)
Traducción de Eduardo Chirinos


viernes, 23 de noviembre de 2012

Tres poemas de Dos estudios a partir de la descomposición de Marcus Rothkowitz


ROCCO WITH BRAZILIAN TWINS (VERSIÓN CON FINAL ABRUPTO)

Rocco entra a escena

junto a la belleza del mundo

(que nos correspondía)
se atraganta
se roba las porciones
de lenguas
& besos oscuros
Rocco
es acariciado por las rítmicas
gemelas brasileñas
luminosas
como galaxias húmedas
las rubias
que nunca tocaremos
las que nunca tendremos en los labios
hinchados Rocco y las gemelas amarillas
ingrávidas con piercings
& besos oscuros para Rocco
el cerdo que nos roba la ración de belleza
que no conoceremos
Rocco el que nos hiere brutalmente cada vez que las penetra
insensible Rocco y las gemelas que eran nuestras
que podían habernos adorado
idiotas
ahora gustosamente mancilladas
por Rocco que ya tiene que correrse
(porque tiene una sueca y dos húngaras más tarde).



METAFÍSICA PARA PECES RAROS I

Contemplar un Rothko como se contempla una res abierta.
Contemplar una res. Abrir un Rothko.
Contemplar una res abierta como se contempla un Rothko.
Contemplar a Rothko como una res abierta.

Colgar a Rothko en un gancho, la res en un espacio bello
y contemplar.


OH, LOS NUEVOS KAMIKAZES

Fue arrancado del mundo
con fórceps diseñados
por el artista sueco Lärs Thomasson.

Fue mordido del mundo
por unos dientes sin filo.

Fue barrido del mundo
por la brisa más suave del día.

Aceptó, recordando a Schopenhauer, que su individualidad era tan débil que con la muerte no perdería demasiado.

Fue retirado del mundo
como un fotograma.


De Dos estudios a partir de la descomposición de Marcus Rothkowitz (Tierra Adentro, 2012)


miércoles, 14 de noviembre de 2012

Cuatro poemas de Carlos Germán Belli


OH HADA CIBERNÉTICA

Oh Hada Cibernética
cuándo harás que los huesos de mis manos
se muevan alegremente
para escribir al fin lo que yo deseo
a la hora que me venga en gana
y los encajes de mis órganos secretos
tengan facciones sosegadas
en las últimas horas del día
mientras la sangre circule como un bálsamo a
                                             /lo largo de mi cuerpo

SEGREGACIÓN N° 1

                         (a modo de un pintor primitivo culto)

Yo, mamá, mis dos hermanos
y muchos peruanitos
abrimos un hueco hondo, hondo
donde nos guarecemos,
porque arriba todo tiene dueño,
todo está cerrado con llave,
sellado firmemente,
porque arriba todo tiene reserva:
la sombra del árbol, las flores,
los frutos, el techo, las ruedas,
el agua, los lápices,
y optamos por hundirnos
en el fondo de la tierra,
más abajo que nunca,
lejos, muy lejos de los jefes,
hoy domingo,
lejos muy lejos de los dueños,
entre las patas de los animalitos,
porque arriba
hay algunos que manejan todo,
que escriben, que cantan, que bailan,
que hablan hermosamente,
y nosotros rojos de vergüenza
tan sólo deseamos desaparecer
en pedacitititos.


¡OH ALIMENTICIO BOLO…!

¡Oh alimenticio bolo, mas de polvo!,
¿quién os ha formado?
Y todo se remonta
a la tenue relación
entre la muerte y el huracán,
que estriba en que la muerte alisa
el contenido de los cuerpos,
y el huracán los lugares
donde residen los cuerpos,
y que después convierten juntamente
y ensalivan
tanto los cuerpos como los lugares,
en un inmenso y raro
alimenticio bolo, mas de polvo.


UNA DESCONOCIDA VOZ…

Una desconocida voz me dijo:
“no folgarás con Filis, no, en el prado,
si con hierros te sacan
del luminoso claustro, feto mío”;
y ahora que en este albergue arisco
encuéntrome ya desde varios lustros,
pregunto por qué no fui despeñado,
desde el más alto risco,
por tartamudo o cojo o manco o bizco.


De Antología Crítica de la Poesía del Lenguaje (Aldus, 2009)



domingo, 4 de noviembre de 2012

Joseph Brodsky - Sobre la tiranía



   Tal vez la enfermedad y la muerte sean las únicas cosas que un tirano tiene en común con sus súbditos. Sólo en ese sentido, una nación se beneficia al ser gobernada por un anciano. No es que la conciencia de nuestra mortalidad nos ilustre o nos modere, pero el tiempo que un tirano pasa pensando, pongamos por caso, en su metabolismo es tiempo robado a los asuntos del Estado. La calma interior e internacional es directamente proporcional al número de enfermedades que afecten a nuestro Primer Secretario del Partido o a nuestro Presidente vitalicio. Aun cuando sea lo suficientemente perspicaz para aprender el arte de la crueldad inherente a toda enfermedad, suele vacilar bastante a la hora de aplicar ese saber adquirido a las intrigas de su palacio o a las políticas exteriores, aunque sólo sea porque instintivamente trate de restablecer su anterior estado de salud o simplemente esté convencido de su plena recuperación.
  Un tirano siempre utiliza el tiempo que se debe dedicar a pensar en el alma para tramar planes encaminados a preservar el statu quo. Se debe a que un hombre en su posición no distingue entre el presente, la Historia y la eternidad, fundidos en una unidad por la propaganda del Estado para su conveniencia y la de la población. Se aferra al poder como cualquier persona anciana a su pensión o a sus ahorros. La nación ve lo que a veces parece una purga en las esferas dirigentes como un intento de mantener la estabilidad por la que ésta optó en primer lugar, el permitir el establecimiento de la tiranía.
   La estabilidad de una pirámide raras veces depende de su pináculo y, sin embargo, éste es precisamente lo que atrae nuestra atención. Al cabo de un tiempo los ojos del espectador se aburren con su intolerable perfección geométrica y ya sólo piden cambios. Sin embargo, cuando se producen éstos, siempre son para peor. Como mínimo, un anciano que lucha para evitar la desgracia y la incomodidad, particularmente desagradables a su edad, es bastante previsible. Por sanguinario y malvado que parezca en dicha lucha, los rivales, se merecen enteramente su trato atroz, aunque sólo sea por la tautología de su ambición en vista de la diferencia de edad. Es que la política no es sino pureza geométrica que enmarca la ley de la jungla.
   Allí arriba, en la cabeza del alfiler, sólo hay sitio para uno y más vale que sea viejo, pues los viejos nunca aparentan ser ángeles. El único propósito del tirano de edad es conservar su posición, por lo que su demagogia y su hipocresía no imponen a las mentes de sus súbditos la necesidad de la creencia o la proliferación textual, mientras que el joven advenedizo, con su celo o dedicación, verdaderos o falsos,  siempre acaba aumentando el nivel de cinismo público. Mirando atrás en la historia humana, podemos decir sin miedo a equivocarnos que el cinismo es el mejor criterio para apreciar el progreso social.
   Es que los nuevos tiranos siempre introducen una nueva combinación de hipocresía y crueldad. Piénsese en Lenin, Hitler, Stalin, Mao, Castro, Gadafi, Jomeini, Amin y demás. Siempre superan a sus predecesores en más de un aspecto y retuercen un poco más el brazo del ciudadano, además de la mente del espectador. Para un antropólogo (y extraordinariamente distante, además), esa clase de desarrollo presenta un gran interés, pues amplía nuestro concepto de la especie. Sin embargo, conviene observar que la responsabilidad de los procesos antes citados corresponde tanto a los avances tecnológicos y al crecimiento general de las poblaciones como a la maldad particular de un dictador determinado.
   En la actualidad, cada nuevo sistema sociopolítico, ya sea una democracia o un régimen autoritario, es un alejamiento más del espíritu del individualismo en dirección a la estampida de las masas. La idea de nuestra excepcionalidad existencial queda substituida por la de nuestro anonimato. Una persona no perece tanto por la espada cuanto por el pene, y por pequeño que sea un país, necesita la planificación central o queda sometido a ella. Esa situación engendra fácilmente diversas formas de autocracia, en las que podemos considerar a los propios tiranos formas anticuadas de computadoras.
   Pero, si sólo fueran las versiones anticuadas de computadoras, no sería tan grave. El problema es que un tirano puede comprar nuevas computadoras de última generación y aspira a manejarlas. Ejemplos formas anticuadas de aparatos manejados por formas avanzadas son la del Führer, al recurrir al altavoz,  o la de Stalin, al usar el sistema de vigilancia telefónica para eliminar a sus oponentes en el Politburó.
   Los hombres no se vuelven tiranos porque tengan vocación para ello ni tampoco por pura casualidad. Si un hombre tiene semejante vocación, suele tomar un atajo y convertirse en un tirano de la familia: en cambio, es sabido que los tiranos son tímidos y, como miembros de una familia, no son interesantes precisamente. El vehículo de una tiranía es un partido político (o las filas militares, que tienen una estructura similar a la del partido), pues, para llegar a la cima de algo, se debe de disponer de un medio con una topografía vertical.
   Ahora bien, a diferencia de una montaña o, mejor aún, de un rascacielos, un partido es esencialmente una realidad ficticia inventada por los desempleados mentales de otra índole. Llegan al mundo y encuentran su realidad física, rascacielos y montañas, totalmente ocupados. Así, pues, su disyuntiva estriba en esperar a que haya una abertura en el antiguo sistema o crear una opción substitutiva propia. Esta última opción les parece la forma más conveniente de actuar, aunque sólo sea porque pueden comenzar inmediatamente. La de crear un partido es una ocupación en sí misma y, además, absorbente. Desde luego, no da resultados inmediatos, pero es que el trabajo no es tan duro y la incoherencia de esa aspiración entraña mucho consuelo mental.
   Para ocultar sus orígenes puramente demográficos, un partido suele crear su propia ideología y mitología. En general, siempre se crea una nueva realidad a imagen de otra antigua, remedando las estructuras existentes. Semejante técnica, si bien oculta la falta de imaginación, añade cierta apariencia de autenticidad a la empresa entera. Ésa es la razón —dicho sea de paso— por la que muchas de esas personas adoran el arte realista. En general, la falta de imaginación es más auténtica que su presencia. La monótona estolidez de un programa de partido y la apariencia gris y mediocre de sus dirigentes gustan a las masas como su reflejo que son. En la era de la superpoblación, el mal (como también el bien) se vuelve tan mediocre como sus sujetos. Para llegar a ser un tirano, lo mejor es la estolidez.
   Y estólidos los son y también sus vidas. Sus únicas recompensas corresponden a la época de su ascenso: ver a sus rivales separados, apartados, relegados. Al comienzo del siglo XX, en el apogeo de los partidos políticos, existían los placeres suplementarios de lanzar —pongamos por caso— un panfleto insensato o escapar de la vigilancia policíaca, de pronunciar un discurso ferviente en un congreso clandestino o descansar a expensas del partido en los Alpes suizos o en la Riviera francesa. Ahora todo eso ha desaparecido: cuestiones candentes, barbas falsas, estudios marxistas. Lo que queda es el turno de espera para el ascenso: papeleo interminable y la búsqueda de compinches fiables. Ni siquiera hay la emoción de no irse de la lengua, pues seguro que carece de detalle alguno digno de atención para las paredes plagadas de micrófonos ocultos.
   Lo que hace llegar a la cima a alguien es el lento paso del tiempo, cuyo único consuelo es la sensación de autenticidad que da la empresa: lo que tarda mucho es real. Incluso en las filas de la oposición, el avance de los partidos es lento; en cuanto al partido en el poder, no tiene que apresurarse hacia ningún sitio y, después de medio siglo de dominación, puede, a su vez, distribuir el tiempo. Naturalmente, por lo que se refiere a los ideales en el sentido victoriano del término, el sistema de partido único no es demasiado diferente de una versión moderna del pluralismo político. Aún así, ingresar en el único partido existente requiere algo más que una cantidad media de indecencia.
   No obstante pese a toda su audacia e independientemente de lo cristalina que sea su ejecutoria, el aspirante no logrará llegar a Politburó antes de los sesenta años de edad. A esa edad, la vida es absolutamente irreversible y, si se toman las riendas del poder, se abren los puños sólo para agarrar la última vela. No es probable que un hombre de sesenta años de edad ensaye algo económica o políticamente arriesgado. Sabe que le queda un decenio más o menos de actividad y sus alegrías son sobre todo de carácter gastronómico y tecnológico: una dieta exquisita, cigarrillos y coches exteriores. Es un hombre del statu quo, que resulta provechoso en asuntos extranjeros, teniendo en cuenta su acopio cada vez mayor de cohetes, e intolerable dentro del país, donde no hacer nada significa empeorar la situación existente, y, aunque sus rivales pueden capitalizarla, preferirá eliminarlos antes que introducir cambio alguno, pues siempre se siente un poco de nostalgia por el orden en el que se consiguió el éxito.
   La duración media de una tiranía que se precie es un decenio y medio, dos decenios como mucho. Cuando dura más, se convierte sin falta en una monstruosidad. Entonces se puede lograr el tipo de grandeza que se manifiesta en reñir guerras o provocar el terror en el interior o ambas cosas. Felizmente, la naturaleza se cobra su parte y a veces recurre a las manos de los rivales justo a tiempo, es decir, antes de que nuestro hombre decida inmortalizarse haciendo algo horrendo. Los jóvenes cuadros, que, de todos modos, no son demasiado jóvenes, empujan desde abajo y lo empujan hasta el azul ámbito del puro Cronos, porque, tras alcanzar la cima del pináculo, ésa es la única manera de continuar. Sin embargo, la mayoría de las veces, la naturaleza tiene que actuar sola y encuentra una oposición tremenda de los órganos de Seguridad del Estado y del equipo médico personal del tirano. Se trae en avión a médicos extranjeros para que saquen a nuestro hombre de las profundidades de senilidad en las que se ha hundido. A veces tienen éxito en su humanitaria misión (pues sus gobiernos están, a su vez, profundamente interesados en la preservación del statu quo): lo suficiente para permitir al gran hombre reiterarla amenaza de muerte a sus respectivos países.
   Al final, los dos ceden; los órganos tal vez de peor grado que los médicos, pues la medicina no tiene tantas características de una jerarquía, que puede resultar afectada por los cambios inminentes, pero incluso los órganos acaban cansándose de su amo, a quien van a sobrevivir, en cualquier caso, y, al apartar los guardaespaldas la mirada un lado, se les cuela la muerte con guadaña, hoz y martillo. La mañana siguiente, la población no es despertada por los puntuales gallos, sino por las oleadas de Marche Funèbre de Chopin que vierten los altavoces. Después viene el funeral militar, los caballos que arrastran la cureña, precedidos por un destacamento de soldados que portan en cojines escarlatas las medallas y órdenes que solían adornar el abrigo del tirano, como el pecho de un perro que ha ganado un premio, pues eso era exactamente: un perro que había ganado carreras y premios. Y, si la población llora su fallecimiento, como con frecuencia ocurre, sus lágrimas son las de apostadores que han perdido, la nación llora su tiempo perdido. Y después aparecen los miembros del Politburó, cargando con el ataúd revestido de estandartes: el único denominador que tienen en común.
   Mientras portan el denominador muerto, las cámaras trinan y chasquean y tanto los extranjeros como los nativos miran detenidamente las caras inescrutables para intentar descubrir al sucesor. El difunto puede haber sido lo bastante vanidoso para dejar un testamento político, pero, de todos modos, no se hará público. La decisión se tomará en secreto, en una sesión a puerta cerrada —es decir, para la población— del Politburó, es decir, clandestinamente. El secretismo es un antiguo complejo de los partidos, un eco de su origen demográfico, de su glorioso pasado ilegal, y las caras no reflejan nada.
   Lo consigue tanto más fácilmente cuanto que no hay nada que revelar, porque simplemente va a ser más de lo mismo. Nuestro nuevo hombre diferirá del anterior sólo físicamente. Mentalmente y en otros sentidos está destinado a ser la réplica exacta del cadáver. Tal vez sea ése el mayor secreto. Ahora que pienso, las sustituciones en el partido son la cosa más cercana a la resurrección que nos es dado ver. Naturalmente, la repetición engendra aburrimiento, pero, si se repiten las cosas en secreto, aún hay margen para la diversión.
   Sin embargo, lo más gracioso de todo es la comprensión de que cualquiera de esos hombres puede llegar a ser un tirano. Lo que causa toda esa incertidumbre y confusión es simplemente que la oferta supera a la demanda, que no se trata de la tiranía de una persona, sino de un partido que simplemente ha dado una base industrial a la reproducción de tiranos, muestra de gran astucia por parte de ese partido en general y gran acierto en particular, teniendo en cuenta el rápido abandono del individualismo como tal. Dicho de otro modo, en la actualidad el juego de adivinar “quién va a ser quién” es tan romántico y anticuado como el del boliche y sólo personas elegidas en libertad pueden jugarlo. Ya hace mucho que pasó la época de los perfiles aquilinos, las perillas olas barbas como palas, los bigotes de morsa o con forma de cepillo de dientes; pronto habrá pasado incluso la de las cejas.
   Aún así, hay algo inquietante en esas caras insulsas, grises y mediocres: se parecen a cualquier otra, lo que les da una apariencia casi clandestina; son similares como briznas de hierba. La redundancia visual infunde al principio del “gobierno del pueblo” una profundidad suplementaria: la regla de los don nadies. Sin embargo, ser gobernado por don nadies es una forma mucho más ubicua de tiranía, pues éstos tienen el aspecto de todo el mundo. Representan a las masas en más de una forma y ésa es la razón por la que no se molestan en celebrar elecciones. La de pensar en el posible resultado del sistema de “un hombre, un voto”, por ejemplo, en China con mil millones de habitantes resulta una tarea ingrata para el pensamiento: ¿qué clase de parlamento podría producir y cuántos centenares de millones de personas constituirían una minoría en él?
   El ascenso de los partidos políticos en el comienzo del siglo XX fue el primer vagido de la superpoblación y ésa es la razón por la que prosperan tanto en la actualidad. Mientras los individualistas se burlaban de ellos, aquéllos capitalizaban la despersonalización y ahora los individualistas han dejado de reír. Sin embargo, el objetivo no es el triunfo del partido ni de un burócrata determinado. Es cierto que se adelantaron a su época, pero el tiempo tiene muchas cosas por delante y, por encima de todo, mucha gente. El objetivo es el de dar cabida a su aumento numérico en un mundo que no aumenta y la única forma de lograrlo es mediante la despersonalización y la burocratización de todo el mundo vivo, pues la vida misma es un común denominador, se trata de una premisa más que suficiente para estructurar la existencia de forma más detallada.
   Y eso exactamente es lo que hace una tiranía: estructura la vida para nosotros. Lo hace lo más meticulosamente posible: mucho mejor que una democracia, desde luego. Además lo hace por nuestro bien, pues cualquier manifestación de individualismo en una multitud puede ser perjudicial: en primer lugar, para la persona que lo exhiba, pero también debe ésta preocuparse por los que se encuentren a su lado. Para eso está el Estado dirigido por un partido, con su servicio de seguridad, centros psiquiátricos, policía y sentido de la lealtad de los ciudadanos. Aún así, todos esos recuerdos no son suficientes: el sueño es hacer de cada uno de los hombres su propio burócrata y el día en que ese sueño se hará realidad está bastante a la vista, pues la burocratización de la existencia individual comienza con la reflexión política y no se detiene con la adquisición de una calculadora de bolsillo.
   De modo que, si seguimos sintiéndonos elegíacos en el funeral del tirano, es sobre todo por razones autobiográficas y porque esa desaparición hace que la nostalgia de los “viejos buenos tiempos” nos resulte aún más concreta. Al fin y al cabo, el hombre era también un producto de la antigua escuela, cuando la gente veía aún la diferencia entre lo que decía y lo que hacía. Si no merece más que una línea en la Historia, pues tanto mejor: simplemente no derramó bastante sangre de sus súbditos para lograr un párrafo. Sus queridas eran regordetas y no fueron demasiadas. No escribió gran cosa, como tampoco pintó ni tocó un instrumento musical; tampoco introdujo un nuevo estilo de mobiliario. Fue un puro y simple tirano y, aún así, los dirigentes de las democracias más grandes aspiraron, ávidos, a estrecharle la mano. En otras palabras, no hizo zozobrar la barca y gracias en parte a él, cuando abrimos las ventanas por la mañana, el horizonte no es aún vertical.
   Por la naturaleza de su cargo, nadie conoció sus pensamientos reales. Es muy probable que tampoco los conociera él mismo. No quedaría mal como epitafio, si bien hay una anécdota que cuentan los finlandeses sobre la voluntad de su presidente vitalicio Urho Kekkonnen y que comienza así: “Si llego a morir…”.

                                                                                                                                                           1980

De Menos que uno (Siruela, 2006)
Traducción de Carlos Manzano


                                                                                                                                                          

martes, 23 de octubre de 2012

Tres poemas de Mario Montalbetti



IMÁGENES DE SEPARACIÓN

Tucson (sin fecha). Este desierto
horrible se interpone una vez más
entre nosotros. Es malo escribir,
saber que no nos veremos, y hacerlo
pasar por un poema, para que solo
lo bello duela. Pero así es. La guerra
ha tomado los puentes, las salas de cine.
Mis sueños están sucios de tu sangre.
Espero el fin del desierto, el fin
de la guerra. Los juicios por los crímenes.
Jamás olvides que un acto de amor
está más allá del bien y del mal.
Entonces te veré. Siempre tuyo, (sin firma).




EL PERUANO PERFECTO

¿Quién es este hombre? ¿Qué hace este hombre?
¿Por qué está sentado bajo el cobertizo de su casa?
¿A quién espera sentado bajo el cobertizo?
Esta es su casa. Esta no es su casa.
El hombre nació en Perú pero ahora vive en Arizona.
El hombre vive solo en Arizona. El hombre vive
exactamente a 6104 kilómetros de su esposa
y de su hijo. Esta es la casa del hombre.
Esta no es la casa del hombre. ¿Por qué está sentado
bajo el cobertizo de la casa? El hombre prepara
una clase de filología. El hombre es profesor
de filología en la Universidad de Arizona.
Mañana es la clase. El hombre prepara la clase.
El hombre se sienta bajo el cobertizo y prepara
la clase. Eso es lo que hace el hombre.
¿En qué piensa el hombre? En la clase de mañana.
El hombre agrupa las palabras angosto, angustia,
angina y observa que comparten una misma raíz.
¿Por qué se levanta el hombre? ¿Por qué abandona
la sombra del cobertizo y se dirige a la cocina?
El hombre se dirige a la cocina porque ahí están
los cuchillos. El hombre va por los cuchillos.
El hombre se dispone a afilar sus cuchillos
mientras piensa en un grupo de palabras.
¿Por qué afila los cuchillos en lugar de gozar
del sol o beber un vaso de agua fría bajo
el cobertizo? El hombre afila los cuchillos
y deja de pensar en la clase. ¿Por qué ha dejado
de pensar en la clase? ¿Por qué sigue afilando
los cuchillos una vez que ya están afilados?
El hombre guarda los cuchillos en una gaveta
de la cocina. El hombre ha terminado de afilarlos.
El hombre regresa al cobertizo. ¿Por qué
regresa el hombre a sentarse bajo el cobertizo
de la casa? Esta es la casa del hombre.
Esta no es la casa del hombre. El hombre
está sentado bajo el cobertizo. Ya ha preparado
la clase de mañana. Ya ha afilado los cuchillos.
Ahora prepara el hombre su propia muerte y resurrección.




FONDO DEL POEMA

Nada seduce más al hombre, no el paso meditado de la sombra de
un animal, no la vida, no el ojo negro de la muerte, no la muerte, no
la tenacidad del deseo, nada seduce más al hombre que un abismo.
Ante él, el hombre siente una indecible necesidad de arrojar algo,
una envoltura de papel, una moneda, una idea, lo que sea, incluso a
sí mismo, con tal de verter algo en su largo vacío. Y esto es lo más
curioso: si no encuentra nada que arrojar, hace algo plenamente
romántico: escupe. Y luego sigue con la mirada las evoluciones de
la mancha blanca de saliva deformándose en el aire durante su caída.
Digamos que dura cinco segundos.

Hay abismos  morales, sexuales, psicológicos. Hay también abismos
poéticos, versos que caen de barrancos marrones a playas de arena
negra, acompañados de la mirada absorta del poeta que se deleita
con las contorsiones de las sílabas abismo abajo.

La mancha blanca llega al fondo. La mirada absorta no llega a él,
solamente lo intuye y es siempre lo mismo: un esplendor blanco,
algo que sobrevive, una tercera cosa, y una inconsolable felicidad.



De Cinco segundos de horizonte (Álbum del Universo Bakterial, 2005)

viernes, 19 de octubre de 2012

László F. Földényi - El arte del riesgo



El riesgo más grande de todos es la vida misma: esa oportunidad única que no se puede repetir o extender. Esto nunca ha sido más cierto como en nuestro propio siglo, con su constante sucesión de crisis. Y precisamente esto explica los enormes esfuerzos —sin precedentes— que los guardianes de nuestras instituciones civilizadas han hecho para evitarnos la perenne e ineludible experiencia del riesgo. Nuestra civilización aspira a hacerlo todo explícito; quiere encontrarle a todo una respuesta; ve al universo como una infinita aglomeración de objetos, donde cada uno tiene la posibilidad de llegar a ser comprendido eventualmente (¡qué acercamiento tan gastado y pueril comparado con el universo mágico que previamente había sido nuestra experiencia por miles de años!). Nos es entonces, impuesta, implícitamente la ilusión de que la vida es reembolsable y repetible. Nuestra civilización ya no se asemeja a un arsenal de posibilidades infinitas sino a un ente de censura cósmica que lucha por erradicar de la vida los elementos de verdadero riesgo: las experiencias de ahora o nunca. Por supuesto la civilización no alcanza a liquidarlas permanentemente; en el momento de morir, sino antes, disfrutamos de una libre e insubordinada experiencia del riesgo: la ausencia total de responsabilidades.

   Estos letales momentos de revuelta contra la existencia aspiran a una única pregunta: ¿Qué es la vida sino un único momento de riesgo, sin un Antes o un Después? Momentos de inquietud, momentos de puro deleite, momentos de goce, momentos de miedo, momentos de claridad imperturbable, que nos permiten participar en la experiencia de un riesgo extremo —a veces mortal— pero sin morir de él. Es uno de los fenómenos más típicos de la civilización actual el hecho de que instantes como estos sean devaluados y rechazados. Debido a la evolución de una concepción, cada vez más refinada y despótica de progreso, bajo los sucesivos disfraces de la cristiandad, de la evolución y aún de la “objetividad científica”, nuestra civilización se ha negado la magia del riesgo. Dándole la espalda al extrañamiento en que toda vida está inmersa; desconociendo la intensa libertad de poder sentir que se puede abstraer el futuro y a todas sus posibles consecuencias. Ha desterrado a todos aquellos que le son leales a lo Desconocido, y a quienes no insisten en sondear lo insondable con el fin de forjar ingeniosas construcciones e ideologías. Ha reprimido aún la idea de la muerte como aniquilación final.

   He aquí los frutos de una evolución que abarca dos milenios: pues hasta los primeros padres de la iglesia reaccionaron furiosamente contra cualquier mención de los Misterios: esas ceremonias donde la muerte era invocada. Y se armaron de infinitos sofismas cuando debatían con los Gnósticos. En la Edad Media, los escépticos, en efecto, fueron desquiciados; a los magos se los declaró charlatanes; y a los soñadores —a aquellos que se deleitaban en el momento— se les exilió. A medida que Dios empezaba a ser despersonalizado, cualquiera que confiara más en sus propias experiencias internas que en los preceptos de la ciencia, empezó a ser considerado idiota; cualquiera que desperdiciara su tiempo en reflexiones improductivas era visto como lunático, y cualquiera que mirara al pasado era llamado un esteta. Cualquiera que se sintiera cómodo en la selva institucional era un  irracionalista; cualquiera que decidiera no conformarse era un nihilista; alguien que decidiera comprimir su vida en un solo instante poderoso era un terrorista. Y sin embargo, una y otra vez, detrás de enclenques pantallas, emergen esos fulgurantes momentos cuando tiempo y espacio, cultura e historia, son aniquilados.  Y cuando nadie alivia al hombre del peso de su identidad.

   La civilización post-medieval, entonces, ha acudido a un proceso de amaestramiento: declaró el arte como un resguardo en el que el hombre puede, con presumible impunidad,  abandonarse a los deleites vertiginosos del momento y del riesgo. Miguel de Unamuno, , sin embargo, escribió que lo verdaderamente liberador del arte es que nos hace dudar de nuestra propia existencia. No es una coincidencia que haya sido un artista quien escribió esto, porque sólo los artistas pueden decir estas cosas con genuina impunidad —siempre y cuando sea capaces de hacerlo, y mientras los guardianes de la civilización no busquen sus látigos para conducir al arte al corral del utililitarismo—. Teniendo en cuenta para lo anterior que la civilización mencionada es una que se orienta hacia el futuro; una que se somete a las pruebas del tiempo y de la computación; una que descansa sobre una compleja red de instituciones, sería sorprendente que las cosas fueran de otro modo. Porque la intensidad del momento del riesgo desviste al mundo y descubre la desolación e inutilidad de todo; demuele la fe; y por encima de lo anterior nos presenta al todo, nos presenta al todo extendido y abierto a lo incomunicable, a lo incircunscribible.

   Tal experiencia es una experiencia subversiva: abre la vía a pensamientos de muerte. Ofrece profundas automiradas (la iluminación); profundas porque no pueden ser sistematizadas. Resiste a todos los esfuerzos de institucionalización y ninguna ideología puede ser forjada a partir de ella.

   La “verdadera liberación” consiste en provocar la experiencia del riesgo. Por esto no podemos vivir sin el arte. Poniéndolo de otro modo: un producto artístico sólo puede ser descrito verdaderamente como una obra de arte cuando es capaz de provocar la experiencia del riesgo y de esa forma incitar al hombre —cuyas añoranzas universales se vuelven más apasionadas a medida que descubre la transitoriedad de la vida— a la revuelta. Es en el ansia de libertad y en la naturaleza imposible de tal anhelo, donde se da la coexistencia de los dos impulsos que dan vida a una obra de arte. Esto es lo que hace de la obra algo dramático ya sea en su manifestación de poema, de partitura musical, de un objeto modelado, o de una pintura. La obra genera el ansia por lo imposible. ¿O será, tal vez, que viene como un emisario de lo imposible?

   Una verdadera obra de arte es, por lo tanto, indomable. No importa con la seguridad con que esté instalada en un museo, ella puede seguir siendo amenazante como una fiera  enjaulada. Puede ignorar sistemas de alarma, eludir celdas fotoeléctricas y lanzarle un zarpazo ágil y certero a su presa. Irradia el ansia por la sublevación: una sublevación a la que no le importa nada, una revuelta que no busca bondad, verdad, armonía o unidad, una rebelión que no quiere límites y por eso tiende hacia lo imposible. “No me puedo interesar en cualquier actividad intelectual que no comience por denunciar los logros frívolos de las así llamadas ciencias exactas; o en cualquier entusiasmo revolucionario que no se concentre PRIMERA y PRIMORDIALMENTE en el hombre, en su naturaleza apasionada y en los secretos de la vida y la muerte” escribió André Masson en una de sus cartas.

   Compromiso con el momento de riesgo, contemplación de la muerte como una amenaza constante y, como resultado, la pasión —que no siempre tiene que ser algo necesariamente atractivo— esto hace de la obra de arte una fiera depredadora, una rebelde cuya causa es lo imposible. Lo que emerge de la obra es el conocimiento de la fragilidad de la existencia humana, , y esta se ve acompañada por la fortaleza que nace de este conocimiento: la fortaleza de desear lo imposible. Lo imposible es el mayor discurso que mueve al hombre, inclusive si este parece estar trabajando dentro de los límites de lo posible. “Lo inconcebible” escribió Blaise Pascal, “no necesariamente deja de existir”. La obra de arte es rebelde en el sentido de invocar lo imposible y de darle circulación.

   Tarde o temprano, lo desconocido consigue entrometerse, como un parásito, en el mundo de lo supuestamente conocido. Es por esto que tomar riesgos es vital; de otra forma toda actividad humana se asfixia en el aburrimiento. Así como también se asfixia cualquier obra de arte cuyo artífice se encargue de llenar previas expectativas y demandas. Sin embargo, ¡cuán raro es encontrar un artista dispuesto a tomar riesgos! Cada vez más los artistas parecen olvidar que la fuerza de la obra no está en lo que el pintor pinta, el escultor modela, el compositor compone o el poeta articula, sino en lo que rodea esas pinceladas, formas, notas y letras: lo mudo, lo invisible, lo inaudible. Una obra nos detiene porque algo no visto e inexpresable la rodea. Una obra nos sobrecoge cuando irradia las incomunicables e irretratables fuerzas que la someten en servidumbre. Nos incomoda cuando percibimos que la lucha de artista es en vano, aunque esté de alguna manera tratando de expresar lo inexpresable. Toda obra busca trascenderse: procura agarrar y someterse a una forma, la cual es responsable de la existencia de la forma misma. Esta desesperada lucha explica por qué ninguna obra de arte podrá jamás satisfacer totalmente a un hombre; entre más “grande” es la obra más sentimos que está apoyada en lo imposible: en una reticencia  a aceptar la fragmentada y transitoria naturaleza de la vida.

   Lo que trae a una obra a la vida es la falta de paz. El artista nunca sentiría necesidad de crear si el mundo fuera uno con él y él fuese uno con el mundo. Podríamos decir que toda gran obra de arte manifiesta una aventura vana: aspira a fundirse con su imagen negativa, reparando entonces la grieta la que debe su origen. Una obra deviene auténtica no por mostrar lo que es la falta de paz, sino por sugerir esa misma falta. La obra se convierte en lo que es a pesar de sí misma: se convierte en su propio antagonista. El aire de una amenazante fiera enjaulada es enteramente natural, pues el conflicto es inherente a la obra desde su momento de creación.

   Paradójicamente, una gran obra transmite un aroma de satisfacción, no por neutralizar el permanente sentimiento de lo imposible, sino por escoger pelear con él: una pelea que nunca puede ser ganada. El hombre es aplastado por lo imposible, igual que Saúl en el camino a Damasco fue aplastado por la visión de Dios. Sólo el artista se atreve a dar pelea; o de otra manera, cualquiera que pelea se convierte en artista, aun si la pelea no toma necesariamente una forma artística. El artista lucha contra lo imposible, igual que Jacob luchó con el Dios invisible; pero lo que él logra —la obra de arte— es en sí misma una nueva manifestación de lo imposible. En la obra de arte, el mundo —el material del artista— es dislocado, como la cadera de Jacob. Un eterno quebrantador, un insoportable monstruo parece habitar toda gran obra de arte; un invisible ángel de la destrucción. El artista se deleita en la batalla, pero su deleite en sí mismo es un nuevo giro de lo imposible: es indistinguible del vértigo, de la pérdida del equilibrio.
En estos momentos turbulentos el Dios que una vez se pensó muerto es resucitado, pero desde el artista mismo. En los certeros momentos de lo que es llamado “inspiración”, él se acerca a la universal e impersonal naturaleza del arte: lo eternamente imposible que circunda, la nada que incita a la revuelta. Él (ella) no sería un artista si sus creaciones no transmitieran la consternación que todo esto le hace sentir; y no sería más que un plagiario del universo si cada pincelada (cada palabra, cada nota) no fuera dictada por un grito de dolor, que para muchos es el verdadero nombre de Dios. 


De Parkett 23   
Traductor: B. O.