miércoles, 13 de noviembre de 2019

Tres poemas de Alojz Ihan



COMEDERO DE PÁJAROS

En invierno pones en el jardín un comedero
de pájaros y observas que lo atiborran solo
los grandes y los fuertes, que a los más débiles
no los dejan ni acercarse. Así que pones
en el comedero más alimento, para que haya bastante
para todos, pero los pájaros chicos siguen
hambreando, caen en la nieve y mueren.
Luego haces más comederos, pero los grandes
pájaros se reparten uno para cada uno y
ahuyentan a los pájaros chicos. Eso te enfurece
y cada vez que ves un pájaro grande, intentas
ahuyentarlo, pero primero salen colando los pájaros chicos
asustados, y luego toma más tiempo
que se atrevan a volver. Al final,
harto de todo, tomas una escopeta y
empiezas a dispararles a los pájaros grandes. Pronto
no hay más, pero los intermedios se vuelven malignos;
los comederos se van quedando vacíos, los pájaros
los evitan, te parece
que no hay vuelta atrás. Un buen día
recuerdas que al fin y al cabo solo
querías alimentar a los pájaros.



PUNTO

El error del primer montañista, que
hizo errar a los siguientes montañistas,
sus errores, que llevaron al
primer aviador y a todos los aviadores
y astronautas a elevarse cada vez
más arriba, a ascender hasta la luna,
a viajar a las estrellas y experimentar cómo
el mundo desaparece, cómo es un solo plato
infantil embadurnado, luego un pequeño, muy
pequeño punto, demasiado pálido como para contemplarlo
con orgullo, demasiado frágil como para que sea seguro
volver, un punto flotando en la nada que puede
apagarse sin más o volar hacia algún lado, un punto
despreciable, casi una mancha fastidiosa y congénita;
en cualquier momento llegará alguien con una goma de borrar
o llamará por teléfono a la tintorería.



COSAS MUERTAS

Sabes que puede ser peligroso aunque solo
tanteas. Con un contacto tan  
insignificante puedes perforar algún tímpano, vaciar
algún ojo o arruinar algo aún más
sensible. Algunos sin duda se
acostumbran y simplemente dicen: cosas
muertas. Pero aunque un segundo atrás estaban
tibias de algún modo y de algún
modo respiraban, tal vez incluso
veían y oían, en todo caso estaban vivas.
Hasta que les tocó en suerte un contacto imprevisto,
una mirada o una condena. Pero algunos
se acostumbran y dicen: cosas muertas.



De La moneda de plata (Gog y Magog, 2010)
Traducción de María Florencia Ferre y Mojca Jesenovec

domingo, 10 de noviembre de 2019

Jacques Prévert - El elefante marino





Ese es el elefante del mar, pero él no lo sabe. Ser un elefante de mar o un caracol de jardín para él no tiene ningún sentido. Se burla de esas cosas, no quiere ser nadie importante.

Está sentado sobre la barriga, porque se encuentra cómodo de ese modo: cada cual tiene derecho a sentarse como le plazca. Está muy contento porque el cuidador le da peces, peces vivos.

Todos los días come kilos y kilos de peces vivos. Para los peces es una tragedia, porque después están muertos, pera cada cual tiene derecho a comer lo que le guste.

Los come sin remilgos, muy deprisa, mientras que el hombre, cuando come una trucha, la echa antes en agua hirviendo y después de comerla sigue hablando de ella durante días y días, y hasta por años.

—Ah, qué trucha, amigo, te acuerdas, ¿verdad?
Etcétera, etcétera.

Él, el elefante marino, come con sencillez, y tiene ojos bonitos, pero cuando se enfada, su nariz en forma de trompa se dilata y asusta a todo el mundo.

El cuidador no le hace daño. ¡Nunca se sabe lo que puede pasar! Si todos los animales se enfadaran, protagonizarían una buena historia. Se lo pueden imaginar, amiguitos, el ejército de los elefantes de tierra y de mar llegando a París. ¡Un auténtico caos!

El elefante marino no sabe hacer otra cosa más que comer peces, pero es algo que hace muy bien. Parece ser que, antiguamente, había elefantes marinos que hacían malabarismos con armarios, pero resulta imposible saber si es verdad… ¡Ya nadie quiere prestar el suyo para comprobarlo!

El armario podría caerse, el espejo romperse y eso sería muy costoso; porque al hombre le gustan mucho los animales, pero le tiene más cariño a sus muebles.

El elefante marino, cuando no lo molestan, es feliz como un rey; mucho más feliz que un rey, porque puede sentarse sobre la barriga cuando le da la gana, mientras  que el rey, incluso en el trono, siempre está sentado sobre su trasero.



De Cuentos para niños no tan buenos (Libros del Zorro Rojo, 2017).
Traducción de Juan Gabriel López Guix.
Ilustración de Elsa Henriquez.

viernes, 1 de noviembre de 2019

Mirta Rosenberg - Mi oficio



Siempre me imaginé la poesía como un territorio. Mejor aún, una isla. Es como si fuera una reserva, adonde todos podríamos recurrir cuando haya escasez de sentimientos en el mundo, e incluso de pensamientos. El mar circundante sería el pensamiento, la historia, la pintura o el paisaje.

Lo que importa son las palabras, el lenguaje. Un barco, una canoa, alguna embarcación que sirva para rodear esa isla reservada, patrullarla, desembarcar. Las palabras usadas para enfrentar los hechos de una vida: dolor, placer, horror, amor, sus sucedáneos, hasta morirse. El secreto es que también hay belleza. También hay belleza. También hay belleza. La poesía no sirve para quejarse.

Nos rodea un paisaje. ¿Lo vemos? La poesía nos ayuda: ver para afuera, pero también para adentro. Gracias a ella muchas cosas que vi quedaron dentro de mí. Escenas, caras, una sequoia de Berkeley cuya copa, hasta hoy, me acerca al cielo. En los peores momentos. Una escalera.

La poesía crece cuando la historia es adversa a la humanidad. Masacres, campos de concentración, regímenes totalitarios le dan más sentido. Ahí se ve que es una reserva, palabras que estaban allí, a mano, para consolar de lo inconsolable.

La poesía no sirve para nada. Ese es su mayor valor. Si tiene alguna razón oculta, algún designio, el propósito de convencer, se transforma en panfleto.

El protagonista es el lenguaje, eso que nos une y nos separa. Animales parlantes, pensantes. La poesía también es pensamiento.

Hay un poeta, Robert Hass, que dice que la poesía es una historia familiar. Se advierte en todas las tragedias griegas, en Homero, incluso en la Biblia misma. Siempre hay eso que nos vuelve humanos, la historia de familia. Y el lenguaje. Una cría de elefanta, si es hembra, vive al menos cincuenta años con su madre, la matriarca. Pero no lo puede contar, no puede dejarlo escrito.

Por eso me gustan tanto los poemas de animales: es como prestarles voz, tratando siempre, pese a Platón (el poeta es un fingidor, Pessoa), de decir la verdad. Me gusta creer que tienen seres humanos en su interior, con sus duras almitas, su disciplina, su perverso rigor.

La poesía constante a lo largo de una vida convierte la apariencia en realidad, desenmascara. O eso o el abandono, la honestidad de dejar de escribir, dejar de repetir, repetir, repetir.



De El árbol de palabras (Bajo la Luna, 2018)