miércoles, 31 de julio de 2013

John Burnside - De corporis resurrectione


RESPUESTAS A AGUSTÍN DE HIPONA

I
DE CORPORIS RESURRECTIONE

                                                                              A George Soule


Vuelve la nieve;

y a veces los muertos que hemos lavado
y enterrado:

las madres amorosas y artríticas que apenas notábamos
cuando pulían cucharas de madrugada, cuando
pulían espejos;

las que se evaporaron de silicosis en la cocina;
los muertos graduales
pasan entre los árboles, sin rumbo, como rachas de viento

y toman forma visible
color aproximado:
acónito, verde agua, bermellón, azul de Prusia;

los muertos que en su día nombramos y enterramos rompen
                                                                                          como olas
sobre hojas y arena,
                                  sobre troncos y hierros oxidados.

Los copos de nieve son bocetos en blanco, flores no muy
convincentes
                que serían verdes          
en un mundo sin sombras,

pero sólo los muertos son verdes
en los últimos días del invierno;

solo los muertos, que en su momento numeramos y apartamos,
florecerán de nuevo en el musgo de las cunetas y en las columnas de hiedra,

reemplazándose a sí mismos, en la calma del mundo visible,
con huellas, voces, ampollas, tatuajes en forma de rosa.

***

Como quien se aparta y se recluye una temporada
en otra habitación:

nieve tras la ventana, por muchos días,
y el calor de tus dedos

disuelto en el vidrio
como el recuerdo de una piel;

de qué otro modo, si no,
dejarías tus tareas por un rato
para descubrir, en la oscuridad
de las tres de la tarde

cómo clama la tierra por cada muerto
mientras da manzanas, topos fugaces, minúsculos pájaros

que aguardan vivos en el dorado membrillo de flor
prestos a aparecer

en cuanto la canción comience y el negro
 reverdezca.

***

Pensaba que vendría al amanecer:
oscuros pasos cruzando el patio, o una sombra
tímida en un ángulo del muro,

trazas de rocío o de nieve en el armario
de abajo, o una ocurrencia de mirra
disuelta en bruma en la bruma del espejo del baño;

y, aún hoy, cuando todo conduce
a la duda, imagino ese retorno,
distinto al del dios del que me hablaban

en la catequesis: más atmósfera que carne,
parecido a una frecuencia, a una
estática, al ruido rosa de la radio:

la voz de todas las cosas: la música
que me prometía el sueño
de la niñez, cuando la primera nevada alcanzaba

el bordillo de la espera y su constancia
—la del sosiego por venir, la de la grácil revelación—
flotaba entre lo buscado y lo entregado.

***

No estábamos preparados para esto:
                                                          el fulgor de unos ojos

y el camino costero emborronado de arena
por el viento de la tarde;

como jamás lo hemos estado
para el alma, cuando acontece: la faz
del búho bordada en la oscuridad; el incendio súbito;

la escalera que se llena, ciertas noches despejadas,
de un aliento contenido, o de una voz
a punto de hablar.

Una hora después de media noche,
el gusto frío de las cerezas;

un lánguido amago de luz en el hueco de la escalera,
                                                                           la paz del sótano,
paciente y oscura como los fantasmas que arrastramos:
recortes de nuestra vida.

Fuera, en el porche, las campanas del viento cantas ensimismadas,
pero el cielo es una habitación distinta
de esta casa que sueño:

los sicomoros que transforman el patio en un detalle de Brueghel,
la línea entre la corteza invernal y el primer plano de nieve,
como cambio de tema en una larga conversación,
                                                                        o uno de esos juegos,

donde la nada en la que desemboca el tiempo
es lo único que nos queda

al final:
          una música que se filtra hasta los huesos;

una frecuencia de búhos, donde todo es estática.



De Dones (Lumen, 2013)
Traducción de Juan Antonio Montiel

martes, 30 de julio de 2013

Kenneth Rexroth - Réquiem por los españoles muertos



Las grandes constelaciones geométricas del invierno
Se elevan sobre la Sierra Nevada,
Yo camino bajo las estrellas, mis pies sobre la tierra familiar.
Mis ojos siguen las luces de un avión,
Rojas y verdes, brillando hacia el fondo de las Hiadas.
El sonido de los motores se acrecienta, se agudiza, se desvanece,
Es finalmente inaudible, y las luces desaparecen
En la neblina del sudeste bajo los pies de Orión.

Mientras el sonido desaparece siento frío, y me enfermo
Gracias a un pensamiento que me invade. Veo a España
Bajo el ventoso cielo negro, la nieve cayendo débilmente,
Brillando y posándose sobre la pálida meseta,
Y los hombres esperando, aferrados los unos a los otros, con frío, apiñados,
Mientras un avión desconocido para sobre ellos. Vuela hacia el sudeste
Hacia la neblina sobre las líneas enemigas,
Unos destellos aparecen cerca del horizonte, bajo el avión.
Al desaparecer la tierra se estremece
Y el sonido llega débilmente. Los hombres se relajan por un momento
Y luego vuelven a preocuparse mientras sus pensamientos los vuelven a invadir.

Veo los libros que no se escribieron, los experimentos no hechos,
Los cuadros no pintados, las vidas interrumpidas
Echadas en tumbas con la bandera roja sobre ellas.
Veo los inteligentes cerebros grises destrozados y con sangre coagulada,
Cada uno echado a su oscuridad, inútil en la tierra.
Solo sobre la cima de un cerro en San Francisco estoy de pronto
Atrapado en una pesadilla, la carne muerta
Amontonándose sobre la mitad del mundo ejerce presión sobre mí.

Luego, primero baja y después rica y con mucho cuerpo,
Escucho la voz de una mujer joven que canta.
Los inmigrantes de la esquina están
En el velorio de su hijo mayor, un camión sin chofer
Se deslizó por el empinado cerro y lo mató,
Muchas voces se adhieren al canto.
Orión se mueve hacia el oeste sobre el meridiano,
Rigel, Bellatrix, Betelgeuse, marchan en orden,
La gran nebulosa tenuemente brillando sobre su lomo.



De La señal de todas las cosas (Editorial Universitaria, 2004)
Traducción de Marcelo Pellegrini & Armando Roa Vial

jueves, 18 de julio de 2013

Claudio Magris - El mal absoluto


(fragmento)

Es raro encontrar el mal puro, absoluto y gratuito, sin que lo hayan manchado esas escorias de humanidad que están presentes en casi todas las acciones de los hombres, incluso en las más brutales. El gesto del asesino más abyecto y cruel se entremezcla a menudo con sentimientos, miedos, debilidades, contradicciones, coincidencias, casualidades que ciertamente no atenúan su culpa ni lo excluyen de la necesidad de una condena y un castigo, pero lo entrelazan a la incertidumbre, a la ambigüedad de la condición humana. Con mucha frecuencia el Mal, escrito con mayúscula, ejerce una seducción vulgar, como una telenovela en technicolor; parece más interesante, pero en realidad es mucho más trivial y retórico que el bien, el cual, en cambio, es difícil y azaroso, más complejo, carente de prejuicios y requiere valentía, fantasía, originalidad.
    Rara vez  la literatura ha sido capaz de realizar una representación adecuada del mal, con excepción, claro está, de algunos escritores, sobre todo clásicos, realmente despiadados y objetivos cuando han tenido que representar la crueldad de la vida. La literatura que pretende tomar una actitud cínica y parece chapotear complacida en la sangre y el horror, no deja correr sino jugo de tomate y bajo la ostentosa matanza no hace más que profesar buenos sentimientos.
    El otro día, sin embargo, me topé por casualidad con un testimonio del mal absoluto. Es una carta dirigida a Himmler, fechada el 13 de abril de 1942 y escrita por la señora Nini Rascher, esposa del doctor Siegmund Rascher, Hauptsturmführer de las SS, el médico que en el campo de concentración y exterminio de Dachau utilizaba a prisioneros —sobre todo judíos y rusos— en horribles experimentos mortales, especialmente de compresión y descompresión atmosférica y de congelación, seguidos de intentos de “revivificación” al contacto con los cuerpos desnudos de detenidas que eran transportadas desde Ravensbrück con este objetivo y que luego eran eliminadas. Estas y otras actividades semejantes habían encontrado, por el celo con el que eran ejecutadas, un especial aprecio de Himmler, el cual les envió al médico y a su familia, en ocasión de día de Pascua, chocolates.
    En su carta, la señora Nini Rascher le agradece a Himmler los chocolates, de los que —dice— su esposo es muy goloso. No es extraño, claro está, que la esposa de un médico torturador le agradezca al torturador en jefe el envío de este sabroso regalo, raro y precioso en los duros tiempos de la guerra; y ciertamente nadie espera que la señora eleve su voz para protestar en contra de los experimentos. No obstante, uno se esperaría que la señora Nini se detuviese allí, que le agradeciese los chocolates y formulase sus más respetuosos saludos. Nadie, ni siquiera Himmler, le pide más. La señora Nini, por el contrario, prosigue complacida hablando de los apreciados experimentos realizados por su esposo despedazando seres humanos durante la semana de Pascua que recién acaba de terminar, y trabajando sólo en estos “experimentos” —escribe— “que, en cambio, el doctor Romberg realizó con demasiadas limitaciones y demasiada compasión”.
    Estas palabras son una epifanía del mal puro y gratuito. El doctor Romberg también era, claro está, un médico nazi dedicado a perpetrar esos experimentos infames y esas atroces torturas; por lo que parece, sólo lo asaltaban pequeños titubeos para asesinar, era un poco menos arrojado y decidido que el médico Rascher, quizá sencillamente porque era de un temperamento menos desbordante, así como también entre los borrachos y erotómanos hay quienes se cansan un poco antes.
    La señora Nini escribió estas palabras en plena libertad; nadie hubiera dudado de su fe nazi si no las hubiese dicho, si se hubiese limitado a agradecer los chocolates. En ese momento ella sobresale, más que todos, en el mal. Resulta más infame que su esposo, que Himmler, que los otros esbirros del exterminio y los asesinos que, en los más diversos lugares de la tierra y a lo largo de la historia, ejercitan su crueldad sobre sus semejantes.
    Mientras realiza su delito, el asesino se encuentra en los engranajes de una máquina monstruosa; obviamente eso no lo justifica en lo más mínimo y es más que justo que, por ejemplo, el doctor Schilling, que en Dachau les inoculaba malaria a los prisioneros, haya terminado en la horca; pero la maldad del doctor Rascher es un mysterium iniquitatis menos puro que el de su esposa.
    Toda una historia —ciertamente miserable y criminal— llevó culpablemente al doctor Rascher a ser un verdugo peor que el doctor Romberg; las palabras de la señora Nini, en cambio, brotan directa y deliberadamente de su corazón, de su amor radical y total por el mal. Alegrarse por un delito puede ser a veces peor, más vil y más gratuito que cometerlo. Si alguien de forma sincera y genuina se alegrase por las torturas que les infería Mengele a sus víctimas, sería incluso peor que él.
    Misterio de la ignominia, dicen las Escrituras. Quizás el misterio más grande es cuando el mal alcanza tales dimensiones hasta convertirse en un absoluto y desinteresado fin en sí mismo.  



De El tallo entre las piedras (Cal y Arena, 2007)
Traducción de María Teresa Meneses

jueves, 11 de julio de 2013

Cuatro poemas de William Ospina



CIERVOS

Sobre la luna hay muchos ciervos, pero sólo uno es rojo.
Los ciervos son blancos querrían destruirlo, porque temen
que esa mancha sangrienta en la noche despierte a los demonios.
Pero los demonios sólo fingen dormir.



HAIKU DE HIROSHIMA

Todas las hojas
de diez largos otoños
en un instante.



EL GEÓLOGO

Aquí hubo un mar hace un millón de años.
El hombre no lo sabe, mas la piedra se acuerda.
Pártela: hay un cangrejo en sus entrañas,
todo de piedra ya, forma magnífica
que se negó a ser polvo.
Ante el peñasco y el guijarro, piensa
que acaso fueron seres dolorosos,
sangre y pulmones palpitantes.
Entre la ciega roca
y el trémolo extasiado de la salamandra
tan sólo hay tiempo.



LOS VERDES TIGRES DEL MAR

Nadie sino yo los ha visto. A nadie le he contado que existen.
Volverían a decir que estoy loco, que mi madre murió en el asilo,
que mi padre era un borracho sin remedio.


De Poesía (Norma, 2008)