martes, 21 de julio de 2020

Eliot Weinberger - Changs



Chang Chih-ho, en el siglo VIII, perdió su puesto al servicio del Emperador y se retiró a las montañas. Se dedicó a la pesca, pero nunca utilizaba cebo, su objetivo no era atrapar peces.


Chang Tsai, en el siglo III, fue secretario del heredero forzoso al trono. Su fealdad era tan extrema que los niños lo apedreaban siempre que salía al exterior.


Chang Chio, en el siglo II, se llamó a sí mismo el Dios Amarillo y encabezó un ejército de trescientos sesenta mil acólitos, todos ellos ataviados con turbantes amarillos. Derrocaron a la dinastía Han.


Chang Chao, uno de los Cinco Hombres de Letras, se cayó del caballo en el siglo xviii, pero dejó impresionado al Emperador al continuar escribiendo poemas con la mano izquierda.


Chang Chen-chou, en el siglo VIII, era conocido por su inigualable rectitud. Con motivo de ser nombrado gobernador de Shu-chou, celebró un banquete para todos sus amigos y parientes, les obsequió espléndidos regalos de seda y dinero, y después, con lágrimas en los ojos, les anunció que a partir de aquel momento jamás podría volver a verlos.


Chang Seng-yu, en el siglo VI, pintó dos dragones sin ojos en el Templo de la Paz y la Dicha y advirtió a todos que la pintura nunca debía ser completada. Un escéptico terminó de pintar los ojos, y los muros del Templo se derrumbaron mientras los dragones alzaban el vuelo.


Chang Chung, en el siglo XIV, era un filósofo que vagaba por las montañas como un salvaje y siempre llevó un gorro de hierro.


Chang Ch’ien, en el siglo II a.C., fue el primer chino en viajar hacia poniente. Lo capturaron en Bactria y estuvo preso diez años, antes de huir a Fergana. De allí trajo las primeras nueces y uvas cultivadas, el bambú nudoso y el cáñamo, así como el arte de hacer vino.
     Este mismo Chang Ch’ien viajó tanto que se creyó que había descubierto el nacimiento del río Amarillo, el cual mana de la Vía Láctea: después de seguir río arriba durante muchos meses, llegó a una ciudad donde vio a un joven llevando un buey al abrevadero y a una joven hilando. Preguntó qué lugar era ése, y la muchacha le entregó una lanzadera indicándole que se la mostrara al célebre astrónomo Yen Chun-p’ing. Tras el regreso de Chang, el astrónomo reconoció la lanzadera como propiedad de la Hilandera, la constelación de la Lira, y dijo que, en el mismo instante en que Chang había entrado en la extraña ciudad, él había reparado en una estrella errante que cruzaba el cielo entre la Hilandera y el Boyero.


Chang Ch’ao, en el siglo XVII, afirmó: «Las flores deben tener mariposas, las montañas, arroyos; las rocas, musgo; el océano, algas; los árboles viejos, enredaderas; y la gente, obsesiones».


Chang Ch’ang, un erudito y gobernador del siglo I a.C., tenía por costumbre pintarle personalmente las cejas a su mujer. Cuando el Emperador le preguntó el motivo, Chang respondió que las mujeres conceden a las cejas la mayor importancia.


Tanto Chang Cho, en el siglo VIII, como Chang Chiu-ko, en el siglo XI, recortaban mariposas de papel que revoloteaban a su alrededor y después volvían a sus manos.


Chang Chu, un poeta del siglo XIII, escribió el verso: «El cataclismo de las ovejas rojas», que nadie ha podido explicar jamás.


Chang Hsu-ching, un taoísta, obtuvo nadie sabe exactamente cuándo el elixir de la vida, y descubrió que los tigres le obedecían a su antojo.


Chang Jen-hsi, en el siglo XVIII, escribió un tratado sobre la tinta.


Chang Li-hua, en el siglo VI, era la concubina favorita del Emperador y se hizo célebre por la belleza de su cabello, que medía más de dos metros de largo.


Chang Jung, un poeta del siglo V, fue obsequiado por un sacerdote taoísta con un abanico hecho de plumas blancas de garceta, y el sacerdote le dijo que a la gente rara hay que ofrecerle cosas raras. El Emperador declaró que el reino no podía prescindir de un hombre como Chang Jung, pero que tampoco podía tener a dos como él.


Chang Hsun resistió con valentía el sitio de Sui-yang en el año 756 y, cuando las provisiones comenzaron a escasear, sacrificó incluso a su concubina predilecta, pero fue en vano. Su furor patriótico lo llevó a apretar los dientes con tanta rabia que, tras su ejecución, se descubrió que no le quedaba ninguno.


Chang Fang-p’ing, en el siglo XI, fue un prolífico escritor que nunca redactó un solo borrador.


La familia de Chang Kung-i, en el siglo vii, era célebre por sus nueve generaciones de vida armoniosa. Cuando el Emperador preguntó cómo había sido posible, Chang Kung-i pidió pluma y papel y escribió la palabra «paciencia» una y otra vez.


Chang Kuo fue uno de los Ocho Inmortales del siglo VII. La Emperatriz envió a un mensajero para convocarlo a su corte, pero cuando el mensajero llegó, Chang ya había muerto. Más tarde Chang apareció de nuevo y la emperatriz envió a otro mensajero, quien sufrió un desvanecimiento que duró años. Un tercer mensajero sí tuvo éxito, y Chang divirtió a la corte haciéndose invisible y bebiendo veneno, pero se negó a que su retrato fuera colocado en el Salón de los Notables.


Chang I, en el siglo II, escribió una enciclopedia miscelánea. Chang K’ai, en el mismo siglo, podía hacer que la niebla se disipara.


Chang Ying, en el siglo XVII, fue el lector oficial del Emperador.


Chang Tsu, en el siglo VII, era demasiado crítico y siempre se metía en líos, pero se decía que sus ensayos eran como mil monedas de oro elegidas entre mil monedas de oro. Esto significaba que todos ellos eran muy preciados.


Chang Ying-wen, en el siglo XVI, nunca pudo aprobar los exámenes, pues únicamente pensaba en antigüedades. Por fortuna se convirtió en un gran entendido.


Cuando Chang Shao murió (en la época de la dinastía Han), se le apareció en sueños a su mejor amigo, Fan Shih. Fan se dirigió de inmediato al funeral, a muchas provincias de distancia. Durante varias semanas nadie consiguió levantar el ataúd de Chang, hasta que Fan llegó montado en un caballo blanco, vestido de luto.


Chang Huang-yen, el último partidario de la dinastía Ming en el siglo XVII, se retiró a una isla desierta, donde adiestró a los monos para que le advirtieran de la proximidad del enemigo.


Chang Tsao, en el siglo IX, solía pintar árboles utilizando al mismo tiempo un dedo y el cabo desgastado de un pincel: el uno para la materia viva, el otro para las ramas secas y las hojas caídas.


Chang Hua, en el siglo III, dedicó al chochín una famosa rapsodia o poema en prosa rimada (fu): El chochín es un pájaro muy pequeño. Se alimenta únicamente de unos pocos granos, hace su nido en una sola rama, no puede volar más que unos pocos metros, apenas ocupa espacio y no hace daño. Sus plumas son grises; no es útil a la especie humana, pero también recibe la fuerza de la vida. Los patos y los gansos pueden volar hasta las nubes, pero son abatidos con flechas, pues tienen mucha carne. Los martines pescadores y los pavos reales deben morir porque su plumaje es hermoso. El halcón es fiero, pero se le mantiene atado; el loro es inteligente, pero se le encierra en una jaula, donde se lo obliga a repetir las palabras de su amo. Sólo el pequeño chochín, feo y sin ningún valor, es libre.


Chang Hua, como muchos poetas, no se escuchaba a sí mismo. Provenía de una familia respetable venida a menos. En su juventud había sido cabrero, pero su inteligencia era tan notable que consiguió desposar a la hija de un prominente funcionario y se le designó erudito en el Ministerio de Ceremonias. Después fue nombrado compilador adjunto, luego caballero de los Escritores de Palacio, y el Emperador a menudo le consultaba sobre asuntos rituales y protocolarios. En el año 267 se le concedió el título de marqués de los Pasos, y en el 270 inventó un sistema de organización y catalogación de la Biblioteca Imperial que se empleó durante siglos. Llegó a ser marqués de Guangwu y gobernador militar de Yuchou. En el 287, la parhilera del Gran Salón del Templo Imperial de los Antepasados se vino abajo, y Chang, a la sazón director del Ministerio de Ceremonias, fue apuntado como responsable del accidente y cayó en desgracia. Unos años más tarde, con la subida al trono del nuevo Emperador, Chang volvió a la corte y ocupó diversos cargos: grande de los Justos de la Casa Imperial, capataz de los Maestros de la Escritura, duque de Chuangwu y, el más alto, ministro de Obras. En el 299 se descubrió su participación en intrigas de palacio y rehusó unirse a lo que acabaría siendo un exitoso golpe de estado. Él y todos sus hijos y los hijos de éstos fueron ejecutados.


De Algo elemental (Traducción de Aurelio Major)

lunes, 20 de julio de 2020

Roque Larraquy - Informes sobre ectoplasma animal


Mono Albino

Montevideo, 1940

 

El 31 de diciembre de 1939 un mono albino escapa de un barco amarrado en el puerto de Montevideo. Por la marcas en sus manos, y por su habilidad para romper la cerradura de una puerta de la iglesia y subir al campanario donde se refugia, los vecinos deducen que es un animal amaestrado.

A la hora del nuevo año el párroco acciona la campana con su peso, ignorando que el mono cuelga del carillón. 1940 comien.za con el sonido de un cráneo roto. Desde entonces el espectro del mono reaparece periódicamente como una mancha nocturna.

Para conseguir su imagen se sigue el procedimiento habitual: series de veintidós ectografías por segundo disparadas en automático, con el ectografista en puntas de pie sobre una placa de cesio en frío. Se obtienen seis segundos de giroscopio en los que el mono camina erguido como un ser humano.

 

 

Viñedo

General Alvear, Mendoza, 1947

 

El ectografista Martín Rubens recorre un viñedo de noche, sin linterna; sabe que los lugares abiertos suelen ser ricos en espectros animales. Un perro etérico, pequeño, asoma a sus pies. Rubens casi tropieza con él; trata de no pisarlo, pero no es posible porque el perro literalmente  le brota de la pierna.

Sentir algo ajeno en su cuerpo produce en Rubens la necesidad de huir. La obedece. De todos modos realiza más de cien tomas en automático a lo largo del recorrido. En giroscopio se obtienen cinco segundos en los que el perro dirige la huida de ambos como si el miedo le fuera propio y siempre hubiera sido un pie.

 

 

Cardumen

Buenos Aires, 1947

El horizonte de la pampa es plano porque imita la superficie del mar que lo cubrió durante millones de años. Al irse, el agua deja un tendal de muerte marina que sirve de alimento a los animales de tierra. Cuando llegan los hombres no construyen casas en piedra, porque creen que el mar volverá tarde o temprano. Estos hombres son borrados por otros que hacen la ciudad. Crece el entusiasmo vertical. El edificio Alas (ex Atlas, Agrupación de Trabajadores Latinoamericanos Sindicalizados S.A.), a cargo de la Secretaría de Aeronáutica, se inaugura en 1957 como el más alto de Buenos Aires. Tiene la mejor vista del Río de la Plata, que en su extensión también parece un mar.

A fines de ese mismo año los empleados declaran dificultades para respirar en los ascensores. La empresa Electra limita de doce a ocho personas la capacidad de carga. Sin solución a la falta de aire, algunos empleados comienzan a subir los cuarenta pisos por escalera. El 2 de noviembre la secretaria Norma Oliden se rompe una pierna; los testigos del accidente quedan fascinados por la lentitud de su caída y nadie atina a sujetarla.

En las oficinas se ven peces momentáneos. El 8 de noviembre Julio Heiss registra la imagen de un contador huyendo del edificio con un erizo de mar clavado en la rodilla.

Heiss cree (Rubens lo descalifica duramente) que el caso no corresponde a la aparición del ectoplasma múltiple de un cardumen, sino al eco espectral de un océano completo.

 

 

Saki

Buenos Aires, 1953

 

Sobre este caso existe un informe más extenso que cumple con los requisitos del Nomenclador; esta es la versión que Martín Rubens escribió para su hijo:

Libre del celo, un gato castrado se vuelve ocioso y aprende a pensar. La puja territorial de los reproductores le provoca indiferencia. También lo que ocurre fuera de los límites de su departamento. Mientras vive, Saki prefiere tirarse sobre el escritorio, mirar a su dueño que escribe  y mantenerse cerca de la música. Intercambia sonidos con  una gata que duerme en el jardín del edificio, pero no sale a su encuentro. Envejece y muere sin verla.

Por la noche el espectro de Saki mira sin nostalgia la ventana de su hogar perdido. La mira desde el jardín, subido a un árbol del cual ya no baja, titilando entre los 2 y 6 watts. El brillo encandila a la gata, la estimula a seducirlo; él la ignora. Quiere sentir el frío de estar muerto al aire libre. Podría proyectarse en otro sitio en cualquier momento, pero el mundo es demasiado grande para su curiosidad.

 

 

Caballos invertidos

Tornquist, 1940

 

Los cuerpos etéricos se manifiestan enteros o por partes, pero por lo general se atienen al formato y las proporciones de este mundo. Los escorpiones no adquieren, en su experiencia post mortem, el tamaño de un tractor.

Como documento excepcional, la Colección Solpe conserva una serie de ectografías de una planicie donde, por falla de calibración óptica entre sectores de éter, los espectros aparecen invertidos. Son caballos en fulgor de 3 a 5 watts cuyas patas asoman desde el suelo: en giroscopio se las puede ver practicando pasos de carrera.



De Informe sobre ectoplasma animal (Eterna Cadencia, 2014)


miércoles, 8 de julio de 2020

Rebecca Solnit - Fragmentos sobre el arte de perderse





Deja la puerta abierta a lo desconocido, la puerta tras la que se encuentra la oscuridad. Es de ahí de donde vienen las cosas más importantes, de donde viniste tú mismo y también a donde irás.





La labor de los artistas es abrir puertas y dejar entrar las profecías, lo desconocido, lo extraño; es de ahí de donde proceden sus obras, aunque su llegada marque el comienzo del largo y disciplinado proceso mediante el cual las hacen suyas. También los científicos, como señaló en una ocasión J. Robert Oppenheimer, «viven siempre “al borde del misterio”, en la frontera de lo desconocido». Pero los científicos transforman lo desconocido en conocido, lo capturan como los pescadores capturan los peces con sus redes; los artistas, en cambio, te adentran en ese oscuro mar.





Perderse: una rendición placentera, como si quedaras envuelto en unos brazos, embelesado, absolutamente absorto en lo presente de tal forma que lo demás se desdibuja.





Aquello cuya naturaleza desconoces por completo suele ser lo que necesitas encontrar, y encontrarlo es cuestión de perderse. La palabra lost, «perdido», viene de la voz los del nórdico antiguo, que significa la disolución de un ejérci- to. Este origen evoca la imagen de un grupo de soldados rompiendo filas para volver a casa, una tregua con el ancho mundo. Algo que me preocupa hoy en día es que muchas personas nunca disuelven sus ejércitos, nunca van más allá de aquello que conocen.





Me encanta salirme del camino, ir más allá de lo que conozco y encontrar el camino de vuelta recorriendo unos cuantos kilómetros más, por un sendero diferente, con una brújula que discute con un mapa, con las indicaciones contradictorias y poco rigurosas de desconocidos. Esas noches sola en moteles de pueblos perdidos del oeste del país donde no conozco a nadie y nadie que me conozca sabe dónde estoy, noches transcurridas en compañía de cuadros extraños, colchas de flores y televisión por cable que me ofrecen un descanso temporal de mi propia biografía […] Esos momentos en que mis pies o mi coche rebasan la cresta de una colina o salen de una curva y me digo que es la primera vez que veo este sitio. Esas ocasiones en que algún detalle arquitectónico o alguna vista en la que no me había fijado en todos estos años me dicen que nunca he sabido realmente dónde estaba, ni siquiera cuando estaba en mi propia ciudad. Esas historias que hacen que lo familiar se vuelva otra vez extraño, como las que me han revelado paisajes perdidos, cementerios perdidos, especies perdidas alrededor de mi propia casa. Esas conversaciones que hacen que todo lo demás desaparezca. Esos sueños que olvido hasta que me doy cuenta de que han influido en todo lo que he sentido y hecho a lo largo del día. 





La pregunta, entonces, es cómo perderse. No perderte nunca es no vivir, no saber cómo perderte acaba contigo, y en algún lugar de la terra incognita que hay entre medias se extiende una vida de descubrimientos. 





Realmente el concepto de perdido tiene dos significados diferentes. Perder cosas tiene que ver con la desaparición de lo conocido, perderse tiene que ver con la aparición de lo desconocido. Hay objetos y personas que desaparecen de tu vista, tu conocimiento o tu propiedad: pierdes una pulsera, un amigo, la llave. Sigues sabiendo dónde estás tú. Todo lo que te rodea resulta conocido, pero hay una cosa de menos, un elemento que falta. O bien te pierdes tú, y en ese caso lo que ha sucedido es que el mundo se ha vuelto mayor que tu conocimiento del mismo. En ambos casos se produce una pérdida de control.





Desde hace muchos años me ha conmovido el azul del extremo de lo visible, ese color de los horizontes, de las cordilleras remotas, de cualquier cosa situada en la lejanía. El color de esa distancia es el color de una emoción, el color de la soledad y del deseo, el color del allí visto desde el aquí, el color de donde no estás. Y el color de donde nunca estarás. Y es que el azul no está en ese punto del horizonte del que te separan los kilómetros que sean, sino en la atmósfera de la distancia que hay entre tú y las montañas. «Anhelo —dice el poeta Robert Hass—, porque el deseo está lleno de distancias infinitas». El azul es el color del anhelo por esa lejanía a la que nunca llegas, por el mundo azul.





Tratamos el deseo como si fuera un problema que hay que resolver; nos centramos en aquello que deseamos y ponemos la atención en lo deseado y en cómo conseguirlo en lugar de en la naturaleza y la sensación del deseo, pero a menudo es la distancia que existe entre nosotros y el objeto del deseo lo que llena el espacio entre ambos con el azul del anhelo. A veces me pregunto si, con un ligero ajuste de la perspectiva, podríamos valorar el deseo como una sensación en sí misma, ya que es tan inherente a la condición humana como lo es el azul a la distancia; si podemos contemplar la distancia sin querer recortarla, abrazar el anhelo igual que abrazamos la belleza de ese azul que no se puede poseer. Y es que, como sucede con el azul de la distancia, la consecución y la llegada solo trasladan ese anhelo, no lo satisfacen, igual que cuando llegas a las montañas a las que te dirigías estas han dejado de ser azules y el azul ha pasado a teñir las que se encuentran detrás. Aquí se encuadra el misterio de por qué las tragedias son más hermosas que las comedias y por qué algunas canciones e historias tristes nos producen un inmenso placer. Siempre hay algo que está lejos.





Una ciudad se construye de tal manera que se asemeje a una mente consciente, una red capaz de calcular, administrar, producir. Las ruinas se convierten en el inconsciente de una ciudad, en su memoria, en sus territorios ignotos, sombríos, desaparecidos, y es en ellas donde verdaderamente cobra vida.





En los sueños no se pierde nada. Las casas de la infancia, los muertos, los juguetes que habían desaparecido: todo aparece con una nitidez que la mente es incapaz de alcanzar en la vigilia. Lo único que está perdido en los sueños eres tú mismo, que vas deambulando por un terreno donde incluso los lugares más familiares no acaban de ser ellos mismos y conducen a lo imposible.





Lo natural es que las cosas se pierdan, no al contrario. Pensemos en los pocos sueños que se han salvado del compost del tiempo (de entre los cientos de miles de millones que se han tenido desde que surgió el lenguaje para describirlos), en los pocos nombres, los pocos deseos, incluso las pocas lenguas, pensemos en que ignoramos qué idiomas hablaban quienes erigieron los monumentos megalíticos de Gran Bretaña e Irlanda o qué significado tenían esas piedras, en que no sabemos mucho sobre la lengua de los gabrielanos de Los Ángeles o de los miwoks de Marin, en que desconocemos cómo o por qué se dibujaron las enormes figuras en el suelo del desierto de Nazca, en Perú, en que no sabemos gran cosa ni siquiera sobre Shakespeare o Li Po. Es como si convirtiéramos la excepción en la norma y creyéramos que las cosas se van a conservar y no que mayormente se van a perder. Que deberíamos poder encontrar el camino de vuelta siguiendo el rastro de los objetos que hemos ido dejando por el camino, como Hansel y Gretel en el bosque, que los objetos nos llevarán hacia atrás en el tiempo e iremos deshaciendo todas las pérdidas por un sendero de objetos perdidos que empieza con las gafas y termina con los juguetes y los dientes de leche. La realidad, en cambio, es que la mayoría de los objetos se encuentran en las constelaciones secretas del pasado irrecuperable y solo regresan en los sueños, donde lo único que está perdido es la persona que sueña.





De Una guía sobre el arte de perderse (Capitan Swing, 2020)
Traducción de Clara Ministral