viernes, 19 de octubre de 2012

László F. Földényi - El arte del riesgo



El riesgo más grande de todos es la vida misma: esa oportunidad única que no se puede repetir o extender. Esto nunca ha sido más cierto como en nuestro propio siglo, con su constante sucesión de crisis. Y precisamente esto explica los enormes esfuerzos —sin precedentes— que los guardianes de nuestras instituciones civilizadas han hecho para evitarnos la perenne e ineludible experiencia del riesgo. Nuestra civilización aspira a hacerlo todo explícito; quiere encontrarle a todo una respuesta; ve al universo como una infinita aglomeración de objetos, donde cada uno tiene la posibilidad de llegar a ser comprendido eventualmente (¡qué acercamiento tan gastado y pueril comparado con el universo mágico que previamente había sido nuestra experiencia por miles de años!). Nos es entonces, impuesta, implícitamente la ilusión de que la vida es reembolsable y repetible. Nuestra civilización ya no se asemeja a un arsenal de posibilidades infinitas sino a un ente de censura cósmica que lucha por erradicar de la vida los elementos de verdadero riesgo: las experiencias de ahora o nunca. Por supuesto la civilización no alcanza a liquidarlas permanentemente; en el momento de morir, sino antes, disfrutamos de una libre e insubordinada experiencia del riesgo: la ausencia total de responsabilidades.

   Estos letales momentos de revuelta contra la existencia aspiran a una única pregunta: ¿Qué es la vida sino un único momento de riesgo, sin un Antes o un Después? Momentos de inquietud, momentos de puro deleite, momentos de goce, momentos de miedo, momentos de claridad imperturbable, que nos permiten participar en la experiencia de un riesgo extremo —a veces mortal— pero sin morir de él. Es uno de los fenómenos más típicos de la civilización actual el hecho de que instantes como estos sean devaluados y rechazados. Debido a la evolución de una concepción, cada vez más refinada y despótica de progreso, bajo los sucesivos disfraces de la cristiandad, de la evolución y aún de la “objetividad científica”, nuestra civilización se ha negado la magia del riesgo. Dándole la espalda al extrañamiento en que toda vida está inmersa; desconociendo la intensa libertad de poder sentir que se puede abstraer el futuro y a todas sus posibles consecuencias. Ha desterrado a todos aquellos que le son leales a lo Desconocido, y a quienes no insisten en sondear lo insondable con el fin de forjar ingeniosas construcciones e ideologías. Ha reprimido aún la idea de la muerte como aniquilación final.

   He aquí los frutos de una evolución que abarca dos milenios: pues hasta los primeros padres de la iglesia reaccionaron furiosamente contra cualquier mención de los Misterios: esas ceremonias donde la muerte era invocada. Y se armaron de infinitos sofismas cuando debatían con los Gnósticos. En la Edad Media, los escépticos, en efecto, fueron desquiciados; a los magos se los declaró charlatanes; y a los soñadores —a aquellos que se deleitaban en el momento— se les exilió. A medida que Dios empezaba a ser despersonalizado, cualquiera que confiara más en sus propias experiencias internas que en los preceptos de la ciencia, empezó a ser considerado idiota; cualquiera que desperdiciara su tiempo en reflexiones improductivas era visto como lunático, y cualquiera que mirara al pasado era llamado un esteta. Cualquiera que se sintiera cómodo en la selva institucional era un  irracionalista; cualquiera que decidiera no conformarse era un nihilista; alguien que decidiera comprimir su vida en un solo instante poderoso era un terrorista. Y sin embargo, una y otra vez, detrás de enclenques pantallas, emergen esos fulgurantes momentos cuando tiempo y espacio, cultura e historia, son aniquilados.  Y cuando nadie alivia al hombre del peso de su identidad.

   La civilización post-medieval, entonces, ha acudido a un proceso de amaestramiento: declaró el arte como un resguardo en el que el hombre puede, con presumible impunidad,  abandonarse a los deleites vertiginosos del momento y del riesgo. Miguel de Unamuno, , sin embargo, escribió que lo verdaderamente liberador del arte es que nos hace dudar de nuestra propia existencia. No es una coincidencia que haya sido un artista quien escribió esto, porque sólo los artistas pueden decir estas cosas con genuina impunidad —siempre y cuando sea capaces de hacerlo, y mientras los guardianes de la civilización no busquen sus látigos para conducir al arte al corral del utililitarismo—. Teniendo en cuenta para lo anterior que la civilización mencionada es una que se orienta hacia el futuro; una que se somete a las pruebas del tiempo y de la computación; una que descansa sobre una compleja red de instituciones, sería sorprendente que las cosas fueran de otro modo. Porque la intensidad del momento del riesgo desviste al mundo y descubre la desolación e inutilidad de todo; demuele la fe; y por encima de lo anterior nos presenta al todo, nos presenta al todo extendido y abierto a lo incomunicable, a lo incircunscribible.

   Tal experiencia es una experiencia subversiva: abre la vía a pensamientos de muerte. Ofrece profundas automiradas (la iluminación); profundas porque no pueden ser sistematizadas. Resiste a todos los esfuerzos de institucionalización y ninguna ideología puede ser forjada a partir de ella.

   La “verdadera liberación” consiste en provocar la experiencia del riesgo. Por esto no podemos vivir sin el arte. Poniéndolo de otro modo: un producto artístico sólo puede ser descrito verdaderamente como una obra de arte cuando es capaz de provocar la experiencia del riesgo y de esa forma incitar al hombre —cuyas añoranzas universales se vuelven más apasionadas a medida que descubre la transitoriedad de la vida— a la revuelta. Es en el ansia de libertad y en la naturaleza imposible de tal anhelo, donde se da la coexistencia de los dos impulsos que dan vida a una obra de arte. Esto es lo que hace de la obra algo dramático ya sea en su manifestación de poema, de partitura musical, de un objeto modelado, o de una pintura. La obra genera el ansia por lo imposible. ¿O será, tal vez, que viene como un emisario de lo imposible?

   Una verdadera obra de arte es, por lo tanto, indomable. No importa con la seguridad con que esté instalada en un museo, ella puede seguir siendo amenazante como una fiera  enjaulada. Puede ignorar sistemas de alarma, eludir celdas fotoeléctricas y lanzarle un zarpazo ágil y certero a su presa. Irradia el ansia por la sublevación: una sublevación a la que no le importa nada, una revuelta que no busca bondad, verdad, armonía o unidad, una rebelión que no quiere límites y por eso tiende hacia lo imposible. “No me puedo interesar en cualquier actividad intelectual que no comience por denunciar los logros frívolos de las así llamadas ciencias exactas; o en cualquier entusiasmo revolucionario que no se concentre PRIMERA y PRIMORDIALMENTE en el hombre, en su naturaleza apasionada y en los secretos de la vida y la muerte” escribió André Masson en una de sus cartas.

   Compromiso con el momento de riesgo, contemplación de la muerte como una amenaza constante y, como resultado, la pasión —que no siempre tiene que ser algo necesariamente atractivo— esto hace de la obra de arte una fiera depredadora, una rebelde cuya causa es lo imposible. Lo que emerge de la obra es el conocimiento de la fragilidad de la existencia humana, , y esta se ve acompañada por la fortaleza que nace de este conocimiento: la fortaleza de desear lo imposible. Lo imposible es el mayor discurso que mueve al hombre, inclusive si este parece estar trabajando dentro de los límites de lo posible. “Lo inconcebible” escribió Blaise Pascal, “no necesariamente deja de existir”. La obra de arte es rebelde en el sentido de invocar lo imposible y de darle circulación.

   Tarde o temprano, lo desconocido consigue entrometerse, como un parásito, en el mundo de lo supuestamente conocido. Es por esto que tomar riesgos es vital; de otra forma toda actividad humana se asfixia en el aburrimiento. Así como también se asfixia cualquier obra de arte cuyo artífice se encargue de llenar previas expectativas y demandas. Sin embargo, ¡cuán raro es encontrar un artista dispuesto a tomar riesgos! Cada vez más los artistas parecen olvidar que la fuerza de la obra no está en lo que el pintor pinta, el escultor modela, el compositor compone o el poeta articula, sino en lo que rodea esas pinceladas, formas, notas y letras: lo mudo, lo invisible, lo inaudible. Una obra nos detiene porque algo no visto e inexpresable la rodea. Una obra nos sobrecoge cuando irradia las incomunicables e irretratables fuerzas que la someten en servidumbre. Nos incomoda cuando percibimos que la lucha de artista es en vano, aunque esté de alguna manera tratando de expresar lo inexpresable. Toda obra busca trascenderse: procura agarrar y someterse a una forma, la cual es responsable de la existencia de la forma misma. Esta desesperada lucha explica por qué ninguna obra de arte podrá jamás satisfacer totalmente a un hombre; entre más “grande” es la obra más sentimos que está apoyada en lo imposible: en una reticencia  a aceptar la fragmentada y transitoria naturaleza de la vida.

   Lo que trae a una obra a la vida es la falta de paz. El artista nunca sentiría necesidad de crear si el mundo fuera uno con él y él fuese uno con el mundo. Podríamos decir que toda gran obra de arte manifiesta una aventura vana: aspira a fundirse con su imagen negativa, reparando entonces la grieta la que debe su origen. Una obra deviene auténtica no por mostrar lo que es la falta de paz, sino por sugerir esa misma falta. La obra se convierte en lo que es a pesar de sí misma: se convierte en su propio antagonista. El aire de una amenazante fiera enjaulada es enteramente natural, pues el conflicto es inherente a la obra desde su momento de creación.

   Paradójicamente, una gran obra transmite un aroma de satisfacción, no por neutralizar el permanente sentimiento de lo imposible, sino por escoger pelear con él: una pelea que nunca puede ser ganada. El hombre es aplastado por lo imposible, igual que Saúl en el camino a Damasco fue aplastado por la visión de Dios. Sólo el artista se atreve a dar pelea; o de otra manera, cualquiera que pelea se convierte en artista, aun si la pelea no toma necesariamente una forma artística. El artista lucha contra lo imposible, igual que Jacob luchó con el Dios invisible; pero lo que él logra —la obra de arte— es en sí misma una nueva manifestación de lo imposible. En la obra de arte, el mundo —el material del artista— es dislocado, como la cadera de Jacob. Un eterno quebrantador, un insoportable monstruo parece habitar toda gran obra de arte; un invisible ángel de la destrucción. El artista se deleita en la batalla, pero su deleite en sí mismo es un nuevo giro de lo imposible: es indistinguible del vértigo, de la pérdida del equilibrio.
En estos momentos turbulentos el Dios que una vez se pensó muerto es resucitado, pero desde el artista mismo. En los certeros momentos de lo que es llamado “inspiración”, él se acerca a la universal e impersonal naturaleza del arte: lo eternamente imposible que circunda, la nada que incita a la revuelta. Él (ella) no sería un artista si sus creaciones no transmitieran la consternación que todo esto le hace sentir; y no sería más que un plagiario del universo si cada pincelada (cada palabra, cada nota) no fuera dictada por un grito de dolor, que para muchos es el verdadero nombre de Dios. 


De Parkett 23   
Traductor: B. O.
       


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