El riesgo más grande de todos es la vida misma: esa
oportunidad única que no se puede repetir o extender. Esto nunca ha sido más
cierto como en nuestro propio siglo, con su constante sucesión de crisis. Y
precisamente esto explica los enormes esfuerzos —sin precedentes— que los
guardianes de nuestras instituciones civilizadas han hecho para evitarnos la
perenne e ineludible experiencia del riesgo. Nuestra civilización aspira a
hacerlo todo explícito; quiere encontrarle a todo una respuesta; ve al universo
como una infinita aglomeración de objetos, donde cada uno tiene la posibilidad
de llegar a ser comprendido eventualmente (¡qué acercamiento tan gastado y
pueril comparado con el universo mágico que previamente había sido nuestra
experiencia por miles de años!). Nos es entonces, impuesta, implícitamente la
ilusión de que la vida es reembolsable y repetible. Nuestra civilización ya no
se asemeja a un arsenal de posibilidades infinitas sino a un ente de censura
cósmica que lucha por erradicar de la vida los elementos de verdadero riesgo:
las experiencias de ahora o nunca. Por supuesto la civilización no alcanza a
liquidarlas permanentemente; en el momento de morir, sino antes, disfrutamos de
una libre e insubordinada experiencia del riesgo: la ausencia total de
responsabilidades.
Estos letales
momentos de revuelta contra la existencia aspiran a una única pregunta: ¿Qué es
la vida sino un único momento de riesgo, sin un Antes o un Después? Momentos de
inquietud, momentos de puro deleite, momentos de goce, momentos de miedo,
momentos de claridad imperturbable, que nos permiten participar en la
experiencia de un riesgo extremo —a veces mortal— pero sin morir de él. Es uno
de los fenómenos más típicos de la civilización actual el hecho de que
instantes como estos sean devaluados y rechazados. Debido a la evolución de una
concepción, cada vez más refinada y despótica de progreso, bajo los sucesivos
disfraces de la cristiandad, de la evolución y aún de la “objetividad
científica”, nuestra civilización se ha negado la magia del riesgo. Dándole la
espalda al extrañamiento en que toda vida está inmersa; desconociendo la intensa
libertad de poder sentir que se puede abstraer el futuro y a todas sus posibles
consecuencias. Ha desterrado a todos aquellos que le son leales a lo
Desconocido, y a quienes no insisten en sondear lo insondable con el fin de
forjar ingeniosas construcciones e ideologías. Ha reprimido aún la idea de la
muerte como aniquilación final.
He aquí los frutos
de una evolución que abarca dos milenios: pues hasta los primeros padres de la iglesia
reaccionaron furiosamente contra cualquier mención de los Misterios: esas
ceremonias donde la muerte era invocada. Y se armaron de infinitos sofismas
cuando debatían con los Gnósticos. En la Edad Media, los escépticos, en efecto,
fueron desquiciados; a los magos se los declaró charlatanes; y a los soñadores
—a aquellos que se deleitaban en el momento— se les exilió. A medida que Dios
empezaba a ser despersonalizado, cualquiera que confiara más en sus propias
experiencias internas que en los preceptos de la ciencia, empezó a ser considerado
idiota; cualquiera que desperdiciara su tiempo en reflexiones improductivas era
visto como lunático, y cualquiera que mirara al pasado era llamado un esteta.
Cualquiera que se sintiera cómodo en la selva institucional era un irracionalista; cualquiera que decidiera no
conformarse era un nihilista; alguien que decidiera comprimir su vida en un solo
instante poderoso era un terrorista. Y sin embargo, una y otra vez, detrás de
enclenques pantallas, emergen esos fulgurantes momentos cuando tiempo y
espacio, cultura e historia, son aniquilados.
Y cuando nadie alivia al hombre del peso de su identidad.
La civilización post-medieval,
entonces, ha acudido a un proceso de amaestramiento: declaró el arte como un
resguardo en el que el hombre puede, con presumible impunidad, abandonarse a los deleites vertiginosos del
momento y del riesgo. Miguel de Unamuno, , sin embargo, escribió que lo verdaderamente
liberador del arte es que nos hace dudar de nuestra propia existencia. No es
una coincidencia que haya sido un artista quien escribió esto, porque sólo los
artistas pueden decir estas cosas con genuina impunidad —siempre y cuando sea
capaces de hacerlo, y mientras los guardianes de la civilización no busquen sus
látigos para conducir al arte al corral del utililitarismo—. Teniendo en cuenta
para lo anterior que la civilización mencionada es una que se orienta hacia el
futuro; una que se somete a las pruebas del tiempo y de la computación; una que
descansa sobre una compleja red de instituciones, sería sorprendente que las
cosas fueran de otro modo. Porque la intensidad del momento del riesgo desviste
al mundo y descubre la desolación e inutilidad de todo; demuele la fe; y por
encima de lo anterior nos presenta al todo, nos presenta al todo extendido y
abierto a lo incomunicable, a lo incircunscribible.
Tal experiencia es una
experiencia subversiva: abre la vía a pensamientos de muerte. Ofrece profundas
automiradas (la iluminación); profundas porque no pueden ser sistematizadas.
Resiste a todos los esfuerzos de institucionalización y ninguna ideología puede
ser forjada a partir de ella.
La “verdadera
liberación” consiste en provocar la experiencia del riesgo. Por esto no podemos
vivir sin el arte. Poniéndolo de otro modo: un producto artístico sólo puede
ser descrito verdaderamente como una obra de arte cuando es capaz de provocar
la experiencia del riesgo y de esa forma incitar al hombre —cuyas añoranzas
universales se vuelven más apasionadas a medida que descubre la transitoriedad
de la vida— a la revuelta. Es en el ansia de libertad y en la naturaleza
imposible de tal anhelo, donde se da la coexistencia de los dos impulsos que
dan vida a una obra de arte. Esto es lo que hace de la obra algo dramático ya
sea en su manifestación de poema, de partitura musical, de un objeto modelado,
o de una pintura. La obra genera el ansia por lo imposible. ¿O será, tal vez,
que viene como un emisario de lo imposible?
Una verdadera obra
de arte es, por lo tanto, indomable. No importa con la seguridad con que esté
instalada en un museo, ella puede seguir siendo amenazante como una fiera enjaulada. Puede ignorar sistemas de alarma,
eludir celdas fotoeléctricas y lanzarle un zarpazo ágil y certero a su presa.
Irradia el ansia por la sublevación: una sublevación a la que no le importa
nada, una revuelta que no busca bondad, verdad, armonía o unidad, una rebelión
que no quiere límites y por eso tiende hacia lo imposible. “No me puedo
interesar en cualquier actividad intelectual que no comience por denunciar los logros
frívolos de las así llamadas ciencias exactas; o en cualquier entusiasmo
revolucionario que no se concentre PRIMERA y PRIMORDIALMENTE en el hombre, en
su naturaleza apasionada y en los secretos de la vida y la muerte” escribió
André Masson en una de sus cartas.
Compromiso con el
momento de riesgo, contemplación de la muerte como una amenaza constante y,
como resultado, la pasión —que no siempre tiene que ser algo necesariamente
atractivo— esto hace de la obra de arte una fiera depredadora, una rebelde cuya
causa es lo imposible. Lo que emerge de la obra es el conocimiento de la
fragilidad de la existencia humana, , y esta se ve acompañada por la fortaleza
que nace de este conocimiento: la fortaleza de desear lo imposible. Lo
imposible es el mayor discurso que mueve al hombre, inclusive si este parece
estar trabajando dentro de los límites de lo posible. “Lo inconcebible”
escribió Blaise Pascal, “no necesariamente deja de existir”. La obra de arte es
rebelde en el sentido de invocar lo imposible y de darle circulación.
Tarde o temprano,
lo desconocido consigue entrometerse, como un parásito, en el mundo de lo
supuestamente conocido. Es por esto que tomar riesgos es vital; de otra forma
toda actividad humana se asfixia en el aburrimiento. Así como también se
asfixia cualquier obra de arte cuyo artífice se encargue de llenar previas
expectativas y demandas. Sin embargo, ¡cuán raro es encontrar un artista
dispuesto a tomar riesgos! Cada vez más los artistas parecen olvidar que la
fuerza de la obra no está en lo que el pintor pinta, el escultor modela, el
compositor compone o el poeta articula, sino en lo que rodea esas pinceladas,
formas, notas y letras: lo mudo, lo invisible, lo inaudible. Una obra nos
detiene porque algo no visto e inexpresable la rodea. Una obra nos sobrecoge
cuando irradia las incomunicables e irretratables fuerzas que la someten en
servidumbre. Nos incomoda cuando percibimos que la lucha de artista es en vano,
aunque esté de alguna manera tratando de expresar lo inexpresable. Toda obra
busca trascenderse: procura agarrar y someterse a una forma, la cual es
responsable de la existencia de la forma misma. Esta desesperada lucha explica
por qué ninguna obra de arte podrá jamás satisfacer totalmente a un hombre;
entre más “grande” es la obra más sentimos que está apoyada en lo imposible: en
una reticencia a aceptar la fragmentada
y transitoria naturaleza de la vida.
Lo que trae a una
obra a la vida es la falta de paz. El artista nunca sentiría necesidad de crear
si el mundo fuera uno con él y él fuese uno con el mundo. Podríamos decir que
toda gran obra de arte manifiesta una aventura vana: aspira a fundirse con su
imagen negativa, reparando entonces la grieta la que debe su origen. Una obra
deviene auténtica no por mostrar lo que es la falta de paz, sino por sugerir esa
misma falta. La obra se convierte en lo que es a pesar de sí misma: se
convierte en su propio antagonista. El aire de una amenazante fiera enjaulada
es enteramente natural, pues el conflicto es inherente a la obra desde su
momento de creación.
Paradójicamente, una gran obra transmite un
aroma de satisfacción, no por neutralizar el permanente sentimiento de lo
imposible, sino por escoger pelear con él: una pelea que nunca puede ser ganada.
El hombre es aplastado por lo imposible, igual que Saúl en el camino a Damasco
fue aplastado por la visión de Dios. Sólo el artista se atreve a dar pelea; o
de otra manera, cualquiera que pelea se convierte en artista, aun si la pelea
no toma necesariamente una forma artística. El artista lucha contra lo imposible,
igual que Jacob luchó con el Dios invisible; pero lo que él logra —la obra de
arte— es en sí misma una nueva manifestación de lo imposible. En la obra de arte,
el mundo —el material del artista— es dislocado, como la cadera de Jacob. Un
eterno quebrantador, un insoportable monstruo parece habitar toda gran obra de
arte; un invisible ángel de la destrucción. El artista se deleita en la
batalla, pero su deleite en sí mismo es un nuevo giro de lo imposible: es
indistinguible del vértigo, de la pérdida del equilibrio.
En estos
momentos turbulentos el Dios que una vez se pensó muerto es resucitado, pero
desde el artista mismo. En los certeros momentos de lo que es llamado “inspiración”,
él se acerca a la universal e impersonal naturaleza del arte: lo eternamente
imposible que circunda, la nada que incita a la revuelta. Él (ella) no sería un
artista si sus creaciones no transmitieran la consternación que todo esto le
hace sentir; y no sería más que un plagiario del universo si cada pincelada
(cada palabra, cada nota) no fuera dictada por un grito de dolor, que para
muchos es el verdadero nombre de Dios.
De Parkett 23
Traductor: B. O.
Traductor: B. O.
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