lunes, 3 de julio de 2017

Elizabeth Bishop - El pez


Pesqué un enorme pez, lo mantuve
junto a la embarcación, fuera del agua,
a medias, con mi anzuelo
enganchado en su boca. No luchó,
no había opuesto ninguna resistencia.
Hoscamente pendía con su peso
demolido y horrible y venerable.
Su parda piel estaba en ciertas partes
descascarada como papel-tapiz, tenía formas
como rosas en pleno florecimiento, pero
tiznadas y diluidas por la vejez.
Lo moteaban percebes y rosetas
finísimas de cal. Lo infestaban
diminutos piojos marinos.
De su vientre colgaban
hilachas de sargazo.
Mientras sus branquias respiraban
el oxígeno atroz —aterradoras agallas,
sanas, tersas de sangre,
capaces de cortar brutalmente—
pensé en la basta carne blanca
comprimida como plumaje,
las espinas grandes y pequeñas,
los salvajes colores negro y rojo
de sus entrañas deslumbrantes.
su vejiga de natación
rosada como una enorme peonía.
Miré sus ojos amarillentos,
mucho mayores que los míos,
aunque menos profundos;
los iris empotrados y rellenos
con papel de estaño impreciso
visto a través de una mica antigua y con rayas.
Se movían levemente, aunque no
para corresponderme la mirada:
eran como un objeto
que se inclinara hacia la luz.
Admiré su cara resentida,
el mecanismo de su mandíbula.
Entonces vi
que de su labio inferior
—si eso puede llamarse labio—
húmedo, torvo, en forma de arma,
colgaban cinco viejos sedales,
o tal vez cuatro y un alambre
con el sistema giratorio aún atado,
y sus cinco grandes anzuelos
firmemente clavados en su boca.
Un sedal verde, hilachas a su término,
donde el pez lo rompió;
dos sedales más gruesos
un esbelto hilo negro, rizado
por forcejeos y sacudimientos
de cuando se libró y pudo escapar.
Como medallas de raídos listones
oscilantes, cinco pelos,
barbas de la sabiduría,
brotaban
de su mandíbula doliente.
Yo miraba y miraba
y la victoria llenó
la embarcación de alquiler,
desde el fondo junto a la quilla
donde el petróleo desplegaba un arcoíris
en torno del motor comido de óxido,
hasta el desaguador anaranjado, las bancas
hendidas por el sol, las chumaceras
en sus toletes, hasta que todo fue
arcoíris, arcoíris, arcoíris.
Y dejé que el pez escapara.


De Más de dos siglos de poesía norteamericana I (UNAM, 1993)
Traducción de José Emilio Pacheco

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