lunes, 6 de marzo de 2023

Claudia Masin - Poesía y reparación

 


¿Cuándo, cómo surge aquello que nos enferma? La palabra, o mejor dicho, el habla es —al principio de la vida— desobediencia. Con el paso de los años, con la tarea de amansamiento y de adaptación que se realiza sistemática e implacablemente sobre cada uno de nosotros, esa potencia de revuelta del habla primaria se va perdiendo. Ciertos modos de vinculación con la palabra —la poesía entre ellos— le devuelven ese carácter primero: el de la insumisión.

 


¿Cuál es la enfermedad que a todos nos atraviesa, más allá de las historias personales? Aprender desde muy temprano a aceptar lo injusto, lo cruel, lo violento, aprender a establecer un sistema de jerarquías: dónde depositaremos el odio, quién o quiénes no serán nunca merecedores de amor o compasión. Eso es lo dado, lo que entendemos como natural, aunque de natural no tenga nada. Ese es el discurso del Amo, monstruoso, dañino, incluso letal a veces, el discurso que creemos propio y es dictado, el que hay que desactivar para que advenga otro que no esté montado en el odio y el miedo. Estoy convencida de que si la poesía no es desobediencia, si no es cuestionamiento de lo dado, no es nada. O mejor dicho, es otra herramienta de alienación, de sometimiento, mera repetición de un discurso que aniquila la vida, o digámoslo claramente: mero palabrería que sostiene un edificio ya suficientemente provisto de materiales que lo sostengan.

 


Las historias que contamos en los poemas no son idénticas —a veces son opuestas— a las historias que contamos acerca de nuestra vida como si fuera cierta y no la construcción que es, la farsa que es, la fachada que nos permite movernos por el mundo, la fachada del yo soy, yo pienso. La poesía, como dice Juan L. Ortiz, rompe la función comunicacional del lenguaje, y para hacer eso tiene —necesariamente— que anclar en zonas pantanosas: el sueño, el inconsciente, la infancia, lo que desconocemos de nosotros mismos, lo que deseamos sin saber que lo deseamos, lo que tememos sin saber que lo tememos. Tiene que anclar en el cuerpo.

 


Lejos de ser un acto intelectual, la escritura es esa violencia que se siente físicamente, no es algo que hacemos, es algo que ocurre, que le ocurre a nuestro cuerpo, como la enfermedad, como la cura, algo que se produce como un fenómeno climático, como una inundación o un alud, con esa misma potencia y sin que medie una voluntad capaz de decidir cuándo llega, cuánto permanece, cuándo se va, qué deja en pie, qué demuele.

 


Tendemos a identificar el momento en que escribimos un poema con el momento en que comienza la escritura. Pero ¿es el acto de escribir lo mismo que la escritura? Creo que la escritura es mucho más que la acción concreta de escribir. Un poema puede comenzar muchos años antes de su escritura. Porque un poema nunca es propio, nunca nos pertenece. Escribe Mary Oliver: ningún poema trata sobre uno —o alguno— de nosotros. El poema forma parte de un largo documento sobre la especie. Cada poema trata sobre mi vida, pero también sobre la tuya, y sobre cien mil vidas que están aún por venir. Que lo escribiera una persona no es ni de lejos tan importante o interesante como el hecho de que nos pertenezca a todos. Un poema —dije antes— es una conversación, y no sólo una conversación que entablamos con quien eventualmente lo leerá. Es también una conversación con nuestras lecturas, con los muertos, con los ancestros, con los seres amados, con los desconocidos, con todo lo que existe, animado e inanimado, con nosotros mismos pero no como entidad separada: nosotros mismos como indiscernibles de lo otro que nos constituye y nos moldea. Esa conversación se materializa en el acto de escribir, pero no podemos saber cuándo se ha iniciado, y definitivamente puede continuar mucho tiempo después de que haya sido escrito el poema que intenta traducirla, puede continuar hasta nuestra muerte y más allá.



De Curar y ser curados. Poesía y reparación (Las Furias, 2022)

jueves, 2 de marzo de 2023

Cinco poemas de Roberta Iannamico



CADA VEZ QUE SALGO

 

Una pared

que da justo

a la puerta de mi casa

dice te amo

cada vez que salgo

la leo

en diagonal

está

la esquina del chapista

con el chapista

siempre

en el medio del portón

las partes de arriba de la pared

tiene puntas

de botellas rotas

para que los gatos

no hagan nido entre los fierros

parece un palacio

 


 

PIEDRAS

 

Había unas piedras

grandes y bestias

en un camino

en la montaña

las piedras son tan duras

que no necesitan piel

aunque el agua les imprime

una piel suave

y el viento

cierta piel de gallina

a la sombra son frías

y son calientes al sol

hay una con forma de zapato

o de cabeza de perro

y otra con forma de sapo

que es una de las formas más comunes

entre las piedras

un árbol creció sobre una piedra

se adhirió a ella

tomó su exacta forma

la raíz no podía penetrar

como en la tierra

era un árbol que vivía de la lluvia

o del aire

o del amor a su piedra.

 

 


INVIERNO

 

Hoy cuido del fuego

actividad por la que puteo

pero que también

me tiene enamorada

lo alimento

aprendo a darle cada vez más

lo que lo hace arder.

 

 


LLUEVE

 

Hoy llueve finito

sin parar

es un día de invierno en medio del verano

una lluvia de invierno

con ese recogimiento

esa serenidad resignada

adentro de la casa

laten las vidas

de todos los que la habitamos

late la casa viva

calentita por dentro

mojada por fuera

como una semilla

que va a germinar

 

 


DANZA

 

Tenía cientos de árboles

en frente mío

de distintos colores

de distintos tamaños

de distintas formas

todos moviendo sus copas

por el viento

el viento demostraba su poder

y ellos respondían

cantando y bailando

devotos.




De Rosa. Poemas 1997-2021 (Gog & Magog, 2021)