Tal vez la enfermedad y la muerte sean las únicas cosas que un tirano tiene en común con sus súbditos. Sólo en ese sentido, una nación se beneficia al ser gobernada por un anciano. No es que la conciencia de nuestra mortalidad nos ilustre o nos modere, pero el tiempo que un tirano pasa pensando, pongamos por caso, en su metabolismo es tiempo robado a los asuntos del Estado. La calma interior e internacional es directamente proporcional al número de enfermedades que afecten a nuestro Primer Secretario del Partido o a nuestro Presidente vitalicio. Aun cuando sea lo suficientemente perspicaz para aprender el arte de la crueldad inherente a toda enfermedad, suele vacilar bastante a la hora de aplicar ese saber adquirido a las intrigas de su palacio o a las políticas exteriores, aunque sólo sea porque instintivamente trate de restablecer su anterior estado de salud o simplemente esté convencido de su plena recuperación.
Un tirano siempre utiliza el tiempo que se debe dedicar a pensar en el alma para tramar planes encaminados a preservar el statu quo. Se debe a que un hombre en su posición no distingue entre el presente, la Historia y la eternidad, fundidos en una unidad por la propaganda del Estado para su conveniencia y la de la población. Se aferra al poder como cualquier persona anciana a su pensión o a sus ahorros. La nación ve lo que a veces parece una purga en las esferas dirigentes como un intento de mantener la estabilidad por la que ésta optó en primer lugar, el permitir el establecimiento de la tiranía.
La estabilidad de una pirámide raras veces depende de su pináculo y, sin embargo, éste es precisamente lo que atrae nuestra atención. Al cabo de un tiempo los ojos del espectador se aburren con su intolerable perfección geométrica y ya sólo piden cambios. Sin embargo, cuando se producen éstos, siempre son para peor. Como mínimo, un anciano que lucha para evitar la desgracia y la incomodidad, particularmente desagradables a su edad, es bastante previsible. Por sanguinario y malvado que parezca en dicha lucha, los rivales, se merecen enteramente su trato atroz, aunque sólo sea por la tautología de su ambición en vista de la diferencia de edad. Es que la política no es sino pureza geométrica que enmarca la ley de la jungla.
Allí arriba, en la cabeza del alfiler, sólo hay sitio para uno y más vale que sea viejo, pues los viejos nunca aparentan ser ángeles. El único propósito del tirano de edad es conservar su posición, por lo que su demagogia y su hipocresía no imponen a las mentes de sus súbditos la necesidad de la creencia o la proliferación textual, mientras que el joven advenedizo, con su celo o dedicación, verdaderos o falsos, siempre acaba aumentando el nivel de cinismo público. Mirando atrás en la historia humana, podemos decir sin miedo a equivocarnos que el cinismo es el mejor criterio para apreciar el progreso social.
Es que los nuevos tiranos siempre introducen una nueva combinación de hipocresía y crueldad. Piénsese en Lenin, Hitler, Stalin, Mao, Castro, Gadafi, Jomeini, Amin y demás. Siempre superan a sus predecesores en más de un aspecto y retuercen un poco más el brazo del ciudadano, además de la mente del espectador. Para un antropólogo (y extraordinariamente distante, además), esa clase de desarrollo presenta un gran interés, pues amplía nuestro concepto de la especie. Sin embargo, conviene observar que la responsabilidad de los procesos antes citados corresponde tanto a los avances tecnológicos y al crecimiento general de las poblaciones como a la maldad particular de un dictador determinado.
En la actualidad, cada nuevo sistema sociopolítico, ya sea una democracia o un régimen autoritario, es un alejamiento más del espíritu del individualismo en dirección a la estampida de las masas. La idea de nuestra excepcionalidad existencial queda substituida por la de nuestro anonimato. Una persona no perece tanto por la espada cuanto por el pene, y por pequeño que sea un país, necesita la planificación central o queda sometido a ella. Esa situación engendra fácilmente diversas formas de autocracia, en las que podemos considerar a los propios tiranos formas anticuadas de computadoras.
Pero, si sólo fueran las versiones anticuadas de computadoras, no sería tan grave. El problema es que un tirano puede comprar nuevas computadoras de última generación y aspira a manejarlas. Ejemplos formas anticuadas de aparatos manejados por formas avanzadas son la del Führer, al recurrir al altavoz, o la de Stalin, al usar el sistema de vigilancia telefónica para eliminar a sus oponentes en el Politburó.
Los hombres no se vuelven tiranos porque tengan vocación para ello ni tampoco por pura casualidad. Si un hombre tiene semejante vocación, suele tomar un atajo y convertirse en un tirano de la familia: en cambio, es sabido que los tiranos son tímidos y, como miembros de una familia, no son interesantes precisamente. El vehículo de una tiranía es un partido político (o las filas militares, que tienen una estructura similar a la del partido), pues, para llegar a la cima de algo, se debe de disponer de un medio con una topografía vertical.
Ahora bien, a diferencia de una montaña o, mejor aún, de un rascacielos, un partido es esencialmente una realidad ficticia inventada por los desempleados mentales de otra índole. Llegan al mundo y encuentran su realidad física, rascacielos y montañas, totalmente ocupados. Así, pues, su disyuntiva estriba en esperar a que haya una abertura en el antiguo sistema o crear una opción substitutiva propia. Esta última opción les parece la forma más conveniente de actuar, aunque sólo sea porque pueden comenzar inmediatamente. La de crear un partido es una ocupación en sí misma y, además, absorbente. Desde luego, no da resultados inmediatos, pero es que el trabajo no es tan duro y la incoherencia de esa aspiración entraña mucho consuelo mental.
Para ocultar sus orígenes puramente demográficos, un partido suele crear su propia ideología y mitología. En general, siempre se crea una nueva realidad a imagen de otra antigua, remedando las estructuras existentes. Semejante técnica, si bien oculta la falta de imaginación, añade cierta apariencia de autenticidad a la empresa entera. Ésa es la razón —dicho sea de paso— por la que muchas de esas personas adoran el arte realista. En general, la falta de imaginación es más auténtica que su presencia. La monótona estolidez de un programa de partido y la apariencia gris y mediocre de sus dirigentes gustan a las masas como su reflejo que son. En la era de la superpoblación, el mal (como también el bien) se vuelve tan mediocre como sus sujetos. Para llegar a ser un tirano, lo mejor es la estolidez.
Y estólidos los son y también sus vidas. Sus únicas recompensas corresponden a la época de su ascenso: ver a sus rivales separados, apartados, relegados. Al comienzo del siglo XX, en el apogeo de los partidos políticos, existían los placeres suplementarios de lanzar —pongamos por caso— un panfleto insensato o escapar de la vigilancia policíaca, de pronunciar un discurso ferviente en un congreso clandestino o descansar a expensas del partido en los Alpes suizos o en la Riviera francesa. Ahora todo eso ha desaparecido: cuestiones candentes, barbas falsas, estudios marxistas. Lo que queda es el turno de espera para el ascenso: papeleo interminable y la búsqueda de compinches fiables. Ni siquiera hay la emoción de no irse de la lengua, pues seguro que carece de detalle alguno digno de atención para las paredes plagadas de micrófonos ocultos.
Lo que hace llegar a la cima a alguien es el lento paso del tiempo, cuyo único consuelo es la sensación de autenticidad que da la empresa: lo que tarda mucho es real. Incluso en las filas de la oposición, el avance de los partidos es lento; en cuanto al partido en el poder, no tiene que apresurarse hacia ningún sitio y, después de medio siglo de dominación, puede, a su vez, distribuir el tiempo. Naturalmente, por lo que se refiere a los ideales en el sentido victoriano del término, el sistema de partido único no es demasiado diferente de una versión moderna del pluralismo político. Aún así, ingresar en el único partido existente requiere algo más que una cantidad media de indecencia.
No obstante pese a toda su audacia e independientemente de lo cristalina que sea su ejecutoria, el aspirante no logrará llegar a Politburó antes de los sesenta años de edad. A esa edad, la vida es absolutamente irreversible y, si se toman las riendas del poder, se abren los puños sólo para agarrar la última vela. No es probable que un hombre de sesenta años de edad ensaye algo económica o políticamente arriesgado. Sabe que le queda un decenio más o menos de actividad y sus alegrías son sobre todo de carácter gastronómico y tecnológico: una dieta exquisita, cigarrillos y coches exteriores. Es un hombre del statu quo, que resulta provechoso en asuntos extranjeros, teniendo en cuenta su acopio cada vez mayor de cohetes, e intolerable dentro del país, donde no hacer nada significa empeorar la situación existente, y, aunque sus rivales pueden capitalizarla, preferirá eliminarlos antes que introducir cambio alguno, pues siempre se siente un poco de nostalgia por el orden en el que se consiguió el éxito.
La duración media de una tiranía que se precie es un decenio y medio, dos decenios como mucho. Cuando dura más, se convierte sin falta en una monstruosidad. Entonces se puede lograr el tipo de grandeza que se manifiesta en reñir guerras o provocar el terror en el interior o ambas cosas. Felizmente, la naturaleza se cobra su parte y a veces recurre a las manos de los rivales justo a tiempo, es decir, antes de que nuestro hombre decida inmortalizarse haciendo algo horrendo. Los jóvenes cuadros, que, de todos modos, no son demasiado jóvenes, empujan desde abajo y lo empujan hasta el azul ámbito del puro Cronos, porque, tras alcanzar la cima del pináculo, ésa es la única manera de continuar. Sin embargo, la mayoría de las veces, la naturaleza tiene que actuar sola y encuentra una oposición tremenda de los órganos de Seguridad del Estado y del equipo médico personal del tirano. Se trae en avión a médicos extranjeros para que saquen a nuestro hombre de las profundidades de senilidad en las que se ha hundido. A veces tienen éxito en su humanitaria misión (pues sus gobiernos están, a su vez, profundamente interesados en la preservación del statu quo): lo suficiente para permitir al gran hombre reiterarla amenaza de muerte a sus respectivos países.
Al final, los dos ceden; los órganos tal vez de peor grado que los médicos, pues la medicina no tiene tantas características de una jerarquía, que puede resultar afectada por los cambios inminentes, pero incluso los órganos acaban cansándose de su amo, a quien van a sobrevivir, en cualquier caso, y, al apartar los guardaespaldas la mirada un lado, se les cuela la muerte con guadaña, hoz y martillo. La mañana siguiente, la población no es despertada por los puntuales gallos, sino por las oleadas de Marche Funèbre de Chopin que vierten los altavoces. Después viene el funeral militar, los caballos que arrastran la cureña, precedidos por un destacamento de soldados que portan en cojines escarlatas las medallas y órdenes que solían adornar el abrigo del tirano, como el pecho de un perro que ha ganado un premio, pues eso era exactamente: un perro que había ganado carreras y premios. Y, si la población llora su fallecimiento, como con frecuencia ocurre, sus lágrimas son las de apostadores que han perdido, la nación llora su tiempo perdido. Y después aparecen los miembros del Politburó, cargando con el ataúd revestido de estandartes: el único denominador que tienen en común.
Mientras portan el denominador muerto, las cámaras trinan y chasquean y tanto los extranjeros como los nativos miran detenidamente las caras inescrutables para intentar descubrir al sucesor. El difunto puede haber sido lo bastante vanidoso para dejar un testamento político, pero, de todos modos, no se hará público. La decisión se tomará en secreto, en una sesión a puerta cerrada —es decir, para la población— del Politburó, es decir, clandestinamente. El secretismo es un antiguo complejo de los partidos, un eco de su origen demográfico, de su glorioso pasado ilegal, y las caras no reflejan nada.
Lo consigue tanto más fácilmente cuanto que no hay nada que revelar, porque simplemente va a ser más de lo mismo. Nuestro nuevo hombre diferirá del anterior sólo físicamente. Mentalmente y en otros sentidos está destinado a ser la réplica exacta del cadáver. Tal vez sea ése el mayor secreto. Ahora que pienso, las sustituciones en el partido son la cosa más cercana a la resurrección que nos es dado ver. Naturalmente, la repetición engendra aburrimiento, pero, si se repiten las cosas en secreto, aún hay margen para la diversión.
Sin embargo, lo más gracioso de todo es la comprensión de que cualquiera de esos hombres puede llegar a ser un tirano. Lo que causa toda esa incertidumbre y confusión es simplemente que la oferta supera a la demanda, que no se trata de la tiranía de una persona, sino de un partido que simplemente ha dado una base industrial a la reproducción de tiranos, muestra de gran astucia por parte de ese partido en general y gran acierto en particular, teniendo en cuenta el rápido abandono del individualismo como tal. Dicho de otro modo, en la actualidad el juego de adivinar “quién va a ser quién” es tan romántico y anticuado como el del boliche y sólo personas elegidas en libertad pueden jugarlo. Ya hace mucho que pasó la época de los perfiles aquilinos, las perillas olas barbas como palas, los bigotes de morsa o con forma de cepillo de dientes; pronto habrá pasado incluso la de las cejas.
Aún así, hay algo inquietante en esas caras insulsas, grises y mediocres: se parecen a cualquier otra, lo que les da una apariencia casi clandestina; son similares como briznas de hierba. La redundancia visual infunde al principio del “gobierno del pueblo” una profundidad suplementaria: la regla de los don nadies. Sin embargo, ser gobernado por don nadies es una forma mucho más ubicua de tiranía, pues éstos tienen el aspecto de todo el mundo. Representan a las masas en más de una forma y ésa es la razón por la que no se molestan en celebrar elecciones. La de pensar en el posible resultado del sistema de “un hombre, un voto”, por ejemplo, en China con mil millones de habitantes resulta una tarea ingrata para el pensamiento: ¿qué clase de parlamento podría producir y cuántos centenares de millones de personas constituirían una minoría en él?
El ascenso de los partidos políticos en el comienzo del siglo XX fue el primer vagido de la superpoblación y ésa es la razón por la que prosperan tanto en la actualidad. Mientras los individualistas se burlaban de ellos, aquéllos capitalizaban la despersonalización y ahora los individualistas han dejado de reír. Sin embargo, el objetivo no es el triunfo del partido ni de un burócrata determinado. Es cierto que se adelantaron a su época, pero el tiempo tiene muchas cosas por delante y, por encima de todo, mucha gente. El objetivo es el de dar cabida a su aumento numérico en un mundo que no aumenta y la única forma de lograrlo es mediante la despersonalización y la burocratización de todo el mundo vivo, pues la vida misma es un común denominador, se trata de una premisa más que suficiente para estructurar la existencia de forma más detallada.
Y eso exactamente es lo que hace una tiranía: estructura la vida para nosotros. Lo hace lo más meticulosamente posible: mucho mejor que una democracia, desde luego. Además lo hace por nuestro bien, pues cualquier manifestación de individualismo en una multitud puede ser perjudicial: en primer lugar, para la persona que lo exhiba, pero también debe ésta preocuparse por los que se encuentren a su lado. Para eso está el Estado dirigido por un partido, con su servicio de seguridad, centros psiquiátricos, policía y sentido de la lealtad de los ciudadanos. Aún así, todos esos recuerdos no son suficientes: el sueño es hacer de cada uno de los hombres su propio burócrata y el día en que ese sueño se hará realidad está bastante a la vista, pues la burocratización de la existencia individual comienza con la reflexión política y no se detiene con la adquisición de una calculadora de bolsillo.
De modo que, si seguimos sintiéndonos elegíacos en el funeral del tirano, es sobre todo por razones autobiográficas y porque esa desaparición hace que la nostalgia de los “viejos buenos tiempos” nos resulte aún más concreta. Al fin y al cabo, el hombre era también un producto de la antigua escuela, cuando la gente veía aún la diferencia entre lo que decía y lo que hacía. Si no merece más que una línea en la Historia, pues tanto mejor: simplemente no derramó bastante sangre de sus súbditos para lograr un párrafo. Sus queridas eran regordetas y no fueron demasiadas. No escribió gran cosa, como tampoco pintó ni tocó un instrumento musical; tampoco introdujo un nuevo estilo de mobiliario. Fue un puro y simple tirano y, aún así, los dirigentes de las democracias más grandes aspiraron, ávidos, a estrecharle la mano. En otras palabras, no hizo zozobrar la barca y gracias en parte a él, cuando abrimos las ventanas por la mañana, el horizonte no es aún vertical.
Por la naturaleza de su cargo, nadie conoció sus pensamientos reales. Es muy probable que tampoco los conociera él mismo. No quedaría mal como epitafio, si bien hay una anécdota que cuentan los finlandeses sobre la voluntad de su presidente vitalicio Urho Kekkonnen y que comienza así: “Si llego a morir…”.
1980
De Menos que uno (Siruela, 2006)
Traducción de Carlos Manzano
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