La situación básica es evidente y oscura: un fatal combate de boxeo con un virus submicroscópico que, aunque no pueda tener noción real de la identidad de su oponente, en su microignorancia va a ganar. Se lo come a uno vivo. Un tubo en la nariz, un goteo de medicinas que entran a través de agujas y se disuelven en la sangre, alejan en parte el espectro de la muerte (aunque no la desfiguración); el espectro atisba desde los rincones sombríos de la habitación. Uno vuelve a ser una especie de niño, con miedo otra vez a la oscuridad.
Nunca he negado y definido histéricamente la realidad de la
muerte, su presencia y su idea, su inevitabilidad. Siempre he sabido que moriría. Nunca me he sentido
invulnerable ni inmortal. Percibía la presencia y la amenaza de la muerte bajo
un sol brillante, en los bosques y en los momentos de peligro en coches y
aviones. La percibía en otras vidas.
Ahora tengo con mi carne el vínculo imaginable más extraño;
mi cuerpo es para mí como un conejo tullido que no quiero mimar, que olvido
alimentar a tiempo, con el cual no tengo tiempo de jugar y que no llego a conocer,
un conejo inútil, guardado en una jaula, que sería cruel dejar suelto. No tiene
la más remota posibilidad de sobrevivir. Ni ninguna posibilidad de una muerte
fácil. Es una mera presa a medio comer.
Creo que el mundo se está muriendo, no sólo yo. Y la
fantasía no salvará a nadie. La irrealidad letal de la Utopía. La
comercialización de la Utopía es maligna, letal.
El sentido americano de la tragedia está tan diluido por el
ensueño que parece casi ridículo.
La muerte parecía dulcemente categórica, una ruina, un reordenamiento, un suave silencio intruso e inexorable.
Lo que recordaba de otras enfermedades terminales era cómo
la apariencia humana daba la impresión de palpitar, como un puño abriéndose y
cerrándose, pasando de la fuerza a la debilidad y de una fuerza menor a una
debilidad mayor; el modo en que el cuerpo se abría como una palma, vulnerable,
extendido, y se rehacía en busca de supervivencia. Después, llegado un momento,
el puño ya no se rehacía y la pulsación cesaba.
No quiero hacer el elogio de la muerte; pero, en la
inmediatez, la muerte confiere a las horas cierta belleza; una belleza que
acaso no se parezca a ninguna otra, pero es abrumadora.
El hospital es como una terminal de autobuses en fin de
semana; está repleto de abominables, enloquecidas, lánguidas mercancías humanas
de paso.
También en morir hay cierto ritmo. Se aminora y se aviva.
Muy poco importa, pero para mí ese poco es de importancia crucial. Veo el
silencio que hay delante como toda la vida he visto el silencio de Dios como un
hecho real y fuente de terror. Es algo que uno debe soportar, que va más allá de
las afirmaciones de la religión, no la idea de que uno vaya a morir sino la
realidad de su muerte. Uno se ejercita en la aceptación del terror. Es la forma
que toma la vida hacia el final.
Esta salvaje oscuridad (Anagrama, 2001)
Traducción de Marcelo Cohen
Traducción de Marcelo Cohen
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