miércoles, 5 de diciembre de 2012

Harold Brodkey - Fragmentos de Esta salvaje oscuridad



La situación básica es evidente y oscura: un fatal combate de boxeo con un virus submicroscópico que, aunque no pueda tener noción real de la identidad de su oponente, en su microignorancia va a ganar. Se lo come a uno vivo. Un tubo en la nariz, un goteo de medicinas que entran a través de agujas y se disuelven en la sangre, alejan en parte el espectro de la muerte (aunque no la desfiguración); el espectro atisba desde los rincones sombríos de la habitación. Uno vuelve a ser una especie de niño, con miedo otra vez a la oscuridad.



Nunca he negado y definido histéricamente la realidad de la muerte, su presencia y su idea, su inevitabilidad. Siempre he sabido que moriría. Nunca me he sentido invulnerable ni inmortal. Percibía la presencia y la amenaza de la muerte bajo un sol brillante, en los bosques y en los momentos de peligro en coches y aviones. La percibía en otras vidas.



Ahora tengo con mi carne el vínculo imaginable más extraño; mi cuerpo es para mí como un conejo tullido que no quiero mimar, que olvido alimentar a tiempo, con el cual no tengo tiempo de jugar y que no llego a conocer, un conejo inútil, guardado en una jaula, que sería cruel dejar suelto. No tiene la más remota posibilidad de sobrevivir. Ni ninguna posibilidad de una muerte fácil. Es una mera presa a medio comer.



Creo que el mundo se está muriendo, no sólo yo. Y la fantasía no salvará a nadie. La irrealidad letal de la Utopía. La comercialización de la Utopía es maligna, letal.



El sentido americano de la tragedia está tan diluido por el ensueño que parece casi ridículo.



La muerte parecía dulcemente categórica, una ruina, un reordenamiento, un suave silencio intruso e inexorable.



Lo que recordaba de otras enfermedades terminales era cómo la apariencia humana daba la impresión de palpitar, como un puño abriéndose y cerrándose, pasando de la fuerza a la debilidad y de una fuerza menor a una debilidad mayor; el modo en que el cuerpo se abría como una palma, vulnerable, extendido, y se rehacía en busca de supervivencia. Después, llegado un momento, el puño ya no se rehacía y la pulsación cesaba.



No quiero hacer el elogio de la muerte; pero, en la inmediatez, la muerte confiere a las horas cierta belleza; una belleza que acaso no se parezca a ninguna otra, pero es abrumadora.



El hospital es como una terminal de autobuses en fin de semana; está repleto de abominables, enloquecidas, lánguidas mercancías humanas de paso.



También en morir hay cierto ritmo. Se aminora y se aviva. Muy poco importa, pero para mí ese poco es de importancia crucial. Veo el silencio que hay delante como toda la vida he visto el silencio de Dios como un hecho real y fuente de terror. Es algo que uno debe soportar, que va más allá de las afirmaciones de la religión, no la idea de que uno vaya a morir sino la realidad de su muerte. Uno se ejercita en la aceptación del terror. Es la forma que toma la vida hacia el final.  



Esta salvaje oscuridad (Anagrama, 2001)
Traducción de Marcelo Cohen





No hay comentarios:

Publicar un comentario