RUSIA EN 1931
El arzobispo de San Salvador ha muerto, lo asesinó
quién sabe quién. La izquierda dice que la derecha; la derecha, que es obra de
provocadores.
Pero las familias en los barrios duermen con sus
hijos al lado, y un trinche o un rifle si lo tienen.
Y la posteridad husmea entre las notas al pie de
página para averiguar quién fue aquel obispo,
en espera del poeta para que vuelva a lo suyo. Bueno,
pues helo aquí:
sus pechos son del color de piedras ocre bajo la luz
de la luna, y más pálidos bajo una luz así.
Y eso los contendrá un tiempo. El obispo ha muerto.
La poesía no propone soluciones: dice que la justicia es el agua del pozo de la
ciudad de Novgorod, negra y dulce.
César Vallejo murió un jueves. Puede que de malaria,
nadie está seguro; arrasó con el pequeño pueblo de Santiago de Chuco en un
valle de los Andes cuando era niño; puede muy bien haberle flameado por las
venas en París un día de lluvia;
y nueve meses después Osip Mandelstam fue visto por
última vez buscando comida entre la basura apilada en un campo transitorio
cerca de Vladivostok.
A lo mejor se conocieron en Leningrado en 1931, en
una esquina; dos hombres a los cuarenta; a lo mejor compararon sus canas en las
sienes o sus notas críticas de Trilce y Tristia en 1922.
¡Qué francés habrían hablado! Y lo que uno pensó que
salvaría a España mató al otro.
“No tengo sangre de lobo”, escribió Mandelstam ese
año. “Sólo un igual podría quebrarme”.
Y Vallejo: “Y pensar en los desempleados. Pensar en
las cuarenta millones de familias muertas de hambre”.
UN CUENTO EN TORNO AL CUERPO
El joven compositor, huésped aquel verano en una
colonia de artistas, la había estado observando toda una semana. Era japonesa,
pintora, de unos sesenta años, y creyó que se había enamorado de ella. Le
encantaba su trabajo, y su trabajo era la manera en que movía el cuerpo, usaba
las manos, se le quedaba viendo a él directamente cuando ofrecía divertidas y
consideradas respuestas a sus preguntas.
Una noche, de regreso del concierto, al llegar a su puerta, ella volteó
a verlo y dijo: “Creo que te gustaría poseerme. A mí me gustaría también, pero
he de decirte que me han hecho una doble mastectomía” y, al ver su perplejidad,
“he perdido mis dos pechos”. El esplendor que él había llevado en el vientre y
en la cavidad del pecho –como la música– se marchitó muy rápidamente, e hizo un
esfuerzo para mirarla a los ojos cuando dijo: “Lo siento. No me creo capaz”.
Regresó caminando a su propia cabaña entre los pinos, y en la mañana halló un
pequeño tazón azul en el porche, junto a su puerta. Parecía lleno de pétalos de
rosa, pero se dio cuenta al levantarlo que los pétalos de rosa sólo estaban
encima; el resto del tazón –seguramente ella había barrido los rincones de su
estudio– estaba lleno de abejas muertas.
De Alabanza. Deseos humanos (UNAM, 1995)
Traducción de Pura López Colomé
No hay comentarios:
Publicar un comentario