Escribir poesía es negar el
lenguaje como maquinaria que se coloca en piloto automático e impide acercarse
a la compleja singularidad que plantea la experiencia con lo real.
La palabra poética, por más
radical que sea el descondicionamiento del lenguaje que su autor persiga, no
deja de ser comunicante; una comunicación que es resonancia de la lengua
instrumentalizada (objetiva) y también, o sobre todo, eco de un
ensimismamiento, de un diálogo interno, de un exilio.
El poema no se preocupa por
explicar lo percibido, lo tensa.
En la brevedad del poema, el
sentido literal se abre, en su simbolización, hacia ese otro o esos otros
sentidos que lo rondan en su espacio fantasmático. El enunciado del poema
construye así su diferencia frente a los enunciados del mundo de la
instrumentalidad comunicativa unidireccional.
Más allá de la elección estética de quien
escribe, de la destreza que haya adquirido en el manejo de procedimientos
literarios, donde distinguir el tono y construir el ritmo son parte de su práctica
y su arte, hay en la creación poética un sentido de afinación que se enlaza a
una subjetividad, a su capacidad de entrega y a la relación siempre única que
cada persona establece con las palabras.
El ritmo del poema es un pulso,
un sistema nervioso armado con el lenguaje. Es movimiento y, como tal, una
dinámica; el tono, en cambio, es una química, una densidad que permea las
palabras, un aire, una atmósfera: un vapor o un fluido.
Simetría y asimetría, recurrencia
y ruptura, armonía y disonancia, repetición y diferencia conforman el trayecto
de un poema: su oleaje; construyen los movimientos de avance de su masa verbal
y los matices de su sonoridad.
De Leer poesía. Lo leve, lo grave, lo opaco (FCE, 2011)
No hay comentarios:
Publicar un comentario