Vi en la televisión que los comercios buenos estaban vendiendo
como locos ropas caras para que las madames vistan en el reveillon. Vi
también que las casas de artículos finos para comer y beber habían vendido todas
las existencias.
Pereba, voy a tener que esperar que amanezca
y levantar aguardiente, gallina muerta y farofa de los macumberos[i].
Pereba entró en el baño y dijo, qué hedor.
Vete a mear a otra parte, estoy sin agua.
Pereba salió y fue a mear a la escalera.
¿Dónde afanaste la TV?, preguntó Pereba.
No afané ni madres. La compré. Tiene el
recibo encima. ¡Ah, Pereba!, ¿piensas que soy tan bruto como para tener algo robado en mi
cuchitril?
Estoy muriéndome de hambre, dijo Pereba.
Por la mañana llenaremos la barriga con los
desechos de los babalaos[ii], dije, sólo por joder.
No cuentes conmigo, dijo Pereba. ¿Te acuerdas
de Crispín? Dio un pellizco en una macumba aquí, en la Borges Madeiros, le quedó la
pierna negra, se la cortaron en el Miguel Couto y ahí está, jodidísimo,
caminando con muletas.
Pereba siempre ha sido supersticioso. Yo no.
Hice la secundaria, se leer, escribir y hacer raíz cuadrada. Me cago en la macumba que me
da la gana.
Encendimos unos porros y nos quedamos viendo
la telenovela. Mierda. Cambiamos de canal, a un bang-bang. Otra mierda.
Las madames están todas con ropa nueva,
van a entrar al año nuevo bailando con los brazos en alto, ¿ya viste cómo
bailan las blancuchas? Levantan los brazos en alto,
creo que para enseñar el sobaco, lo que quieren enseñar realmente es el coño pero no tienen cojones y enseñan el sobaco.
Todas le ponen los cuernos a los maridos. ¿Sabías que su vida está en dar
el coño por ahí?
Lástima que no nos lo dan a nosotros, dijo
Pereba. Hablaba despacio, tranquilo, cansado, enfermo.
Pereba, no tienes dientes, eres bizco, negro
y pobre, ¿crees que las mujeres te lo van a dar? Ah, Pereba, lo mejor para ti es hacerte
una puñeta. Cierra los ojos y dale.
¡Yo quería ser rico, salir de la mierda en
que estaba metido! Tanta gente rica y yo jodido.
Zequinha entró en la sala, vio a Pereba
masturbándose y dijo, ¿qué es eso, Pereba?
¡Se arrugó, se arrugó, así no se puede!, dijo
Pereba.
¿Por qué no fuiste al baño a jalártela?, dijo
Zequinha.
En el baño hay un hedor insoportable, dijo
Pereba.
Estoy sin agua.
¿Las mujeres esas del conjunto ya no están
jodiendo?, preguntó Zequinha.
Él estaba cortejando a una rubia excelente,
con vestido de baile y llena de joyas.
Ella estaba desnuda, dijo Pereba.
Ya veo que están en la mierda, dijo Zequinha.
Quiere comer los restos de Iemanjá, dijo
Pereba.
Era una broma, dije. A fin de cuentas,
Zequinha y yo habíamos asaltado un supermercado en Leblon, no había dado mucha pasta,
pero pasamos mucho tiempo en São Paulo en medio de la bazofia, bebiendo
y jodiendo mujeres. Nos respetábamos.
A decir verdad tampoco ando con buena suerte,
dijo Zequinha. La cosa está dura. Los del orden no están bromeando, ¿viste lo que
hicieron con el Buen Criollo? Dieciséis tiros en la chola. Cogieron a Vevé y lo estrangularon. El Minhoca, ¡carajo! ¡El Minhoca! Crecimos juntos
en Caxias,
el tipo era tan miope que no veía de aquí a allí, y también medio
tartamudo —lo cogieron y lo arrojaron al Guandú, todo reventado.
Fue peor con el Tripié. Lo quemaron. Lo
frieron como tocino. Los del orden no están dando facilidades, dijo Pereba. Y pollo de macumba
no me lo como.
Ya verán pasado mañana.
¿Qué vamos a ver?
Sólo estoy esperando que llegue el Lambreta
de São Paulo.
¡Carajo!, ¿estás trabajando con el Lambreta?,
dijo Zequinha.
Todas sus herramientas están aquí.
¿Aquí?, dijo Zequinha. Estás loco.
Reí.
¿Qué fierros tienes?, preguntó Zequinha.
Una Thompson lata de guayabada, una carabina
doce, de cañón cortado y dos Magnum.
¡Puta madre!, dijo Zequinha. ¿Y ustedes
jalándosela sentados en ese moco de pavo?
Esperando que amanezca para comer farofa de
macumba, dijo Pereba. Tendría éxito en la TV hablando de aquella forma, mataría de risa
a la gente.
Fumamos. Vaciamos un pitú.
¿Puedo ver el material?, dijo Zequinha.
Bajamos por la escalera, el ascensor no
funcionaba y fuimos al departamento de doña Candinha. Llamamos. La vieja abrió la puerta.
¿Ya llegó el Lambreta?, dijo la vieja negra.
Ya, dije, está allá arriba.
La vieja trajo el paquete, caminando con
esfuerzo. Era demasiado peso para ella. Cuidado, hijos míos, dijo.
Subimos por la escalera y volvimos a mi
departamento. Abrí el paquete. Armé primero la lata de guayabada y se la pasé a Zequinha
para que la sujetase. Me amarro en esta máquina, tarratátátátá, dijo
Zequinha.
Es antigua pero no falla, dije.
Zequinha cogió la Magnum. Formidable, dijo.
Después aseguró la Doce, colocó la culata en el hombro y dijo: aún doy un tiro con
esta hermosura en el pecho de un tira, muy de cerca, ya sabes cómo,
para aventar al puto de espaldas a la pared y dejarlo pegado allí.
Pusimos todo sobre la mesa y nos quedamos
mirando.
Fumamos un poco más.
¿Cuándo usarán el material?, dijo Zequinha.
El día 2. Vamos a reventar un banco en la
Penha. El Lambreta quiere hacer el primer golpe del año.
Es un tipo vanidoso pero vale. Ha trabajado
en São Paulo, Curitiba, Florianópolis, Porto Alegre, Vitoria, Niteroi, sin contar Rio. Más
de treinta bancos.
Sí, pero dicen que pone el culo, dijo
Zequinha.
No sé si lo pone, ni tengo valor para
preguntar. Nunca me vino a mí con frescuras.
¿Ya lo has visto con alguna mujer?, dijo
Zequinha.
No, nunca. Bueno, puede ser verdad, pero ¿qué
importa?
Los hombres no deben poner el culo. Menos aún
un tipo importante como el Lambreta, dijo Zequinha.
Un tipo importante hace lo que quiere, dije.
Es verdad, dijo Zequinha.
Nos quedamos callados, fumando.
Los fierros en la mano y nada, dijo Zequinha.
El material es del Lambreta. ¿Y dónde lo
usaríamos a estas horas?
Zequinha chupó aire, fingiendo que tenía
cosas entre los dientes. Creó que él también tenía hambre.
Estaba pensando que invadiéramos una casa
estupenda que esté dando una fiesta. El mujerío está lleno de joyas y tengo un tipo
que compra todo lo que le llevo. Y los barbones tienen las carteras llenas de
billetes. ¿Sabes que tiene un anillo que vale cinco grandes y un collar de
quince, en esa covacha que conozco? Paga en el acto.
Se acabó el tabaco. También el aguardiente.
Comenzó a llover.
Se fue al carajo tu farofa, dijo Pereba.
¿Qué casa? ¿Tienes alguna a la vista?
No, pero está lleno de casas de ricos por
ahí. Robamos un carro y salimos a buscar.
Coloqué la lata de guayabada en una bolsa de
compra, junto con la munición. Di una Magnum al Pereba, otra al Zequinha. Enfundé la
carabina en el cinto, el cañón hacia abajo y me puse una gabardina. Cogí
tres medias de mujer y una tijera. Vamos, dije.
Robamos un Opala. Seguimos hacia San Conrado.
Pasamos varías casas que no nos interesaron, o estaban muy cerca de la calle o
tenían demasiada gente. Hasta que encontramos el lugar perfecto. Tenía a
la entrada un jardín grande y la casa quedaba al fondo, aislada.
Oíamos barullo de música de carnaval, pero pocas voces cantando. Nos pusimos
las medias en la cara. Corté con la tijera los agujeros de los ojos. Entramos
por la puerta principal.
Estaban bebiendo y bailando en un salón cuando
nos vieron.
Es un asalto, grité bien alto, para ahogar el
sonido del tocadiscos. Si se están quietos nadie saldrá lastimado. ¡Tú. Apaga ese coñazo de
tocadiscos!
Pereba y Zequinha fueron a buscar a los
empleados y volvieron con tres camareros y dos cocineras. Todo el mundo tumbado, dije.
Conté. Eran veinticinco personas. Todos
tumbados en silencio, quietos como si no estuvieran siendo registrados ni
viendo nada.
¿Hay alguien más en la casa?, pregunté.
Mi madre. Está arriba, en el cuarto. Es una
señora enferma, dijo una mujer emperifollada, con vestido rojo largo. Debía ser la dueña de
la casa.
¿Niños?
Están en Cabo Frío, con los tíos.
Gonçalves, vete arriba con la gordita y trae
a su madre.
¿Gonçalves?, dijo Pereba.
Eres tú mismo ¿Ya no sabes cuál es tu nombre,
bruto?
Pereba cogió a la mujer y subió la escalera.
Inocencio, amarra a los barbones.
Zequinha ató a los tipos utilizando cintos,
cordones de cortinas, cordones de teléfono, todo lo que encontró.
Registramos a los sujetos. Muy poca pasta.
Estaban los cabrones lleno de tarjetas de crédito y talonarios de cheques. Los relojes eran
buenos, de oro y platino. Arrancamos las joyas a las mujeres. Un pellizco en
oro y brillantes. Pusimos todo en la bolsa.
Pereba bajó la escalera solo.
¿Dónde están las mujeres?, dije.
Se encabritaron y tuve que poner orden.
Subí. La gordita estaba en la cama, las ropas
rasgadas, la lengua fuera. Muertecita. ¿Para qué se hizo la remolona y no lo dio enseguida?
Pereba estaba necesitado. Además de jodida, mal pagada. Limpié las joyas.
La vieja estaba en el pasillo, caída en el suelo. También había estirado la
pata. Toda peinada, con aquel pelazo armado, teñido de rubio, ropa nueva,
rostro arrugado, esperando el nuevo año, pero estaba ya más para allá que
para acá. Creo que murió del susto. Arranqué los collares, broches y
anillos. Tenía un anillo que no salía. Con asco, mojé con saliva el dedo de la
vieja, pero incluso así no salía. Me encabroné y le di una dentellada,
arrancándole el dedo. Metí todo dentro de un almohadón. El cuarto de la gordita
tenía las paredes forradas de cuero. La bañera era un agujero cuadrado,
grande de mármol blanco, encajado en el suelo. La pared toda de espejos. Todo perfumado. Volví al cuarto, empujé a la gordita para el suelo,
coloqué la colcha de satén de la cama con cuidado, quedó lisa, brillando. Me
bajé el pantalón y cagué sobre la colcha. Fue un alivio, muy justo.
Después me limpié el culo con la colcha, me subí los pantalones y bajé.
Vamos a comer, dije, poniendo el almohadón
dentro de la bolsa. Los hombres y las mujeres en el suelo estaban todos quietos y cagados,
como corderitos. Para asustarlos más dije, al puto que se mueva le
reviento los sesos.
Entonces, de repente, uno de ellos dijo, con
calma, no se irriten, llévense lo que quieran, no haremos nada.
Me quedé mirándolo. Usaba un pañuelo de seda
de colores alrededor del pescuezo.
Pueden también comer y beber a placer, dijo.
Hijo de puta. Las bebidas, las comidas, las
joyas, el dinero, todo aquello eran migajas para ellos. Tenían mucho más en el banco. No pasábamos de ser tres moscas en el azucarero.
¿Cuál es su nombre?
Mauricio, dijo.
Señor Mauricio, ¿quiere levantarse, por
favor?
Se levantó. Le desaté los brazos.
Muchas gracias, dijo. Se nota que es usted un
hombre educado, instruido. Pueden ustedes marcharse, que no daremos parte a la
policía. Dijo esto mirando a los otros, que estaban inmóviles, asustados, en el
suelo, y haciendo un gesto con las manos abiertas, como quien dice, calma mi
gente, ya convencí a esta mierda con mi charla.
Inocencio, ¿ya acabaste de comer? Tráeme una
pierna de peru de ésas de ahí. Sobre una mesa había comida que daba para alimentar al
presidio entero. Comí la pierna de peru. Cogí la carabina doce y cargué los
dos cañones.
Señor Mauricio, ¿quiere hacer el favor de
ponerse cerca de la pared?
Se recostó en la pared.
Recostado no, no, a unos dos metros de
distancia. Un poco más para acá. Ahí. Muchas gracias.
Tiré justo en medio del pecho, vaciando los
dos cañones, con aquel trueno tremendo. El impacto arrojó al tipo con fuerza contra la
pared. Fue resbalando lentamente y quedó sentado en el suelo. En el pecho
tenía un orificio que daba para colocar un panetone.
Viste, no se pegó a la pared, qué coño.
Tiene que ser en la madera, en una puerta. La
pared no sirve, dijo Zequinha.
Los tipos tirados en el suelo tenían los ojos
cerrados, ni se movían. No se oía nada, a no ser los eructos de Pereba.
Tú, levántate, dijo Zequinha. El canalla
había elegido a un tipo flaco, de cabello largo.
Por favor, el sujeto dijo, muy bajito.
Ponte de espaldas a la pared, dijo Zequinha.
Cargué los dos cañones de la doce. Tira tú,
la coz de ésta me lastimó el hombro. Apoya bien la culata, si no te parte la clavícula.
Verás cómo éste va a pegarse. Zequinha tiró.
El tipo voló, los pies saltaron del suelo, fue bonito, como si estuviera dando un salto
para atrás. Pegó con estruendo en la puerta y permaneció allí adherido. Fue
poco tiempo, pero el cuerpo del tipo quedó aprisionado por el plomo
grueso en la madera.
¿No lo dije? Zequinha se frotó el hombro
dolorido. Este cañón es jodido.
¿No vas a tirarte a una tía buena de éstas?,
preguntó Pereba.
No estoy en las últimas. Me dan asco estas
mujeres. Me cago en ellas. Sólo jodo con las mujeres que me gustan.
¿Y tú... Inocencio?
Creo que voy a tirarme a aquella morenita.
La muchacha intentó impedirlo, pero Zequinha
le dio unos sopapos en los cuernos, se tranquilizó y quedó quieta, con los ojos
abiertos, mirando al techo, mientras era ejecutada en el sofá.
Vámonos, dije. Llenamos toallas y almohadones
con comida y objetos.
Muchas gracias a todos por su cooperación,
dije. Nadie respondió.
Salimos. Entramos en el Opala y volvimos a
casa.
Dije al Pereba, dejas el rodante en una calle
desierta de Botafogo, coges un taxi y vuelves. Zequinha y yo bajamos.
Este edificio está realmente jodido, dijo
Zequinha, mientras subíamos con el material, por la escalera inmunda y destrozada.
Jodido pero es Zona Sur, cerca de la playa.
¿Quieres que vaya a vivir a Nilópolis?
Llegamos arriba cansados. Coloqué las
herramientas en el paquete, las joyas y el dinero en la bolsa y lo llevé al departamento de la
vieja negra.
Doña Candinha, dije, mostrando la bolsa, esto
quema.
Pueden dejarlo, hijos míos. Los del orden no
vienen aquí.
Subimos. Coloqué las botellas y la comida
sobre una toalla en el suelo. Zequinha quiso beber y no lo dejé. Vamos a esperar a Pereba.
Cuando el Pereba llegó, llené los vasos y
dije, que el próximo año sea mejor. Feliz año nuevo.
[i] Quienes practican macumba, rito religioso de origen africano.
Ofrecen a sus espíritus
comidas
y bebidas que sitúan en las encrucijadas; estas ofrendas se conocen con el
nombre de despachos y se ofrecen normalmente a Iemanjá, reina del mar. Farofa
es una comida muy popular hecha con harina de
mandioca
y manteca, fundamentalmente.
[ii] Sacerdotes dedicados a Ifá, dios de la
adivinación.
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