Madre en Sueños
Mi
madre en sueños, vestida
como
una refugiada con estampillas raras
donde
van los ojos, dice con voz televisiva
bueno,
muchacha, ¿por qué tardaste? Su frente
franqueada
por el dolor cuando lamo sus párpados
para
cerrarlos y la devuelvo por la ranura
de
la casa de dos pisos
donde
mi madrastra cruje con la estática,
las
piernas cruzadas, purificada y al borde del inminente
parto.
Tengo que devolver la piel de mi madre,
el
lento cirílico de su mano iletrada.
Despertar
enredada en ese cordón, o ahogarme
con
las palabras que no lo van a cortar.
ACTOS
DE DEVOCIÓN
Frances
lava los autos de los maestros
para
la semana de Ayuda Cristiana. Con los nudillos blancos
y
entumecidos acarrea el balde al MG rojo
que
maneja Robert—Rob, el técnico de laboratorio,
elegido
por las monjas, sin dudas, por sus dientes de conejo
y
su timidez: Rob, para quien Frances es una vela
que
arde por los dos lados. Las rodillas esmeradas se hincan
en
la grava, y ella refriega las manchas que nadie
nunca
soñó refregar hasta que el agua corre ferrosa.
Detrás
del seto en los jardines del Rosario
una
hermana silba. Frances piensa en una tarde
después
de misa cuando, con la comezón del pecado, se deslizó
a
través del portón a la zona de las monjas. Y ahí,
la
monja vieja y loca que escupía tierra y discutía con los arbustos,
la
que, se rumoreaba, estaba atada con una soga larga
a
las canillas de la cocina, estaba posada como un barrilete roto
sobre
la montaña de abono, capturada por un instante
en
la mira del crucifijo de la colina vecina.
Cuando
su mano alzada bendijo a Frances
estaba
abriendo las piernas para mear, una curva dorada y sólida
como
las que hacía el padre de Frances al costado de la cabaña el último verano:
el
olor a cobre caliente, a hojas secas.
Frances
escurre la esponja, los dedos le arden
con
el encaje del jabón. Ahora ve el corte
que
el óxido le hizo a su mano: las dos, tres, ahora cuatro,
gotas,
como semillas de granada, atrapadas
en
el puño de tela y retenidas para regocijo de la trama.
PRIMERAS
MASCOTAS
Alguien
comienza un juego que nos da
a
cada uno un nom-de-guerre de estrella
porno. El juego exige
los
nombres de soltera de las madres, implica a las primeras
mascotas.
Como paperas, casi todos las tuvimos.
Cómo
rogué, y cuando por fin la tuve, el desamparo
de
mi cachorrita me horrorizó. Pobre incontinente
a
la que no pude amar —qué parecida a mí— acobardada, bruta,
siempre
pegada a los talones de las cosas—
—los perros me asustan todavía, como
las babosas,
como
los niños; el mismo conocimiento incierto de la especie.
Los
sueños me liberan de camadas de cachorritos ñatos
que
lloriquean y que yo no puedo alimentar, y llevo puerta
a
puerta arrastrándolos en sus placentas—
y
‘Mitzi Farmer’ vive su vida de estrella porno
en
cul-de-sacs como estos, duda casi
siempre
entre
qué es sexo, qué es pelea.
Se
acuesta tarde con bichos peludos
Mínimamente
cosidos para un abrazo. Su madre no llama
casi
nunca. Mitzi se da maña con los animales.
De El hombre cuya mano izquierda pensaba que era un pollo (Ediciones Gog y Magog)
Traducciones de Inés Garland
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