En las riberas del Maici, un pequeño tributario
del Amazonas brasileño, viven los indios Pirahã. Estos indios creen que la
concepción de un nuevo cuerpo es provocada por el susto de una mujer cuando
está menstruando. Creen también que ese susto (causado por motivos tan diversos
como la presencia de un animal salvaje, la picadura de un insecto o el disparo
de un arma) se encuentra ligado al lugar donde ocurrió. Para los Pirahã el
territorio es algo que cada uno lleva en el cuerpo. Me gusta esa idea. Y me
perturba. Río arriba, cruzando la frontera con el Perú, se encuentra Iquitos.
Nunca he visitado esa ciudad. Fue ahí donde me concibieron mis padres.
Robert Creeley cuenta que su amigo Basil Buntig
tuvo el reconocimiento de que iba a ser poeta a los cuatro años, sentado junto
a una chimenea, mientras sus padres discutían los avances de la guerra
ruso-japonesa. A mí también me gustaría tener el recuerdo de un momento tan
importante y decisivo. Pero las equivalencias ni siquiera funcionan. Las casas
en Lima no tienen chimeneas, mis padres nunca discutieron sobre la guerra de
Vietnam y a los cuatro años no tenía el menor interés en leer y escribir.
Entré a la universidad con los mismos años que
tenía mi madre cuando me dio a luz. En ese momento tenía la mitad exacta de su
edad: yo dieciocho, ella treinta y seis. Esa coincidencia me llenaba de
orgullo, pero también de escrúpulos. Si fuera ella, debería estar en casa
cuidando a un recién nacido y no dirigiéndome a Pando a tomar clases de
metodología o de historia. Miro pasar la ciudad, inmóvil y muda, a través de la
ventanilla del micro. Pero la ventanilla no refleja mi cara, sino la de mi
madre. Ella es quien me mira, inmóvil y muda, desde sus dieciocho años.
De los comentarios que recibí cuando publiqué
mi primer libro, ninguno se me quedó tan grabado como el de mi abuela. Luego de
un examen detenido y prolijo, en el que supongo, esperaba encontrar algún eco
de Bécquer o Chocano, dijo en voz alta: "¡Qué capacidad tiene este
muchachito para escribir tantos adefesios en un libro tan chiquito!"
Poetas para venerar: Vallejo, Apollinaire,
Cavafis. Poetas para aprender: Borges, Salinas, Seferis. Poetas para jugar:
Cummings, Tablada, Oquendo. Poetas para quedarse en silencio: Holan, Eguren,
Machado. Poetas para pelearse con ellos: Pound, Neruda, Lugones. Poetas para
perderse en ellos: Eliot, Pessoa, Huidobro. Poetas para sentirse inteligentes:
Jorge Guillén, Octavio Paz, Martín Adán. Poetas para despreciar en la escuela y
arrepentirse después: Bécquer, Rubén Darío, Amado Nervo.
La palabra delirio,
que hoy pertenece al vocabulario de las conductas patológicas, significaba
originalmente “salirse del surco, sembrar de manera incorrecta”. El origen
agrario de esa palabra es compartido con verso,
que para los labradores de la antigua Roma era el surco que araban los bueyes.
Los tratadistas medievales identificaron el final del verso con el momento en
que los bueyes se volvían al terminar un surco. ¿Por qué sancionaron tan
duramente a aquellos que se animaban a sembrar fuera del surco? Tal vez porque
advirtieron en ese desvío una mancha en la blancura que rodeaba al verso. Tal
vez porque abominaron la disonancia que los apartaba de la música y los
arrojaba a los brazos del silencio. No hay poema, por recto que sea, que no nos
enseñe a delirar, a sembrar mal, a salirnos una y otra vez del surco.
“¡The party is over!”, me dice Jannine alargando
graciosamente la o de over. Y yo sé
que debo apagar la música porque a ella le gusta trabajar en silencio. ¿Por qué
escribo con música? No hablo de la música ambiental a la que uno se acostumbra
y olvida en pocos segundos. Hablo de la música que afirma constantemente su
presencia, como las piezas de Bach o Debussy, las canciones medievales, el rock
más turbulento. Con frecuencia el rock más turbulento. Sin música el silencio
no me deja escribir. Sin música me distraigo con los silencios del mundo.
Entre 1946 y 1958 William Carlos Williams
escribió un libro desmesurado y ambicioso al que llamó Paterson. No podía saber que, andando el tiempo, ese pueblo de New
Jersey iba a convertirse en la ciudad con más peruanos de los Estados Unidos.
Teníamos, pues, dos motivos para visitarla. Aquel día nos detuvimos junto a las
cataratas del Passaic (que ilustran la cubierta del libro), imaginamos a la
madre de Williams enseñándole un poco de español, leímos en voz alta sus
poemas. Luego nos fuimos al restaurante Rosita para comer anticuchos y papa a
la huancaína.
Ningún tratado ha sabido explicarme la
diferencia entre escribir prosa y escribir poesía. Muchas veces he pensado que
la diferencia tal vez no sea de grado, sino de orden. La prosa empieza siempre
con alguna idea, a esa idea le siguen palabras, y a esas palabras —si tienen
suerte—, una música. La poesía, en cambio, empieza con una música, a esa música
le siguen palabras, y a esas palabras, una idea. Para algunos la idea es
opcional.
Maneras de desaparecer. Usar audífonos es una
manera de desaparecer. Escuchar música es una manera de desaparecer. Olvidar en
una plaza nuestro segundo nombre es una manera de desaparecer. Llorar a solas
en una manera de desaparecer. Aunque no parezca, sonreír es una manera de
desaparecer. Dibujar mientras los otros hablan es una manera de desaparecer.
Aparecer es una manera de desaparecer. Hablar sobre uno mismo es una manera de
desaparecer. Escribir poemas es una manera de desaparecer.
De Anuario Mínimo. 1960-2010 (Práctica mortal, 2014)
Aplaudo.
ResponderEliminar