lunes, 27 de febrero de 2017

Eduardo Chirinos - Anuario Mínimo




En las riberas del Maici, un pequeño tributario del Amazonas brasileño, viven los indios Pirahã. Estos indios creen que la concepción de un nuevo cuerpo es provocada por el susto de una mujer cuando está menstruando. Creen también que ese susto (causado por motivos tan diversos como la presencia de un animal salvaje, la picadura de un insecto o el disparo de un arma) se encuentra ligado al lugar donde ocurrió. Para los Pirahã el territorio es algo que cada uno lleva en el cuerpo. Me gusta esa idea. Y me perturba. Río arriba, cruzando la frontera con el Perú, se encuentra Iquitos. Nunca he visitado esa ciudad. Fue ahí donde me concibieron mis padres.




Robert Creeley cuenta que su amigo Basil Buntig tuvo el reconocimiento de que iba a ser poeta a los cuatro años, sentado junto a una chimenea, mientras sus padres discutían los avances de la guerra ruso-japonesa. A mí también me gustaría tener el recuerdo de un momento tan importante y decisivo. Pero las equivalencias ni siquiera funcionan. Las casas en Lima no tienen chimeneas, mis padres nunca discutieron sobre la guerra de Vietnam y a los cuatro años no tenía el menor interés en leer y escribir.




Entré a la universidad con los mismos años que tenía mi madre cuando me dio a luz. En ese momento tenía la mitad exacta de su edad: yo dieciocho, ella treinta y seis. Esa coincidencia me llenaba de orgullo, pero también de escrúpulos. Si fuera ella, debería estar en casa cuidando a un recién nacido y no dirigiéndome a Pando a tomar clases de metodología o de historia. Miro pasar la ciudad, inmóvil y muda, a través de la ventanilla del micro. Pero la ventanilla no refleja mi cara, sino la de mi madre. Ella es quien me mira, inmóvil y muda, desde sus dieciocho años.




De los comentarios que recibí cuando publiqué mi primer libro, ninguno se me quedó tan grabado como el de mi abuela. Luego de un examen detenido y prolijo, en el que supongo, esperaba encontrar algún eco de Bécquer o Chocano, dijo en voz alta: "¡Qué capacidad tiene este muchachito para escribir tantos adefesios en un libro tan chiquito!"




Poetas para venerar: Vallejo, Apollinaire, Cavafis. Poetas para aprender: Borges, Salinas, Seferis. Poetas para jugar: Cummings, Tablada, Oquendo. Poetas para quedarse en silencio: Holan, Eguren, Machado. Poetas para pelearse con ellos: Pound, Neruda, Lugones. Poetas para perderse en ellos: Eliot, Pessoa, Huidobro. Poetas para sentirse inteligentes: Jorge Guillén, Octavio Paz, Martín Adán. Poetas para despreciar en la escuela y arrepentirse después: Bécquer, Rubén Darío, Amado Nervo.




La palabra delirio, que hoy pertenece al vocabulario de las conductas patológicas, significaba originalmente “salirse del surco, sembrar de manera incorrecta”. El origen agrario de esa palabra es compartido con verso, que para los labradores de la antigua Roma era el surco que araban los bueyes. Los tratadistas medievales identificaron el final del verso con el momento en que los bueyes se volvían al terminar un surco. ¿Por qué sancionaron tan duramente a aquellos que se animaban a sembrar fuera del surco? Tal vez porque advirtieron en ese desvío una mancha en la blancura que rodeaba al verso. Tal vez porque abominaron la disonancia que los apartaba de la música y los arrojaba a los brazos del silencio. No hay poema, por recto que sea, que no nos enseñe a delirar, a sembrar mal, a salirnos una y otra vez del surco.




“¡The party is over!”, me dice Jannine alargando graciosamente la o de over. Y yo sé que debo apagar la música porque a ella le gusta trabajar en silencio. ¿Por qué escribo con música? No hablo de la música ambiental a la que uno se acostumbra y olvida en pocos segundos. Hablo de la música que afirma constantemente su presencia, como las piezas de Bach o Debussy, las canciones medievales, el rock más turbulento. Con frecuencia el rock más turbulento. Sin música el silencio no me deja escribir. Sin música me distraigo con los silencios del mundo.




Entre 1946 y 1958 William Carlos Williams escribió un libro desmesurado y ambicioso al que llamó Paterson. No podía saber que, andando el tiempo, ese pueblo de New Jersey iba a convertirse en la ciudad con más peruanos de los Estados Unidos. Teníamos, pues, dos motivos para visitarla. Aquel día nos detuvimos junto a las cataratas del Passaic (que ilustran la cubierta del libro), imaginamos a la madre de Williams enseñándole un poco de español, leímos en voz alta sus poemas. Luego nos fuimos al restaurante Rosita para comer anticuchos y papa a la huancaína.




Ningún tratado ha sabido explicarme la diferencia entre escribir prosa y escribir poesía. Muchas veces he pensado que la diferencia tal vez no sea de grado, sino de orden. La prosa empieza siempre con alguna idea, a esa idea le siguen palabras, y a esas palabras —si tienen suerte—, una música. La poesía, en cambio, empieza con una música, a esa música le siguen palabras, y a esas palabras, una idea. Para algunos la idea es opcional.    





Maneras de desaparecer. Usar audífonos es una manera de desaparecer. Escuchar música es una manera de desaparecer. Olvidar en una plaza nuestro segundo nombre es una manera de desaparecer. Llorar a solas en una manera de desaparecer. Aunque no parezca, sonreír es una manera de desaparecer. Dibujar mientras los otros hablan es una manera de desaparecer. Aparecer es una manera de desaparecer. Hablar sobre uno mismo es una manera de desaparecer. Escribir poemas es una manera de desaparecer.




De Anuario Mínimo. 1960-2010 (Práctica mortal, 2014) 

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