lunes, 20 de febrero de 2017

Mark Strand - Hopper (fragmentos)




Con frecuencia tengo la impresión de que lo que observo en los cuadros de Edward Hopper son escenas de mi propio pasado. Quizá esto se deba a que yo mismo era un niño en los años cuarenta, y a que el mundo al que asistí era en muchos sentidos idéntico al que contemplo cuando miro estos cuadros hoy; quizá se deba a que el mundo adulto que me rodeaba entonces me parecía tan remoto como el que florece en esas obras. Como quiera que sea, el hecho es que mirar la pintura de Hopper está, en mi caso, indisolublemente ligado a lo que tuve ante mis ojos entonces: la ropa, las casas, las calles, los escaparates son los mismos. De niño, el mundo que me fue dado ver más allá de mi propio vecindario lo descubrí desde el asiento trasero del coche de mis padres. Fue un mundo apenas entrevisto al pasar, y sin embargo estaba ahí, quieto. Tenía una vida propia: no sabía de mí ni le importaba que yo pasara cerca en algún momento particular. Del mismo modo que el de los cuadros de Hopper, aquel otro mundo no correspondió a mi mirada con la suya.




Mirando Aves nocturnas quedamos suspendidos entre dos imperativos contradictorios: uno, gobernado por el trapecio, que nos apremia a seguir adelante, y el otro, dominado por la imagen de un lugar iluminado en medio de la ciudad oscura, que nos incita a permanecer.
En este caso, igual que en otros cuadros de Hopper en los que las calles o las carreteras juegan un papel importante, no hay coches a la vista. No hay nadie con quien compartir lo que Vemos, nadie ha llegado antes que nosotros. Nuestra experiencia será enteramente nuestra. La soledad del viaje, junto con nuestro sentimiento de pérdida y de pasajera ausencia, se harán inevitablemente presentes.




Los cuadros de Hopper son breves y aislados momentos de figuración que sugieren el tono de lo que habrá de seguir, al tiempo que llevan adelante el tono de lo que los ha precedido. El tono, pero no el contenido. La implicación, pero no la evidencia. Son profundamente sugerentes. Cuanto más impostados y teatrales resultan, más nos mueven a preguntar qué sucederá después; cuanto más parecidos a la vida, más nos impulsan a construir el relato de lo que ha acontecido antes. Nos atrapan justo cuando la idea de tránsito no puede estar lejos de nuestras mentes: al fin y al cabo estamos acercándonos al lienzo, o alejándonos de él. El tiempo que pasamos con un cuadro debe incluir —si tenemos consciencia de nosotros mismos— lo que este nos revela sobre la naturaleza de la continuidad. Los cuadros de Hopper no son vacíos en un rico proceso. Son todo lo que puede extraerse de un vacío en el que no se siente tanto la presencia de los acontecimientos de una vida como del tiempo que precede a esa vida, o que la sucede. Una oscura sombra se abate sobre estas pinturas, haciendo que cualquier relato que construyamos tomándolas como punto de partida parezca sentimental o impertinente.




Detrás de la pregunta por la importancia de esa oscuridad que produce una sensación de encierro, o al menos de limitación, en los cuadros de Hopper, se encuentra el cuestionamiento de nuestro modo de afrontar el tiempo: qué hacemos con él y qué hace él de nosotros. En muchos cuadros de Hopper hay una espera aconteciendo. La gente a la que Hopper pinta parece no tener nada que hacer. Son como personajes que se hubiesen quedado sin un papel que desempeñar, y ahora, atrapados en el espacio de su espera, deben hacerse compañía, sin lugar adonde ir, sin futuro.




Una de las razones por las que la luz está tan íntimamente unida con los objetos en los cuadros de Hopper es que, según él mismo admitió, estos fueron pintados a partir de notas y recuerdos. Y nuestra memoria está preparada para ser más duradera en el caso de los objetos y de su disposición que en el del aire o la luz, del mismo modo que nuestros recuerdos de espacios interiores suelen ser más precisos que los que corresponden al exterior. Para capturar la luz, por decirlo de algún modo, uno debe salir a pintar, cosa que Hopper no hacía cuando utilizaba óleos. La luz real cambia demasiado rápido para un hombre que trabaja tan lentamente como Hopper solía hacerlo. Estaba obligado a imaginar una luz que resultara adecuada para su mundo de detalles evanescentes, y eso era más apropiado hacerlo en el estudio. Sus cuadros son cuidadosa y meticulosamente planeados, antes que improvisados, y en estos la luz tiene el carácter de un memorial, más que el de una celebración.




Mucho de lo que ocurre en un Hopper parece vincularse con cosas que pertenecerían al reino invisible situado más allá de los límites del cuadro: las figuras se inclinan hacia un sol ausente, los caminos y las vías férreas se prolongan en dirección a un punto de fuga que solo podemos suponer. Sin embargo, muchas veces Hopper sitúa lo inalcanzable al interior de sus pinturas.




En los cuadros de Hopper asistimos a las escenas más familiares con la sensación de que para nosotros son esencialmente remotas, incluso desconocidas. La gente mira al vacío: parecen estar en cualquier parte menos en donde efectivamente se encuentran, perdidos en un misterio que los cuadros no pueden revelarnos y que solo podemos intentar adivinar. Es como si fuésemos testigos de un acontecimiento que somos incapaces de nombrar. Sentimos la presencia de lo que permanece oculto, de lo que sin duda existe, pero sin llegar a mostrarse. Hopper ejerce su poder sobre nosotros con extraordinario tacto: dándole forma a la privacidad, otorgándole un espacio donde pueda ser atestiguada sin ser violada. Cuando identificamos la reticencia de sus cuadros con la que nos es propia, nuestra simpatía crece. Las habitaciones de Hopper son tristes refugios del deseo. Querríamos saber más de lo que sucede allí, pero por supuesto resulta imposible. El silencio que acompaña nuestra observación parece crecer. Es inquietante: desearíamos irnos. Y hay algo que nos urge a hacerlo, aunque también hay algo que nos mueve a permanecer. Todo esto lastra como la soledad. Nuestra distancia frente a todo crece.




De Hopper (Lumen, 2008)
Traducción de Juan Antonio Montiel





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