Con frecuencia tengo la
impresión de que lo que observo en los cuadros de Edward Hopper son escenas de
mi propio pasado. Quizá esto se deba a que yo mismo era un niño en los años
cuarenta, y a que el mundo al que asistí era en muchos sentidos idéntico al que
contemplo cuando miro estos cuadros hoy; quizá se deba a que el mundo adulto
que me rodeaba entonces me parecía tan remoto como el que florece en esas
obras. Como quiera que sea, el hecho es que mirar la pintura de Hopper está, en
mi caso, indisolublemente ligado a lo que tuve ante mis ojos entonces: la ropa,
las casas, las calles, los escaparates son los mismos. De niño, el mundo que me
fue dado ver más allá de mi propio vecindario lo descubrí desde el asiento
trasero del coche de mis padres. Fue un mundo apenas entrevisto al pasar, y sin
embargo estaba ahí, quieto. Tenía una vida propia: no sabía de mí ni le
importaba que yo pasara cerca en algún momento particular. Del mismo modo que
el de los cuadros de Hopper, aquel otro mundo no correspondió a mi mirada con
la suya.
Mirando Aves nocturnas quedamos
suspendidos entre dos imperativos contradictorios: uno, gobernado por el
trapecio, que nos apremia a seguir adelante, y el otro, dominado por la imagen
de un lugar iluminado en medio de la ciudad oscura, que nos incita a
permanecer.
En este caso, igual que en
otros cuadros de Hopper en los que las calles o las carreteras juegan un papel
importante, no hay coches a la vista. No hay nadie con quien compartir lo que
Vemos, nadie ha llegado antes que nosotros. Nuestra experiencia será enteramente
nuestra. La soledad del viaje, junto con nuestro sentimiento de pérdida y de
pasajera ausencia, se harán inevitablemente presentes.
Los cuadros de Hopper son
breves y aislados momentos de figuración que sugieren el tono de lo que habrá
de seguir, al tiempo que llevan adelante el tono de lo que los ha precedido. El
tono, pero no el contenido. La implicación, pero no la evidencia. Son
profundamente sugerentes. Cuanto más impostados y teatrales resultan, más nos
mueven a preguntar qué sucederá después; cuanto más parecidos a la vida, más
nos impulsan a construir el relato de lo que ha acontecido antes. Nos atrapan
justo cuando la idea de tránsito no puede estar lejos de nuestras mentes: al
fin y al cabo estamos acercándonos al lienzo, o alejándonos de él. El tiempo
que pasamos con un cuadro debe incluir —si tenemos consciencia de nosotros
mismos— lo que este nos revela sobre la naturaleza de la continuidad. Los
cuadros de Hopper no son vacíos en un rico proceso. Son todo lo que puede
extraerse de un vacío en el que no se siente tanto la presencia de los
acontecimientos de una vida como del tiempo que precede a esa vida, o que la
sucede. Una oscura sombra se abate sobre estas pinturas, haciendo que cualquier
relato que construyamos tomándolas como punto de partida parezca sentimental o
impertinente.
Detrás de la pregunta por la
importancia de esa oscuridad que produce una sensación de encierro, o al menos
de limitación, en los cuadros de Hopper, se encuentra el cuestionamiento de
nuestro modo de afrontar el tiempo: qué hacemos con él y qué hace él de
nosotros. En muchos cuadros de Hopper hay una espera aconteciendo. La gente a
la que Hopper pinta parece no tener nada que hacer. Son como personajes que se
hubiesen quedado sin un papel que desempeñar, y ahora, atrapados en el espacio
de su espera, deben hacerse compañía, sin lugar adonde ir, sin futuro.
Una de las razones por las que
la luz está tan íntimamente unida con los objetos en los cuadros de Hopper es
que, según él mismo admitió, estos fueron pintados a partir de notas y
recuerdos. Y nuestra memoria está preparada para ser más duradera en el caso de
los objetos y de su disposición que en el del aire o la luz, del mismo modo que
nuestros recuerdos de espacios interiores suelen ser más precisos que los que corresponden
al exterior. Para capturar la luz, por decirlo de algún modo, uno debe salir a
pintar, cosa que Hopper no hacía cuando utilizaba óleos. La luz real cambia
demasiado rápido para un hombre que trabaja tan lentamente como Hopper solía
hacerlo. Estaba obligado a imaginar una luz que resultara adecuada para su
mundo de detalles evanescentes, y eso era más apropiado hacerlo en el estudio.
Sus cuadros son cuidadosa y meticulosamente planeados, antes que improvisados,
y en estos la luz tiene el carácter de un memorial, más que el de una
celebración.
Mucho de lo que ocurre en un
Hopper parece vincularse con cosas que pertenecerían al reino invisible situado
más allá de los límites del cuadro: las figuras se inclinan hacia un sol
ausente, los caminos y las vías férreas se prolongan en dirección a un punto de
fuga que solo podemos suponer. Sin embargo, muchas veces Hopper sitúa lo
inalcanzable al interior de sus pinturas.
En los cuadros de Hopper
asistimos a las escenas más familiares con la sensación de que para nosotros
son esencialmente remotas, incluso desconocidas. La gente mira al vacío:
parecen estar en cualquier parte menos en donde efectivamente se encuentran,
perdidos en un misterio que los cuadros no pueden revelarnos y que solo podemos
intentar adivinar. Es como si fuésemos testigos de un acontecimiento que somos
incapaces de nombrar. Sentimos la presencia de lo que permanece oculto, de lo
que sin duda existe, pero sin llegar a mostrarse. Hopper ejerce su poder sobre
nosotros con extraordinario tacto: dándole forma a la privacidad, otorgándole
un espacio donde pueda ser atestiguada sin ser violada. Cuando identificamos la
reticencia de sus cuadros con la que nos es propia, nuestra simpatía crece. Las
habitaciones de Hopper son tristes refugios del deseo. Querríamos saber más de
lo que sucede allí, pero por supuesto resulta imposible. El silencio que
acompaña nuestra observación parece crecer. Es inquietante: desearíamos irnos.
Y hay algo que nos urge a hacerlo, aunque también hay algo que nos mueve a permanecer.
Todo esto lastra como la soledad. Nuestra distancia frente a todo crece.
De Hopper (Lumen, 2008)
Traducción de Juan Antonio Montiel
No hay comentarios:
Publicar un comentario