Dejemos de lado por el momento la crítica usual
del Enemigo del Arte Contemporáneo, que diría que estos farsantes que hoy se
están haciendo pasar por artistas dependen de un discurso justificativo para
hacer valer las tonterías que fabrican. Pensemos más bien en la lógica e
historia de la reproducción —sin entrar en la cuestión filosófica del «aura»,
que a mí personalmente nunca me convenció mucho. La obra de arte siempre llevó
implícita su propia reproducción. Al proponerse a la percepción y la memoria, es
inevitable que desprendan fantasmas en el tiempo y el espacio. En ese sentido
la obra de arte es apenas el modelo de sus reproducciones, y casi nada más (el
resto es un objeto de prestigio, sujeto a todos los accidentes y manipulaciones
de un objeto cualquiera).
A partir de cierto momento, el momento del Arte
Contemporáneo precisamente, es como si se hubiera entablado una carrera entre
la obra de arte y la posibilidad técnica de su reproducción. Y quizás esta
carrera, esta huida hacia adelante, es la que está dictando la forma que toma
la obra de arte. La obra de arte contemporánea se hurta a la reproducción
técnica en la misma medida en que ésta avanza y se perfecciona. La obra se
vuelve obra de arte, hoy, en tanto se adelanta un paso a la posibilidad de su
reproducción…
Un avatar elocuente de esta carrera fueron las
instalaciones, hoy ya un tanto pasadas de moda pero cuya marca se extendió más
allá de su formato propiamente dicho. La fotografía da una idea sólo parcial de
la instalación, y hasta algo menos que parcial, ya que la pone en el mismo
plano de las ilustraciones de una revista de decoración de interiores. En su
mecanismo de entrada, recorrido y salida, las instalaciones burlan a la
reproducción de una manera insidiosa, son una trampa no sólo para incautos. En
su comentario a una instalación de Beuys, David Sylvester indicaba cuál era
exactamente el sitio donde debía colocarse el espectador para sacar el mayor
provecho de la apreciación estética y emocional de la obra. Un crítico tan
perceptivo como Sylvester pero formado en el estudio y goce de la pintura,
malentendía por completo el formato «instalación», al rescatar la posibilidad
de su reproducción, marcando el sitio donde debía colocarse el objetivo de la
cámara.
El Artista Contemporáneo sigue adelantándose,
sigue un paso adelante, y pone su ingenio e inventiva en conseguir que su obra
contenga un aspecto, un costado, una punta, que siga oculta aun a la más
novedosa y exhaustiva técnica de reproducción.
Veo, en un artículo sobre la producción reciente
de un joven artista, la foto de un montón de arena en el piso. ¿Cuál es la
obra? Puede ser arena del Sinaí transportada a un museo de Alaska, o la idea es
que los espectadores la desparramen, o se sienten encima, o se lleven un
granito cada uno, o puede estar tapando una escultura de Brancusi… No se puede
fotografiar un concepto. Pero al texto que lo explicara también le faltaría
algo, y algo fundamental: le faltaría esa constelación de historias posibles
que planea sobre la foto desnuda. Y a la combinación de foto y texto, en una
desmultiplicación paradójica, le faltaría más todavía.
Lo que quiero decir es que en esta carrera que
han emprendido, la obra y su reproducción se persiguen tan de cerca que llegan
a confundirse. La reproducción misma se vuelve obra de arte, o, más
precisamente, arte sin obra. «Sueño no soñado», dijo De Chirico. Sueño no
soñado todavía, latente, sin la prepotencia de lo realizado. El arte se vuelve
un juego ligeramente fantástico con el tiempo: es la documentación de algo que
fue, y a la vez promesa de algo que será. Nonato y póstumo. Quizás la obra de
arte siempre fue eso, un ente de existencia precaria o ambigua, suspendido entre
el antes y el después, subsirviente de un guión que oculta como un secreto su
belleza y su encanto.
Quizás siempre la obra de arte se las arregló
para que ninguna reproducción la representara enteramente. Habría que pensar en
un concepto ampliado del «aura», que incluyera el relato del que surge la obra.
La realidad concreta de la obra estaría conformada por la obra misma y el
tiempo que envolvió su concepción y ejecución, entendiendo por este tiempo el
transcurrir histórico, en el que cada uno de sus puntos es único e irrepetible,
y por ello irreproducible. De ahí que nadie le dé mucho crédito al consejo banal
de apreciar la obra de arte sólo por sus valores plásticos, independientemente
de los saberes o asociaciones que la envuelven. Ni el formalista más dogmático,
el que cuelga el cuadro patas arriba para concentrarse en el juego de las
formas y colores, puede desentenderse de un relato u otro.
Alguna vez habría que hacer, si es que no está
hecha ya, la historia, o la enciclopedia, de los nombres de los movimientos
artísticos. Es una historia que en su forma explícita duró más o menos un
siglo. Empezó con los impresionistas, nombre que, tal como pasaría con otros
después, como el cubismo o el fauvismo, nació como crítica o burla. Otros
fueron nombres programáticos, como el futurismo, otros provocadores, como dadá,
descriptivos como expresionismo. Abstractos, geográficos, como la Escuela de
París, siglas, como Cobra. En la década de 1960 hubo una aceleración explosiva;
los nombres, y lo que designaban los nombres, proliferaron: pop, op,
minimalismo, conceptual, land art, fotorrealismo, arte povera, y cien más. Como
toda explosión en forma, dejó la tierra arrasada; en adelante ya no hubo
nombres; los pocos que se propusieron después, como pattern painting, o bad
painting, o Die Neue Wilden (los nuevos fauves) (todos en los setenta), o la
transvanguardia, fueron fugaces y limitados. Se había clausurado el carnaval de
los nombres; apenas si quedaba como ersatz anteponerle un «neo» o «post» a
algún viejo nombre.
No debería haber sido un problema: el arte podía
haber seguido funcionando sin nombres, como lo había hecho antes durante
siglos. Salvo que las grandes casas de remates de obras de arte necesitaban un
nombre para anunciar sus ventas y poner en la tapa de sus catálogos, y
entonces, por un consenso entre ellas, se decidió darle un nombre convencional
a todo lo que, sin entrar en alguna de las categorías remanentes, hubiera sido
producido después de 1970. El nombre que eligieron, sin exprimirse mucho el
cerebro y con escasa visión de futuro, fue el de Arte Contemporáneo. Un nombre
perfectamente absurdo, ni descriptivo ni provocativo ni geográfico, de una
neutralidad apabullante, casi paródica.
Pero, curiosamente, el nombre prendió, y quedó,
y por su permanencia misma, que ya de por sí es paradójica, ha empezado a tomar
sentido; entre otras cosas, o principalmente, porque lo que designa, aun en su
enorme variedad, tiene rasgos comunes, una cierta atmósfera común, que es la de
la coincidencia en un momento histórico que reniega lúdicamente de la Historia
para desplegarse como un presente permanente.
Dicen que el concepto de «arte» nació en el
siglo XVIII. Nadie ha terminado de ponerse de acuerdo en la descripción de ese
concepto. A mi juicio, sería una restricción, mediante la cual se aísla la
pequeña parte activa de lo que antes, o siempre, se ha llamado «arte», y a todo
lo demás lo relega a la categoría de artesanía. Esta, la artesanía, debe hacerse
bien (de modo que pueda aceptarse, apreciarse y venderse). Para hacerla bien es
preciso hacerla como se la hizo siempre, ajustándose a un canon que sólo admite
variaciones, y éstas dentro de márgenes aceptados. El arte en cambio no es arte
si se lo hace bien (es decir si se somete a los valores ya establecidos). Al
arte no es necesario hacerlo bien —y es una lamentable pérdida de tiempo, en la
que suelen incurrir los jóvenes, esforzarse en ese sentido. Si es arte, o para
que sea arte, debe crear valores nuevos; no necesita ser bueno, al contrario:
si se lo puede calificar de bueno es porque está obedeciendo a parámetros de
calidad ya fijados, y se lo puede poner entonces, según este novedoso concepto
dieciochesco reinterpretado por mí, en el rubro de la «artesanía».
Yo atrasaría la fecha del comienzo hasta el
momento en que empezó a haber nombres para las escuelas o movimientos, es decir
hasta el impresionismo, o sus «precursores», en el sentido borgeano. Es
entonces, cuando toma conciencia de sí, que se vuelve creación de valores, o,
en términos menos portentosos, creador de parámetros de gusto. El tiempo, el
tiempo histórico, empieza a participar en el juego. Es lo que hemos acordado en
llamar Modernismo o Modernidad: una teleología apuntada al futuro, que tuvo su
figura más ruidosa en las vanguardias. Este proceso culminó en la década de
1960, y entonces cesó.
El Arte Contemporáneo podría ser la realización
de la teleología del modernismo. Ya no se asume como heraldo del futuro, del
devenir futuro del tiempo, sino como realización lisa y llana en el presente.
Los personajes que giran alrededor del artista
contemporáneo (curadores, críticos, etcétera) conformando en su conjunto el
Arte Contemporáneo, se ven ante esa situación paradójica, de discernir el
devenir histórico de los valores… fuera de la Historia. La Historia es una selección,
y por ello un freno a la proliferación. Libre de ese freno, el Arte
Contemporáneo prolifera, inabarcable, innumerable. En el más remoto pueblecito
de Tailandia o la Argentina alguien está mirando en YouTube la última fantasía
de Paul MacCarthy o una performance de Marina Abramovic; miles de artistas
están exponiendo en galerías pequeñas o grandes, en grandes museos o en el
garaje de su casa. El saber común dice que el paso del tiempo hará su exigente
selección y quedará sólo lo bueno, o mejor dicho lo que haya logrado crear un
nuevo parámetro de calidad, con el que decidir en adelante qué es bueno y qué
no. Pero, precisamente, en el Arte Contemporáneo no hay paso del tiempo, si
realmente es «contemporáneo», o, en otras palabras, si es la contemporaneidad
lo que lo hace arte. No hay que esperar el juicio de la Historia para
establecer valores, porque esta nueva especie de arte que se llama Arte
Contemporáneo es su propia documentación, está escribiendo su historia
simultáneamente con su aparición, y no necesita que pase el tiempo.
Uno de los filtros tradicionales contra la
proliferación era el difícil y largo aprendizaje de las técnicas artísticas.
Hoy han caído los filtros. Aprender las leyes de la perspectiva, o a tallar y
pulir el mármol, o a hacer veladuras con óleo, es una excentricidad más que se
permitirán algunos en la busca de originalidad, pero que de ningún modo es
necesaria. Por un lado podríamos deplorarlo en tanto salen a escena
seudoartistas que se limitan a medrar con las facilidades actuales. Por otro
lado, da la posibilidad, tan esperada, de que salga a luz y conozcamos al fin a
los Mozarts y Rimbauds de las artes, que en otra época habrían quedado
ignorados y sin obra por no tener la paciencia del aprendizaje o el acceso a
él.
Un engranaje importante, yo diría fundamental,
del Arte Contemporáneo es el Enemigo militante del Arte Contemporáneo, el que
argumenta y vocifera contra el fraude de estos vagos que se han hecho
millonarios gracias al snobismo de la masa, el que escribe libros con títulos
que suelen ser variaciones de «La culpa es de Duchamp», y se ensaña
ejemplificando las ridículas obras de arte («arte» con fuertes comillas) del
Arte Contemporáneo. Esto último no le da trabajo: los ejemplos sobran, y sobran
a tal punto que se podría llegar a sospechar que se los están sirviendo en
bandeja, o que directamente los están haciendo para él. A partir del mingitorio
de Duchamp, casi cualquier obra del Arte Contemporáneo, sacada de su contexto,
de su historia, de la explicación que la envuelve, se presta a una descripción
sardónica. Más que prestarse: se diría que fue hecha como objeto de esta
descripción sardónica, y que ésta es algo así como el grado cero de su
recepción. Sin ese primer escalón la recepción no puede alzar vuelo.
En las discusiones que promueve el Enemigo del
Arte Contemporáneo, es lo más común que apoye su argumentación con ejemplos
imaginarios, creados por su fantasía agresiva, como «nadie me hará creer que
colgar del techo preservativos llenos de mierda es arte». El que lo escucha no
puede menos que preguntarse, aun sabiendo que el ejemplo es una creación del
momento a efectos de convicción, si esa obra (con o sin comillas) no habrá sido
hecha alguna vez. Y si no fue hecha, podría haberlo sido, o lo será, porque esa
lógica del ejemplo imaginario difamatorio —que es una forma de «cualquier
cosa»— está en el origen de la creatividad.
Un argumento en el que suele basarse la
denostación al Arte Contemporáneo, en realidad el argumento central que exhibe
el Enemigo del Arte Contemporáneo, es que hoy en día la obra de arte no se
sostiene sin el discurso que la envuelve y justifica. No «habla por sí misma»
sino que necesita de ventrílocuos avezados, por lo general críticos o
curadores.
En el comienzo estuvo Duchamp; casi podría
decirse que fue el mito de origen, y como todos los mitos, no se limitó a dar
el movimiento inicial sino que realizó todo el camino que no queda más que
seguir recorriendo de ida y vuelta. Con la particularidad de que el discurso
fue suyo, y fue explícitamente parte de la obra. No es que después los
críticos, curadores, historiadores, no hayan bordado interminablemente sobre su
obra, pero él fue el inventor de una obra de arte que venía en dos partes
indisolubles: obra y discurso sobre la obra. El Gran Vidrio y la Boite Verte
fueron, o fue, en singular, el primer y definitivo ensayo. Perfeccionado
después con los ready-mades; perfeccionado en dirección a la más escueta y
elegante simplicidad: en el ready-made la obra es cualquier cosa, el discurso
es sólo la firma del artista.
En algo hay que darle la razón al Enemigo del
Arte Contemporáneo, y es en que Duchamp tuvo la culpa. Su obra tuvo una
latencia de medio siglo, mientras perduraba el impulso nacido con Manet o
Cézanne, hasta que en los años sesenta se dio la conjunción de su
redescubrimiento por artistas como Jasper Johns, Rauschenberg y otros, y una
aproximación natural por parte de nuevas corrientes como el pop, el
minimalismo, el happening, debido quizás (sólo quizás: no soy un historiador
del arte) al agotamiento del impulso Manet-Cézanne. A partir de ahí, tenemos
Arte Contemporáneo. Salvo que el Arte Contemporáneo, con toda su rica y, para
mí, fascinante diversidad, desmiente su nombre porque es en buena medida el
arte del pasado: del pasado de la vida de Duchamp.
[...] lo que hace el Artista Contemporáneo es agregar una pequeña fracción de 0,01 por ciento al 99,9 por ciento que cubrió Duchamp. Pero ese mínimo, justamente por ser un mínimo, deja mucho espacio libre para seguir haciendo. Ha habido una atomización que se parece a una liberación, y se ha abierto un espacio de maniobras de una amplitud nunca vista antes. Ya nada estorba ni incomoda con su tamaño, todo el debate se da entre mínimos. No hay más Picassos ni angustia de las influencias. La excepcionalidad del genio quedó encapsulada en una sola figura del pasado, dejando libre el presente para los desplazamientos de una constelación de excepcionalidades provisorias y parciales.
De Sobre el arte contemporáneo / En la Habana (Literatura Random House, 2016)
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