jueves, 2 de marzo de 2017

César Aira - Sobre el arte contemporáneo (fragmentos)



Dejemos de lado por el momento la crítica usual del Enemigo del Arte Contemporáneo, que diría que estos farsantes que hoy se están haciendo pasar por artistas dependen de un discurso justificativo para hacer valer las tonterías que fabrican. Pensemos más bien en la lógica e historia de la reproducción —sin entrar en la cuestión filosófica del «aura», que a mí personalmente nunca me convenció mucho. La obra de arte siempre llevó implícita su propia reproducción. Al proponerse a la percepción y la memoria, es inevitable que desprendan fantasmas en el tiempo y el espacio. En ese sentido la obra de arte es apenas el modelo de sus reproducciones, y casi nada más (el resto es un objeto de prestigio, sujeto a todos los accidentes y manipulaciones de un objeto cualquiera).


A partir de cierto momento, el momento del Arte Contemporáneo precisamente, es como si se hubiera entablado una carrera entre la obra de arte y la posibilidad técnica de su reproducción. Y quizás esta carrera, esta huida hacia adelante, es la que está dictando la forma que toma la obra de arte. La obra de arte contemporánea se hurta a la reproducción técnica en la misma medida en que ésta avanza y se perfecciona. La obra se vuelve obra de arte, hoy, en tanto se adelanta un paso a la posibilidad de su reproducción…


Un avatar elocuente de esta carrera fueron las instalaciones, hoy ya un tanto pasadas de moda pero cuya marca se extendió más allá de su formato propiamente dicho. La fotografía da una idea sólo parcial de la instalación, y hasta algo menos que parcial, ya que la pone en el mismo plano de las ilustraciones de una revista de decoración de interiores. En su mecanismo de entrada, recorrido y salida, las instalaciones burlan a la reproducción de una manera insidiosa, son una trampa no sólo para incautos. En su comentario a una instalación de Beuys, David Sylvester indicaba cuál era exactamente el sitio donde debía colocarse el espectador para sacar el mayor provecho de la apreciación estética y emocional de la obra. Un crítico tan perceptivo como Sylvester pero formado en el estudio y goce de la pintura, malentendía por completo el formato «instalación», al rescatar la posibilidad de su reproducción, marcando el sitio donde debía colocarse el objetivo de la cámara.


El Artista Contemporáneo sigue adelantándose, sigue un paso adelante, y pone su ingenio e inventiva en conseguir que su obra contenga un aspecto, un costado, una punta, que siga oculta aun a la más novedosa y exhaustiva técnica de reproducción.


Veo, en un artículo sobre la producción reciente de un joven artista, la foto de un montón de arena en el piso. ¿Cuál es la obra? Puede ser arena del Sinaí transportada a un museo de Alaska, o la idea es que los espectadores la desparramen, o se sienten encima, o se lleven un granito cada uno, o puede estar tapando una escultura de Brancusi… No se puede fotografiar un concepto. Pero al texto que lo explicara también le faltaría algo, y algo fundamental: le faltaría esa constelación de historias posibles que planea sobre la foto desnuda. Y a la combinación de foto y texto, en una desmultiplicación paradójica, le faltaría más todavía.


Lo que quiero decir es que en esta carrera que han emprendido, la obra y su reproducción se persiguen tan de cerca que llegan a confundirse. La reproducción misma se vuelve obra de arte, o, más precisamente, arte sin obra. «Sueño no soñado», dijo De Chirico. Sueño no soñado todavía, latente, sin la prepotencia de lo realizado. El arte se vuelve un juego ligeramente fantástico con el tiempo: es la documentación de algo que fue, y a la vez promesa de algo que será. Nonato y póstumo. Quizás la obra de arte siempre fue eso, un ente de existencia precaria o ambigua, suspendido entre el antes y el después, subsirviente de un guión que oculta como un secreto su belleza y su encanto.


Quizás siempre la obra de arte se las arregló para que ninguna reproducción la representara enteramente. Habría que pensar en un concepto ampliado del «aura», que incluyera el relato del que surge la obra. La realidad concreta de la obra estaría conformada por la obra misma y el tiempo que envolvió su concepción y ejecución, entendiendo por este tiempo el transcurrir histórico, en el que cada uno de sus puntos es único e irrepetible, y por ello irreproducible. De ahí que nadie le dé mucho crédito al consejo banal de apreciar la obra de arte sólo por sus valores plásticos, independientemente de los saberes o asociaciones que la envuelven. Ni el formalista más dogmático, el que cuelga el cuadro patas arriba para concentrarse en el juego de las formas y colores, puede desentenderse de un relato u otro.


Alguna vez habría que hacer, si es que no está hecha ya, la historia, o la enciclopedia, de los nombres de los movimientos artísticos. Es una historia que en su forma explícita duró más o menos un siglo. Empezó con los impresionistas, nombre que, tal como pasaría con otros después, como el cubismo o el fauvismo, nació como crítica o burla. Otros fueron nombres programáticos, como el futurismo, otros provocadores, como dadá, descriptivos como expresionismo. Abstractos, geográficos, como la Escuela de París, siglas, como Cobra. En la década de 1960 hubo una aceleración explosiva; los nombres, y lo que designaban los nombres, proliferaron: pop, op, minimalismo, conceptual, land art, fotorrealismo, arte povera, y cien más. Como toda explosión en forma, dejó la tierra arrasada; en adelante ya no hubo nombres; los pocos que se propusieron después, como pattern painting, o bad painting, o Die Neue Wilden (los nuevos fauves) (todos en los setenta), o la transvanguardia, fueron fugaces y limitados. Se había clausurado el carnaval de los nombres; apenas si quedaba como ersatz anteponerle un «neo» o «post» a algún viejo nombre.


No debería haber sido un problema: el arte podía haber seguido funcionando sin nombres, como lo había hecho antes durante siglos. Salvo que las grandes casas de remates de obras de arte necesitaban un nombre para anunciar sus ventas y poner en la tapa de sus catálogos, y entonces, por un consenso entre ellas, se decidió darle un nombre convencional a todo lo que, sin entrar en alguna de las categorías remanentes, hubiera sido producido después de 1970. El nombre que eligieron, sin exprimirse mucho el cerebro y con escasa visión de futuro, fue el de Arte Contemporáneo. Un nombre perfectamente absurdo, ni descriptivo ni provocativo ni geográfico, de una neutralidad apabullante, casi paródica.


Pero, curiosamente, el nombre prendió, y quedó, y por su permanencia misma, que ya de por sí es paradójica, ha empezado a tomar sentido; entre otras cosas, o principalmente, porque lo que designa, aun en su enorme variedad, tiene rasgos comunes, una cierta atmósfera común, que es la de la coincidencia en un momento histórico que reniega lúdicamente de la Historia para desplegarse como un presente permanente.


Dicen que el concepto de «arte» nació en el siglo XVIII. Nadie ha terminado de ponerse de acuerdo en la descripción de ese concepto. A mi juicio, sería una restricción, mediante la cual se aísla la pequeña parte activa de lo que antes, o siempre, se ha llamado «arte», y a todo lo demás lo relega a la categoría de artesanía. Esta, la artesanía, debe hacerse bien (de modo que pueda aceptarse, apreciarse y venderse). Para hacerla bien es preciso hacerla como se la hizo siempre, ajustándose a un canon que sólo admite variaciones, y éstas dentro de márgenes aceptados. El arte en cambio no es arte si se lo hace bien (es decir si se somete a los valores ya establecidos). Al arte no es necesario hacerlo bien —y es una lamentable pérdida de tiempo, en la que suelen incurrir los jóvenes, esforzarse en ese sentido. Si es arte, o para que sea arte, debe crear valores nuevos; no necesita ser bueno, al contrario: si se lo puede calificar de bueno es porque está obedeciendo a parámetros de calidad ya fijados, y se lo puede poner entonces, según este novedoso concepto dieciochesco reinterpretado por mí, en el rubro de la «artesanía».


Yo atrasaría la fecha del comienzo hasta el momento en que empezó a haber nombres para las escuelas o movimientos, es decir hasta el impresionismo, o sus «precursores», en el sentido borgeano. Es entonces, cuando toma conciencia de sí, que se vuelve creación de valores, o, en términos menos portentosos, creador de parámetros de gusto. El tiempo, el tiempo histórico, empieza a participar en el juego. Es lo que hemos acordado en llamar Modernismo o Modernidad: una teleología apuntada al futuro, que tuvo su figura más ruidosa en las vanguardias. Este proceso culminó en la década de 1960, y entonces cesó.


El Arte Contemporáneo podría ser la realización de la teleología del modernismo. Ya no se asume como heraldo del futuro, del devenir futuro del tiempo, sino como realización lisa y llana en el presente.


Los personajes que giran alrededor del artista contemporáneo (curadores, críticos, etcétera) conformando en su conjunto el Arte Contemporáneo, se ven ante esa situación paradójica, de discernir el devenir histórico de los valores… fuera de la Historia. La Historia es una selección, y por ello un freno a la proliferación. Libre de ese freno, el Arte Contemporáneo prolifera, inabarcable, innumerable. En el más remoto pueblecito de Tailandia o la Argentina alguien está mirando en YouTube la última fantasía de Paul MacCarthy o una performance de Marina Abramovic; miles de artistas están exponiendo en galerías pequeñas o grandes, en grandes museos o en el garaje de su casa. El saber común dice que el paso del tiempo hará su exigente selección y quedará sólo lo bueno, o mejor dicho lo que haya logrado crear un nuevo parámetro de calidad, con el que decidir en adelante qué es bueno y qué no. Pero, precisamente, en el Arte Contemporáneo no hay paso del tiempo, si realmente es «contemporáneo», o, en otras palabras, si es la contemporaneidad lo que lo hace arte. No hay que esperar el juicio de la Historia para establecer valores, porque esta nueva especie de arte que se llama Arte Contemporáneo es su propia documentación, está escribiendo su historia simultáneamente con su aparición, y no necesita que pase el tiempo.


Uno de los filtros tradicionales contra la proliferación era el difícil y largo aprendizaje de las técnicas artísticas. Hoy han caído los filtros. Aprender las leyes de la perspectiva, o a tallar y pulir el mármol, o a hacer veladuras con óleo, es una excentricidad más que se permitirán algunos en la busca de originalidad, pero que de ningún modo es necesaria. Por un lado podríamos deplorarlo en tanto salen a escena seudoartistas que se limitan a medrar con las facilidades actuales. Por otro lado, da la posibilidad, tan esperada, de que salga a luz y conozcamos al fin a los Mozarts y Rimbauds de las artes, que en otra época habrían quedado ignorados y sin obra por no tener la paciencia del aprendizaje o el acceso a él.


Un engranaje importante, yo diría fundamental, del Arte Contemporáneo es el Enemigo militante del Arte Contemporáneo, el que argumenta y vocifera contra el fraude de estos vagos que se han hecho millonarios gracias al snobismo de la masa, el que escribe libros con títulos que suelen ser variaciones de «La culpa es de Duchamp», y se ensaña ejemplificando las ridículas obras de arte («arte» con fuertes comillas) del Arte Contemporáneo. Esto último no le da trabajo: los ejemplos sobran, y sobran a tal punto que se podría llegar a sospechar que se los están sirviendo en bandeja, o que directamente los están haciendo para él. A partir del mingitorio de Duchamp, casi cualquier obra del Arte Contemporáneo, sacada de su contexto, de su historia, de la explicación que la envuelve, se presta a una descripción sardónica. Más que prestarse: se diría que fue hecha como objeto de esta descripción sardónica, y que ésta es algo así como el grado cero de su recepción. Sin ese primer escalón la recepción no puede alzar vuelo.


En las discusiones que promueve el Enemigo del Arte Contemporáneo, es lo más común que apoye su argumentación con ejemplos imaginarios, creados por su fantasía agresiva, como «nadie me hará creer que colgar del techo preservativos llenos de mierda es arte». El que lo escucha no puede menos que preguntarse, aun sabiendo que el ejemplo es una creación del momento a efectos de convicción, si esa obra (con o sin comillas) no habrá sido hecha alguna vez. Y si no fue hecha, podría haberlo sido, o lo será, porque esa lógica del ejemplo imaginario difamatorio —que es una forma de «cualquier cosa»— está en el origen de la creatividad.


Un argumento en el que suele basarse la denostación al Arte Contemporáneo, en realidad el argumento central que exhibe el Enemigo del Arte Contemporáneo, es que hoy en día la obra de arte no se sostiene sin el discurso que la envuelve y justifica. No «habla por sí misma» sino que necesita de ventrílocuos avezados, por lo general críticos o curadores.


En el comienzo estuvo Duchamp; casi podría decirse que fue el mito de origen, y como todos los mitos, no se limitó a dar el movimiento inicial sino que realizó todo el camino que no queda más que seguir recorriendo de ida y vuelta. Con la particularidad de que el discurso fue suyo, y fue explícitamente parte de la obra. No es que después los críticos, curadores, historiadores, no hayan bordado interminablemente sobre su obra, pero él fue el inventor de una obra de arte que venía en dos partes indisolubles: obra y discurso sobre la obra. El Gran Vidrio y la Boite Verte fueron, o fue, en singular, el primer y definitivo ensayo. Perfeccionado después con los ready-mades; perfeccionado en dirección a la más escueta y elegante simplicidad: en el ready-made la obra es cualquier cosa, el discurso es sólo la firma del artista.


En algo hay que darle la razón al Enemigo del Arte Contemporáneo, y es en que Duchamp tuvo la culpa. Su obra tuvo una latencia de medio siglo, mientras perduraba el impulso nacido con Manet o Cézanne, hasta que en los años sesenta se dio la conjunción de su redescubrimiento por artistas como Jasper Johns, Rauschenberg y otros, y una aproximación natural por parte de nuevas corrientes como el pop, el minimalismo, el happening, debido quizás (sólo quizás: no soy un historiador del arte) al agotamiento del impulso Manet-Cézanne. A partir de ahí, tenemos Arte Contemporáneo. Salvo que el Arte Contemporáneo, con toda su rica y, para mí, fascinante diversidad, desmiente su nombre porque es en buena medida el arte del pasado: del pasado de la vida de Duchamp.


[...] lo que hace el Artista Contemporáneo es agregar una pequeña fracción de 0,01 por ciento al 99,9 por ciento que cubrió Duchamp. Pero ese mínimo, justamente por ser un mínimo, deja mucho espacio libre para seguir haciendo. Ha habido una atomización que se parece a una liberación, y se ha abierto un espacio de maniobras de una amplitud nunca vista antes. Ya nada estorba ni incomoda con su tamaño, todo el debate se da entre mínimos. No hay más Picassos ni angustia de las influencias. La excepcionalidad del genio quedó encapsulada en una sola figura del pasado, dejando libre el presente para los desplazamientos de una constelación de excepcionalidades provisorias y parciales.


De Sobre el arte contemporáneo / En la Habana (Literatura Random House, 2016)




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