Ese es el elefante del mar, pero
él no lo sabe. Ser un elefante de mar o un caracol de jardín para él no tiene
ningún sentido. Se burla de esas cosas, no quiere ser nadie importante.
Está sentado sobre la barriga,
porque se encuentra cómodo de ese modo: cada cual tiene derecho a sentarse como
le plazca. Está muy contento porque el cuidador le da peces, peces vivos.
Todos los días come kilos y kilos
de peces vivos. Para los peces es una tragedia, porque después están muertos,
pera cada cual tiene derecho a comer lo que le guste.
Los come sin remilgos, muy
deprisa, mientras que el hombre, cuando come una trucha, la echa antes en agua
hirviendo y después de comerla sigue hablando de ella durante días y días, y
hasta por años.
—Ah, qué trucha, amigo, te
acuerdas, ¿verdad?
Etcétera, etcétera.
Él, el elefante marino, come con
sencillez, y tiene ojos bonitos, pero cuando se enfada, su nariz en forma de
trompa se dilata y asusta a todo el mundo.
El cuidador no le hace
daño. ¡Nunca se sabe lo que puede pasar! Si todos los animales se enfadaran,
protagonizarían una buena historia. Se lo pueden imaginar, amiguitos, el
ejército de los elefantes de tierra y de mar llegando a París. ¡Un auténtico
caos!
El elefante marino no sabe hacer
otra cosa más que comer peces, pero es algo que hace muy bien. Parece ser que,
antiguamente, había elefantes marinos que hacían malabarismos con armarios,
pero resulta imposible saber si es verdad… ¡Ya nadie quiere prestar el suyo
para comprobarlo!
El armario podría caerse, el
espejo romperse y eso sería muy costoso; porque al hombre le gustan mucho los
animales, pero le tiene más cariño a sus muebles.
El elefante marino, cuando no lo
molestan, es feliz como un rey; mucho más feliz que un rey, porque puede
sentarse sobre la barriga cuando le da la gana, mientras que el rey, incluso en el trono, siempre está
sentado sobre su trasero.
De Cuentos para niños no tan buenos (Libros del Zorro Rojo, 2017).
Traducción de Juan Gabriel López Guix.
Ilustración de Elsa Henriquez.
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