viernes, 1 de noviembre de 2019

Mirta Rosenberg - Mi oficio



Siempre me imaginé la poesía como un territorio. Mejor aún, una isla. Es como si fuera una reserva, adonde todos podríamos recurrir cuando haya escasez de sentimientos en el mundo, e incluso de pensamientos. El mar circundante sería el pensamiento, la historia, la pintura o el paisaje.

Lo que importa son las palabras, el lenguaje. Un barco, una canoa, alguna embarcación que sirva para rodear esa isla reservada, patrullarla, desembarcar. Las palabras usadas para enfrentar los hechos de una vida: dolor, placer, horror, amor, sus sucedáneos, hasta morirse. El secreto es que también hay belleza. También hay belleza. También hay belleza. La poesía no sirve para quejarse.

Nos rodea un paisaje. ¿Lo vemos? La poesía nos ayuda: ver para afuera, pero también para adentro. Gracias a ella muchas cosas que vi quedaron dentro de mí. Escenas, caras, una sequoia de Berkeley cuya copa, hasta hoy, me acerca al cielo. En los peores momentos. Una escalera.

La poesía crece cuando la historia es adversa a la humanidad. Masacres, campos de concentración, regímenes totalitarios le dan más sentido. Ahí se ve que es una reserva, palabras que estaban allí, a mano, para consolar de lo inconsolable.

La poesía no sirve para nada. Ese es su mayor valor. Si tiene alguna razón oculta, algún designio, el propósito de convencer, se transforma en panfleto.

El protagonista es el lenguaje, eso que nos une y nos separa. Animales parlantes, pensantes. La poesía también es pensamiento.

Hay un poeta, Robert Hass, que dice que la poesía es una historia familiar. Se advierte en todas las tragedias griegas, en Homero, incluso en la Biblia misma. Siempre hay eso que nos vuelve humanos, la historia de familia. Y el lenguaje. Una cría de elefanta, si es hembra, vive al menos cincuenta años con su madre, la matriarca. Pero no lo puede contar, no puede dejarlo escrito.

Por eso me gustan tanto los poemas de animales: es como prestarles voz, tratando siempre, pese a Platón (el poeta es un fingidor, Pessoa), de decir la verdad. Me gusta creer que tienen seres humanos en su interior, con sus duras almitas, su disciplina, su perverso rigor.

La poesía constante a lo largo de una vida convierte la apariencia en realidad, desenmascara. O eso o el abandono, la honestidad de dejar de escribir, dejar de repetir, repetir, repetir.



De El árbol de palabras (Bajo la Luna, 2018)

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