Siempre me imaginé la poesía como
un territorio. Mejor aún, una isla. Es como si fuera una reserva, adonde todos
podríamos recurrir cuando haya escasez de sentimientos en el mundo, e incluso
de pensamientos. El mar circundante sería el pensamiento, la historia, la
pintura o el paisaje.
Lo que importa son las palabras,
el lenguaje. Un barco, una canoa, alguna embarcación que sirva para rodear esa
isla reservada, patrullarla, desembarcar. Las palabras usadas para enfrentar
los hechos de una vida: dolor, placer, horror, amor, sus sucedáneos, hasta
morirse. El secreto es que también hay belleza. También hay belleza. También
hay belleza. La poesía no sirve para quejarse.
Nos rodea un paisaje. ¿Lo vemos?
La poesía nos ayuda: ver para afuera, pero también para adentro. Gracias a ella
muchas cosas que vi quedaron dentro de mí. Escenas, caras, una sequoia de Berkeley
cuya copa, hasta hoy, me acerca al cielo. En los peores momentos. Una escalera.
La poesía crece cuando la historia es adversa
a la humanidad. Masacres, campos de concentración, regímenes totalitarios le
dan más sentido. Ahí se ve que es una reserva, palabras que estaban allí, a
mano, para consolar de lo inconsolable.
La poesía no sirve para nada. Ese
es su mayor valor. Si tiene alguna razón oculta, algún designio, el propósito
de convencer, se transforma en panfleto.
El protagonista es el lenguaje,
eso que nos une y nos separa. Animales parlantes, pensantes. La poesía también
es pensamiento.
Hay un poeta, Robert Hass, que
dice que la poesía es una historia familiar. Se advierte en todas las tragedias
griegas, en Homero, incluso en la Biblia misma. Siempre hay eso que nos vuelve
humanos, la historia de familia. Y el lenguaje. Una cría de elefanta, si es
hembra, vive al menos cincuenta años con su madre, la matriarca. Pero no lo
puede contar, no puede dejarlo escrito.
Por eso me gustan tanto los
poemas de animales: es como prestarles voz, tratando siempre, pese a Platón (el
poeta es un fingidor, Pessoa), de decir la verdad. Me gusta creer que tienen
seres humanos en su interior, con sus duras almitas, su disciplina, su perverso
rigor.
La poesía constante a lo largo de
una vida convierte la apariencia en realidad, desenmascara. O eso o el
abandono, la honestidad de dejar de escribir, dejar de repetir, repetir,
repetir.
De El árbol de palabras (Bajo la Luna, 2018)
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