martes, 11 de diciembre de 2018

Peter Zumthor - Fragmentos sobre arquitectura




La construcción es el arte de configurar un todo con sentido a partir de muchas particularidades.




Creo que, en el contexto de un objeto arquitectónico, los materiales pueden adquirir cualidades poéticas si se generan las pertinentes relaciones formales y de sentido en el propio objeto, pues los materiales no son de por sí poéticos.




Amo la música. El lento fraseo de los conciertos de piano de Mozart, las baladas de John Coltrane, el timbre de la voz humana en ciertas canciones me son muy cercanos.

La capacidad humana de inventar melodías, armonías y ritmos me deja estupefacto.

No obstante, el mundo de los sonidos abarca también lo contrario de la melodía, la armonía y el ritmo; aparte de los sonidos meramente funcionales que llamamos ruido, conocemos desarmonías y ritmos quebrados, fragmentos y apelotonamientos de sonidos, elementos con los que trabaja la música contemporánea.

Creo que la arquitectura contemporánea debería disponer un plan tan radical como la nueva música, aunque poniéndole límites a ese imperativo. Cuando la composición de un edificio se basa en desarmonías y fragmentaciones, en una secuencia de ritmos rotos, clustering y quiebres estructurales, si bien es verdad que esa obra puede transmitir mensajes, la curiosidad se disipa con la comprensión del enunciado, y la que queda es la pregunta sobre la utilidad del objeto arquitectónico para la vida práctica.




La arquitectura tiene su propio ámbito existencial. Dado que mantiene una relación especialmente corporal con la vida, en mi opinión, al principio no es mensaje ni signo, sino una cobertura y un trasfondo de la vida que junto a ella ocurre, un receptáculo sensible para el ritmo de los pasos del suelo, para la concentración  del trabajo, para el sosiego del sueño.




El dibujo arquitectónico intenta traducir en imagen, del modo más preciso posible, la irradiación del objeto en un determinado lugar. Pero justamente el empeño puesto en esta representación puede dejar sentir con especial claridad la ausencia del objeto real, lo que conlleva que se manifiesta la insuficiencia de toda representación, así como una curiosidad por la realidad prometida en esa representación y, quizá también en el caso de que lo prometido nos conmueva, el deseo ardiente de que se haga presente.




Los detalles deben expresar lo que exija la idea fundamental del proyecto en su lugar correspondiente: copertenencia o separación, tensión o ligereza, fricción, solidez, fragilidad.

Los detalles, cuando salen bien, no son decoración. No distraen, no entretienen, sino que conducen a la comprensión del todo, a cuya esencia necesariamente pertenecen.




La presencia de determinado edificios tiene, para mí, algo secreto. Parecen simplemente estar ahí. No se les depara ninguna atención especial, pero sin ellos es casi imposible imaginarse el lugar donde se erigen. Estos edificios parecen estar fuertemente enraizados en el suelo. Dan la impresión de ser una parte natural de su entorno, y parecen decir: “Soy como tú me ves, y pertenezco a este lugar”.

Despierta toda mi pasión poder proyectar edificios que, con el correr del tiempo, queden soldados de esta manera natural con la forma y la historia del lugar donde se ubican.




Con cada nuevo edificio se interviene en una determinada situación histórica. Para la calidad de esta intervención, lo decisivo es si se logra o no dotar a lo nuevo de propiedades que entren en una relación de tensión con lo que ya está allí, y que esta relación cree sentido. Para que lo nuevo pueda encontrar su lugar nos tiene primero que estimular a ver de una forma nueva lo preexistente. Uno arroja una piedra al agua: la arena se arremolina y vuelve a asentarse. La perturbación fue necesaria, y la piedra ha encontrado su sitio. Sin embargo, el estanque ya no es el mismo que antes.




Los edificios que nos impresionan siempre nos transmiten un sentimiento fuerte de lo que es su espacio. Rodean, de un modo peculiar, ese misterioso vacío que llamamos espacio y lo hacen vibrar.




Estos tiempos de transformaciones no permiten grandes gestos. Son pocos los valores comunes que todos aún compartimos y sobre los cuales se puede construir. Por tanto, soy partidario de una arquitectura de razón práctica, que surja de aquello que todos nosotros aún podemos conocer, entender y sentir.




Si un proyecto bebe únicamente de lo existente y de la tradición, si repite lo que su lugar le señala de antemano, en mi opinión, está falto de la confrontación con el mundo, la irradiación de lo contemporáneo. Y, si una obra de arquitectura no nos cuenta sino del curso del mundo o de lo visionario, si hacer oscilar en ella al lugar concreto donde se levanta, entonces echo de menos el anclaje sensorial de la construcción a su lugar, el peso específico de lo local.




Hay una acción recíproca entre nuestros sentimientos y las cosas que nos rodean. Como arquitecto debo confrontarme con todo esto. Trabajo en las formas, en las figuras (la fisonomía), en las presencias materiales que integran nuestro espacio vital. Con mi trabajo contribuyo a que aparezcan las circunstancias reales y creo determinadas atmósferas en el espacio que hacen que se despierten nuestros sentimientos.




La arquitectura es siempre una materia concreta; no es abstracta, sino concreta. Un proyecto sobre el papel no es arquitectura, sino únicamente una representación más o menos defectuosa de lo que es la arquitectura, comparable con las notas musicales. La música precisa de su ejecución. La arquitectura necesita ser ejecutada. Luego surge su cuerpo, que es siempre sensorial.




Entre la puesta de sol y el amanecer nos orientamos con las luces que nosotros mismos producimos y encendemos. Esas luces no son comparables con la luz del día; son demasiado débiles y flojas, con sus intensidades centelleantes y sus sombras, que se difunden con tanta rapidez. Pero si no pienso en esas luces que nosotros mismo fabricamos como un esfuerzo por suprimir la noche, sino que intento pensarlas en el seno mismo de la noche, como una acentuación de la misma, como lugares íntimos de luz en medio de la oscuridad creados por el hombre, entonces se vuelven hermosas y pueden desarrollar su propio encanto. ¿Qué luces queremos encender en el periodo que va entre la puesta de sol y el amanecer? ¿Qué queremos iluminar en nuestras casas, en nuestras ciudades y en nuestros paisajes? ¿Cómo y durante cuánto tiempo?



De Pensar la arquitectura (Gustavo Gilli, 1998)
Traducción de Pedro Madrigal

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