CONCIENCIAS DELICADAS
«El tabaco es para el hombre un veneno de lo
más peligroso». Esta virtuosa puesta en guardia se ha vuelto bastante banal, me
diréis. Lo que lo es menos —y que debería mover a reflexión— es la identidad
del que la formulaba: Adolf Hitler.
Del mismo modo, Adolf Eichmann,
mientras esperaba su ejecución, pidió prestado un ejemplar de Lolita a la
biblioteca de la cárcel. Al cabo de algunas páginas (nos dice un biógrafo de
Nabokov), indignado, arrojó el libro: «¡Esto es repugnante!»
MALENTENDIDO CREADOR (FRAGMENTO)
En mi juventud, hice un curioso viaje a pie a una región
desfavorecida del Kwango, en el país de los bayaka. De vez en cuando venía
allí, a los pueblos de la sabana, un comerciante griego equipado con una
camioneta y un grupo electrógeno a organizar sesiones de cine ambulante (os
hablo de antes de la Independencia; pues hoy, aun en el supuesto de que
siguiera habiendo griegos emprendedores en la región, dudo que pudieran
encontrar todavía pistas practicables para llegar a esas remotas aldeas). Las
películas que proyectaba el griego eran viejas producciones de Hollywood con
mujeres fatales, teléfonos blancos y gánsteres con puros y trajes a rayas.
¿Contaban estas películas con banda sonora? La verdad es que habría sido de
escasa utilidad, pues los espectadores sólo comprendían el kiyaka. En cambio,
inventaban, a partir de esas imágenes inciertas que bailaban en una pantalla
improvisada en la noche rechinante de insectos, unas epopeyas prodigiosas que
sobrepasaban con creces todo cuanto hubiera podido concebir nunca la
imaginación de los guionistas de Hollywood.
Los únicos actores negros que aparecían en las películas estadounidenses
de esa época eran invariablemente relegados a insignificantes papeles de
figurantes mudos: un portero de hotel, un limpiabotas, la cocinera de una
mansión, un mozo de equipajes etcétera. Pero era en ellos en quienes se
concentraba todo el interés apasionado de los espectadores. A los ojos de
éstos, se convertían en los verdaderos héroes de la película: y, por otra
parte, la propia rareza de sus apariciones no hacía sino confirmar esta
importancia oculta y fundamental de sus papeles que les prestaba la inspiración
colectiva de los espectadores. Sus entradas en escena, excepcionales e
inopinadas, eran saludadas cada vez con una enorme ovación, y siempre estaban
precedidas de una intensa espera. A veces ocurría que el figurante negro
desaparecía definitivamente después de haber salido nada más que una vez, pero
¡no importaba! Ello significaba que se volvía más libre de continuar sus
fabulosas aventuras en esa otra película, invisible y soberbia, de la que la
pantalla no mostraba más que el pobre envés.
WRITER’S BLOCK (FRAGMENTO)
Toda verdadera creación tiene un
aspecto extático. Un pintor chino del siglo XVII había adquirido la costumbre
de destruir sus pinturas a medida que las acababa, pues era la experiencia
espiritual de la ejecución lo que le interesaba, mientras que la obra acabada
no era más que el residuo. D. H. Lawrence habló claramente de esta experiencia:
«Esa absorción feliz e intensa en un trabajo que se lleva tan cerca como es
posible de la perfección es un estado en el que se está con Dios, y la gente
que no lo ha conocido jamás ha orillado la vida».
Sin este éxtasis inspirado, no
hay poema. Pero ello entraña un corolario que es subrayado por Jean-François
Revel: «El genio poético no solamente es escaso, sino que raras veces se
manifiesta en quienes lo poseen». Los propios poetas se muestran de acuerdo con
esto. Ted Hughes estimaba que incluso los más grandes poetas sólo han escrito
tres o cuatro páginas de verdadera poesía, y que el resto es simple
versificación. Y Randall Jarrell era más pesimista aún: «Un buen poeta es
alguien que, pasando una vida entera en el exterior expuesto a todas las
tormentas, consigue hacerse fulminar cuatro o cinco veces por el rayo»
HOMBRES DE LETRAS
A la muerte de su joven esposa, Dante Gabriel Rossetti puso en el féretro, a modo de ofrenda piadosa, un manuscrito de sus propios poemas. Pero no tenía otra copia de ellos. Por eso, al cabo de algún tiempo, cambió de parecer e hizo desenterrar a su mujer para recuperar su manuscrito.
CONTRA SAINTE-BEUVE (FRAGMENTO)
Proust considera que en el
proceso creador la inteligencia no desempeña más que un papel secundario.
Muchos escritores comparten esta opinión. Colette dijo a Emmanuel Berl: «Es
usted demasiado inteligente para ser un buen novelista». Y Claudel observaba:
«La inteligencia no es la cualidad esencial de un artista en mayor medida que
la prudencia lo es de un militar». Lo cual no quiere decir, evidentemente, que
para un artista sea más ventajoso ser un imbécil —Proust mismo tenía una
inteligencia formidable—; pero todos esos escritores saben por experiencia que,
en la creación literaria, no es su inteligencia lo que se moviliza, sino más
bien su sensibilidad y su imaginación. Lo que importa sobre todo es «la
inspiración», el «estado de gracia», la comunicación directa establecida con
las fuentes profundas de la memoria y del inconsciente; y para captar esas
fuentes a menudo es preferible dar descanso a la inteligencia. Aragon era más
inteligente que Eluard, pero Eluard era mejor poeta. La inteligencia no inhibe
ese don poético; el don poético simplemente es de otra naturaleza: puede
coexistir con una inteligencia mediocre, incluso con una mente confusa. Tengo
un disco de Céline que escucho de vez en cuando. Las primeras páginas de El
viaje al fin de la noche (leídas por Michel Simon) producen físicamente (carne
de gallina) la impresión del genio en estado puro. Es perturbador. Luego viene
una larga entrevista al autor, que desvaría y repite machaconamente
banalidades. Es deprimente. ¿Céline y el doctor Destouches habrían sido, pues,
dos individuos diferentes
No, diría Sainte-Beuve, que
pensaba que el hombre y el escritor constituían una unidad: un completo
conocimiento del primero os dará la plena comprensión del segundo. Pero Proust
demolió soberbiamente esta mecánica grosera: «[Sainte-Beuve] desconocía lo que
nos enseña una habituación un poco profunda con nosotros mismos: que un libro
es el producto de un yo distinto del que manifestamos en nuestras costumbres,
en la sociedad, en nuestros vicios». Lo cual explica, por otra parte, el
contraste a veces impresionante entre el esplendor de una obra y la maloliente
miseria humana de su autor. Paradoja perfectamente resumida por el axioma de
Valéry: «Toda persona es inferior a lo que ha hecho de más hermoso».
MAR
El hombre nadando en el océano, luchador solitario enfrentado al destino, es una imagen recurrente en la obra de Conrad. Paradoja: el propio Conrad no sabía nadar.
Capitán de altura, Conrad se casó a la edad de treinta y nueve años, después de una pedida de mano repentina y extraña, con la joven (de veintitrés años) que mecanografiaba sus manuscritos. Al atravesar el canal de la Mancha en el viaje de novios, ante la gran estupefacción de la recién casada, Conrad se mareó como una sopa.
EL IMPERIO DE LO FEO (FRAGMENTO)
Los indios de la costa del
Pacífico eran atrevidos navegantes. Tallaban sus grandes piraguas de guerra en
el tronco de uno de esos cedros gigantes cuyos bosques cubrían todo el noroeste
de América. La construcción comenzaba por una ceremonia ritual al pie del árbol
elegido, para explicarle la necesidad urgente que tenían de talarlo, y pedirle
perdón por ello. Cosa curiosa, en el otro extremo del Pacífico, los maoríes de
Nueva Zelanda hacían piraguas parecidas ahuecando el tronco de los kauri; y
también allí la tala era precedida de una ceremonia propiciatoria para obtener
el perdón del árbol.
Unas costumbres tan
exquisitamente civilizadas como éstas deberían avergonzarnos. Tal fue mi sentimiento
la otra mañana; me habían despertado los chirridos de una sierra mecánica que
trabajaba en el jardín de mi vecino, y, desde mi ventana, pude ver cómo éste
—aparentemente sin haber hecho ninguna ceremonia previa— dirigía la tala de un
magnífico árbol que daba sombra a nuestro rincón desde hacía medio siglo. Las
grandes aves que anidaban en sus ramas (una variedad de cuervos desconocida en
el hemisferio Norte y que, lejos de graznar, tiene un canto prodigiosamente
melodioso), espantadas por la destrucción de su hábitat, revoloteaban en vuelos
frenéticos, lanzando desgarradores chillidos de alarma. Mi vecino no es un mal
tipo, y nuestras relaciones son perfectamente corteses, pero me hubiera gustado
cuando menos saber la razón de su sorprendente vandalismo. Intuyendo sin duda
mi curiosidad, me anunció alegremente que sus arriates tendrían en adelante más
sol. En su Diario, Claudel menciona una explicación parecida dada por un vecino
suyo de campo que acababa de talar un olmo secular por el que el poeta sentía
apego: «El árbol ese daba sombra y estaba infestado de ruiseñores».
La belleza llama a la catástrofe
del mismo modo que los campanarios atraen el rayo. La administración de
servicios públicos que hace pasar una autopista por en medio de Stonehenge, o
una vía férrea a través de las ruinas de Villers-la-Ville, el monje que prende
fuego al Kinkakuji, el municipio que transforma la iglesia abacial de Cluny en
una cantera de piedras, el energúmeno que lanza un bote de pintura acrílica al
último autorretrato de Rembrandt, o el que ataca con un martillo la madona de
Miguel Ángel, obedecen todos ellos, sin saberlo, a una misma pulsión.
De La felicidad de los pececillos (Acantilado, 2011)
Traducción de José Ramón Monreal
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