Los colores deberían entenderse como creaciones
culturales subjetivas: fijar de manera plausible una definición específica de
todas las tonalidades conocidas es tan posible o imposible como establecer las
coordenadas espaciales de un sueño.
El albayalde es un carbonato de plomo básico
con una estructura molecular de cristales. Es espeso, opaco y pesado, y hay
pruebas rotundas de que ya se fabricaba en Anatolia alrededor del año 2300 a.C.,
y se ha estado utilizando por todo el mundo desde entonces utilizando, básicamente, el mismo método
descrito por Plinio el Viejo hace 2000 años: se colocaban unas tiras de plomo
en un compartimento que se metía en una vasija especial de arcilla dividida en
dos. Se vertía vinagre en la otra mitad, y luego se rodeaba la vasija de
estiércol animal en el interior de un cobertizo cerrado a cal y canto durante
30 días. Durante ese tiempo, se producía una reacción química relativamente
sencilla: los gases del vinagre reaccionaban con el plomo y se generaba acetato
de plomo; a medida que fermentaba el estiércol se liberaba CO2, que a
su vez reaccionaba con el acetato, convirtiéndolo en carbonato. Al cabo de un
mes se enviaba a algún pobre diablo al interior del cobertizo apestoso a
recoger las piezas de plomo, para entonces cubiertas de una capa blanca de
carbonato de plomo con un aspecto parecido al hojaldre, que se podía moler tal
cual, prensar en pastillas y vender.
El albayalde, sin embargo, tenía un defecto letal:
en el número de invierno de 1678 de Philosophical Transactions, la revista de
la Royal Society, Sir Philiberto Vernatti describió la suerte que corrían los
que participaban en la producción del albayalde:
Las afecciones a las
que se exponen los trabajadores son el Dolor Inmediato de Estómago, terribles
Retorcijones de Tripas y Estreñimiento que no se alivia con Purgas catárticas…
También les ocasiona Altas Fiebres, Asma y Falta de Resuello en grado sumo…
Luego les provoca Vértigo o Mareos con Intenso Dolor Constante en la Frente,
Ceguera, Aturdimiento y Trastornos de Parálisis; pérdida de apetito, Mala gana
y Vómitos Frecuentes, por lo general con abundante Flema, a veces mezclada con
Bilis, hasta debilitar el Cuerpo al máximo.
La plata crece y decrece en ciclos sucesivos de
lustre y deslustre: un minuto está resplandeciente y refleja todo como un
espejo, y al siguiente está eclipsada por una película negra de sulfuro de
plata. Hay algo en esta imperfección que la hace más humana: parece tener un
ciclo de vida y, al igual que nosotros morimos, su brillo también muere un
poco.
En las personas, el amarillo es un color que se
asocia a la enfermedad: no hay más que pensar en la piel cetrina, la ictericia
o los cálculos biliares. Si se aplica a grupos o fenómenos de masas, las
connotaciones son todavía peores. En conjunción con “periodismo” indica
sensacionalismo imprudente. El flujo de inmigrantes que llegaron a Europa y
América del Norte de Oriente, sobre todo de China a principios del siglo XX, se
conocía como “el peligro amarillo”.
A mediados del siglo XX, los nazis encumbraron
el ideal ario y ojos azules como el sumun de la humanidad. Una exposición
escalofriante del Stadtmuseum de Münich contiene una carta de colores de pelo,
que se empleaba en una de las pruebas realizadas para identificar a los que
poseían características físicas de la raza aria, que era la que el Führer
quería propagar por considerarla una raza superior.
El azafrán es, al peso, la especia más cara del
mundo. En 2013, una onza de azafrán costaba 364 dólares, mientras que la misma
cantidad de vainilla valía 8 dólares y el cardamomo unos míseros 3,75 dólares.
Esto se debe en parte a que las flores requieren condiciones tan especiales:
según un relato del siglo XVI, la Crocus
sativus prefiere “noches cálidas, dulces rocíos suaves, terreno fértil y
amaneceres brumosos”. Además del breve florecimiento individual de cada flor,
toda la cosecha se realiza en una quincena. Hay que recoger las flores y
extraer los estigmas a mano; todos los intentos de mecanizar el proceso han
fracasado debido a que las flores son demasiado delicadas. Hacen falta entre
70.000 y 100.000 flores para producir un kilo de la especia.
La Francia prerrevolucionaria estaba plagada de
nomenclatura exótica para los colores: por ejemplo, a la combinación de verde
manzana con rayas blancas se le llamaba “alegre pastora”, y otros tonos muy
peculiares incluían el “quejas indiscretas”, “gran reputación”, “suspiro
contenido” y “los vapores”.
En 2012, se publicó un estudio en el Journal of Hospitality & Tourism
Research en que se recomendaba a las camareras llevar rojo. ¿Por qué? El
estudio revelaba que, si llevaban ese color, las propinas que les daban los
clientes varones aumentaban un 26%.
En las Olimpiadas de Atenas de 2004, los competidores en deportes de
combate que iban de rojo ganaron en el 55% de las ocasiones. Y, según un
estudio de los partidos de futbol que se han jugado desde la Segunda Guerra Mundial,
los equipos ingleses que llevan este color tienen más probabilidades de ser
campeones y, de media, terminan más arriba en la tabla de clasificación que los
que llevan otro color.
Hacen falta muchos insectos, unos 70.000 bichos
secos por cada libra de pigmento rojo cochinilla en bruto, pero el resultado
final es uno de los más potentes y brillantes que se hayan visto jamás.
Una lista confeccionada alrededor de 1520
registraba los tributos que los aztecas exigían a sus súbditos: al pueblo
mixteca, 40 sacos de cochinilla al año; a los zapotecas, 20 bolsas cada 80
días.
Las cochinillas todavía se crían para producir
el rojo cochinilla utilizado en cosméticos y en el sector de la alimentación.
Puede encontrarse en cualquier producto, desde los chocolates M&M hasta las
salchichas, desde los bizcochitos red velvet hasta la Coca-Cola de cereza (y
para apaciguar a los remilgados, por lo general se oculta tras la inofensiva
etiqueta E120).
El bermellón fue en su día tan preciado y tan
costoso como el oro y reinó con toda majestad en tiempos de los artistas
medievales que emplearon con gran reverencia el rojo, junto con el pan de oro y
el azul ultramar, para las capitulares de los manuscritos y los paneles de
tempera. Luego se le aplicaba una veladura que se hacía con una mezcla
repugnante de yema de huevo y cerumen.
El púrpura de Tiro se obtenía con dos
variedades de marisco autóctono del mediterráneo: el Thias haemastoma y y el Murex
brandaris. Si abrías el caparazón rugoso de uno de estos gasterópodos
carnívoros, te encontrabas con una glándula hipobranquial (o “florecimiento”)
de color pálido posicionada transversalmente. Y si la exprimías obtenías una
única gota de un líquido transparente que olía a ajo. Al cabo de unos
instantes, la luz del sol volvía el líquido primero amarillo, luego verde-mar,
después azul y por fin púrpura-rojo oscuro. El mejor color, tan oscuro que
tenía destellos de negro, se conseguía mezclando los fluidos de los dos tipos
de marisco.
La popularidad del púrpura fue una noticia
terrible para el Murex y el Thais. Como cada espécimen tan solo contenía una
gota, hacían falta unos 250.000 para fabricar una onza de tinte. Las montañas
de conchas desechadas son tan inmensas que se han convertido en accidentes
geográficos que jalonan la costa mediterránea oriental.
En el siglo IV d.C., el emperador podía llevar
púrpura de Tiro, pero cualquier otra persona a quien se sorprendiera luciéndolo
se arriesgaba a enfrentarse a la pena de muerte.
El culto al luto alcanzó su punto álgido
durante el siglo XIX, con unas normas sociales cada vez más elaboradas que
dictaban lo que la gente —y en particular las mujeres— podían ponerse en los
meses y años posteriores a la muerte de un familiar o un monarca. El heliotropo
y otros tonos suaves de púrpura, eran obligatorios durante todo el luto. En el
caso de las viudas, que eran las que más sufrían las consecuencias de la
pérdida, sólo se llegaba al medio luto tras dos años de llevar vestidos de
color negro mate muy sencillos; para familiares más lejanos, el luto era menos
severo y se permitían colores discretos desde el principio. Un grave brote de
gripe durante el verano de 1890 resultó en un auge del negro, gris y heliotropo
al año siguiente.
En 1881, Édouard Manet anunció a sus amigos que
por fin había descubierto el verdadero color de la atmósfera. “Es violeta
—dijo—. El aire fresco es violeta. Dentro de tres años, todo el mundo trabajará
en violeta.”
Los egipcios eran especiales en el aprecio que
sentían por el azul: la mayoría de las culturas occidentales ni siquiera poseía
una palabra específica para la franja entre del espectro entre el verde y el
violeta. En cambio, para los egipcios de la Antigüedad, era el color que
representaba el cielo, el río Nilo, la creación y la divinidad.
De Las vidas secretas del color (Ediciones Urano, 2017)
Traducción de Helena Álvarez de la Miyar
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