domingo, 1 de abril de 2018

Georges Perec - Seis sueños




LA DENTISTA


Al fondo de un dédalo de galerías cubiertas, un poco como en un zoco, llego a la consulta de un dentista.

El dentista no está, pero está su hijo, un muchacho joven que me pide que vuelva más tarde, después recapacita y me dice que su madre vendrá de un momento a otro.

Me voy. Me tropiezo con una mujer muy bajita, guapa y risueña. Es la dentista. Me arrastra a la sala de espera. Le digo que no tengo tiempo. Me abre la boca todo lo grande que es y me dice, estallando en sollozos, que tengo todos los dientes podridos pero que no vale la pena curarme.

Mi gran boca abierta es inmensa. Tengo la sensación casi concreta de una podredumbre total.

Mi boca es tan grande y la dentista tan pequeña que tengo la impresión de que va a meter la cabeza entera en mi boca.

Más tarde, corro a las galerías comerciales. Compro un infiernillo de gas de tres fuegos que cuesta 26 000 francos y un frigorífico de 103 litros




LA ILUSIÓN

Sueño
Ella está junto a mí
Me digo que estoy soñando
Pero la presión de su mano contra mi mano me parece demasiado fuerte
Me despierto
Está sin lugar a dudas junto a mí
Loca felicidad
Enciendo
La luz brilla una centésima de segundo y después se apaga
(una bombilla que estalla)
La abrazo

 (me despierto: estoy solo)




LA VARILLA

«Una preciosa mañana» me encuentro de nuevo en un campo de concentración. Es la hora de levantarse: el problema es encontrar ropa (estoy vestido como en la ciudad, chaqueta de tweed, zapatos ingleses).

En el campo, todo se compra. Veo circular billetes grandes en fajos. Las vigilantas suministran pociones a los detenidos.

Me encuentran un chaleco. Nos ponemos en fila para bajar (estamos en un gran dormitorio comunitario en el primer piso de una especie de barracón en desuso).

Nos escondemos un momento en un pasillo.

Caminamos en fila de a cuatro. Un oficial nos alinea usando una varilla larga de bambú. En principio es bondadoso, pero poco después se pone a injuriarnos terriblemente.

En fila para ser llamados. El oficial grita todo el tiempo pero no nos golpea. En un momento dado, sujetamos (él y yo) un extremo del junco: me invade el pánico ante la idea de ser golpeado por él.
  
El universo del campo está intacto: no podemos hacer nada al respecto.

Más tarde, estallo en sollozos al pasar por delante de un pabellón donde cuidan a niños aquejados de un mal incurable. Allí se encuentra su única oportunidad de sobrevivir. Me pregunto si esta supervivencia no consistirá en transformarlos en pastillas, y me acuerdo en este sentido de una anécdota acerca de curas de adelgazamiento que fueron exitosas porque se les administraban pastillas que en realidad contenían una lombriz solitaria




ESPERMA Y TEATRO

(en un momento dado de la mañana me acuerdo de que he tenido un sueño, pero de ese sueño solo emergen dos palabras: esperma, teatro)




OCHO FRAGMENTOS, QUIZÁS DE UNA ÓPERA

Me parece que he ido a ver la película de Nicholas Ray Johnny Guitar.
  
Vivo en una casa que alquilo por 360 francos al año. La casa se derrumba. Los radiadores se caen.

Envío (sin duda al propietario) una carta de excusas en la que hago recaer la responsabilidad de la degradación de la casa en un soldado de segunda clase, ya que yo mismo soy capitán de reserva.

Una compañera de oficina, M., viene a visitarme. Le sigue G., otra compañera; puede ser que nos moleste: en cualquier caso, nuestra escena en trío provoca en mí una gran incomodidad.

Nos damos varias citas; somos muchos. Salida para el desfile: perspectiva de una gran fiesta. Problema con un traje.

La ópera (a la que asisto) no se parece a la que debía ser. La escena es terriblemente lejana.

La escena, esta vez muy cercana: un hombre alto y calvo, cuyo rostro muestra una gran ternura, le rompe el cráneo a mazazos al rey, a la reina y al Papa. En medio de los innumerables figurantes se encuentra B.

Llamo por teléfono a Z.




MIS ZAPATOS

¿He perdido mis zapatos? ¿Cómo he perdido mis zapatos?
  
Era en una gran verbena: podríamos dar toda una vuelta por el aire agarrándonos al extremo de una bala de cañón, de una bola o de unos globos —gag clásico del vendedor de globos cuyas mercancías se lo llevan volando.

El viaje se acababa sobre una plataforma muy alta. Para volver al nivel del suelo podíamos —era una de las atracciones más concurridas de la verbena— deslizarnos por un inmenso pasadizo de tela (como una manga enorme llena de pliegues, como un gigantesco intestino delgado): me aseguran que era muy impresionante, pero en absoluto peligroso.

Fue muy agradable, en efecto (caída libre siempre amortiguada), y totalmente inofensivo.

Al salir de este aparato, muy satisfecho, fui a sentarme en un banco. Ahí es cuando me di cuenta de que había perdido mis zapatos.

Llamo al empleado responsable de abajo y le pido ir a ver si mis zapatos se han quedado en el fondo del aparato. Me responde que es imposible. Insisto, añadiendo que son botines con cordones, casi nuevos (me los acaban de regalar), fácilmente reconocibles. Pero el empleado sigue afirmando que eso no sucede nunca, que no puede suceder. Debo insistir durante largo tiempo antes de que se decida a ir a ver.

Vuelve repetidas veces, sujetando en la mano zapatos que, manifiestamente, no son los míos. Al final encuentra uno, después el otro.

Noto, detalle en el que aún no había reparado, que en el extremo de mis suelas se encuentran dos pequeñas clavijas metálicas que permiten adaptar instantáneamente cuchillas de patines sobre hielo.




De La cámara oscura (Impedimenta, 2010)
Traducción de Mercedes Cebrián

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