LA DENTISTA
Al fondo de un dédalo de galerías cubiertas, un poco
como en un zoco, llego a la consulta de un dentista.
El dentista no está, pero está su hijo, un muchacho joven que me pide que vuelva más tarde, después recapacita y me dice que su madre vendrá de un momento a otro.
Me voy. Me tropiezo con una mujer muy bajita, guapa y risueña. Es la dentista. Me arrastra a la sala de espera. Le digo que no tengo tiempo. Me abre la boca todo lo grande que es y me dice, estallando en sollozos, que tengo todos los dientes podridos pero que no vale la pena curarme.
Mi gran boca abierta es inmensa. Tengo la sensación casi concreta de una podredumbre total.
Mi boca es tan grande y la dentista tan pequeña que tengo la impresión de que va a meter la cabeza entera en mi boca.
Más tarde, corro a las galerías comerciales. Compro un infiernillo de gas de tres fuegos que cuesta 26 000 francos y un frigorífico de 103 litros
LA ILUSIÓN
Sueño
Ella está junto a mí
Me digo que estoy soñando
Pero la presión de su mano contra mi mano me parece
demasiado fuerte
Me despierto
Está sin lugar a dudas junto a mí
Loca felicidad
Enciendo
La luz brilla una centésima de segundo y después se
apaga
(una bombilla que estalla)
La abrazo
(me despierto:
estoy solo)
LA VARILLA
«Una preciosa mañana» me encuentro de nuevo en un
campo de concentración. Es la hora de levantarse: el problema es encontrar ropa
(estoy vestido como en la ciudad, chaqueta de tweed, zapatos ingleses).
En el campo, todo se compra. Veo circular billetes
grandes en fajos. Las vigilantas suministran pociones a los detenidos.
Me encuentran un chaleco. Nos ponemos en fila para
bajar (estamos en un gran dormitorio comunitario en el primer piso de una
especie de barracón en desuso).
Nos escondemos un momento en un pasillo.
Caminamos en fila de a cuatro. Un oficial nos alinea
usando una varilla larga de bambú. En principio es bondadoso, pero poco después
se pone a injuriarnos terriblemente.
En fila para ser llamados. El oficial grita todo el tiempo
pero no nos golpea. En un momento dado, sujetamos (él y yo) un extremo del
junco: me invade el pánico ante la idea de ser golpeado por él.
El universo del campo está intacto: no podemos hacer
nada al respecto.
Más tarde, estallo en sollozos al pasar por delante
de un pabellón donde cuidan a niños aquejados de un mal incurable. Allí se
encuentra su única oportunidad de sobrevivir. Me pregunto si esta supervivencia
no consistirá en transformarlos en pastillas, y me acuerdo en este sentido de
una anécdota acerca de curas de adelgazamiento que fueron exitosas porque se
les administraban pastillas que en realidad contenían una lombriz solitaria
ESPERMA Y TEATRO
(en un momento
dado de la mañana me acuerdo de que he tenido un sueño, pero de ese sueño solo
emergen dos palabras: esperma, teatro)
OCHO FRAGMENTOS, QUIZÁS DE UNA ÓPERA
Me parece que he ido a ver la película de Nicholas
Ray Johnny Guitar.
Vivo en una casa que alquilo por 360 francos al año.
La casa se derrumba. Los radiadores se caen.
Envío (sin duda al propietario) una carta de excusas
en la que hago recaer la responsabilidad de la degradación de la casa en un
soldado de segunda clase, ya que yo mismo soy capitán de reserva.
Una compañera de oficina, M., viene a visitarme. Le
sigue G., otra compañera; puede ser que nos moleste: en cualquier caso, nuestra
escena en trío provoca en mí una gran incomodidad.
Nos damos varias citas; somos muchos. Salida para el
desfile: perspectiva de una gran fiesta. Problema con un traje.
La ópera (a la que asisto) no se parece a la que
debía ser. La escena es terriblemente lejana.
La escena, esta vez muy cercana: un hombre alto y
calvo, cuyo rostro muestra una gran ternura, le rompe el cráneo a mazazos al
rey, a la reina y al Papa. En medio de los innumerables figurantes se encuentra
B.
Llamo por teléfono a Z.
MIS ZAPATOS
¿He perdido mis zapatos? ¿Cómo he perdido mis
zapatos?
Era en una gran verbena: podríamos dar toda una
vuelta por el aire agarrándonos al extremo de una bala de cañón, de una bola o
de unos globos —gag clásico del vendedor de globos cuyas mercancías se lo
llevan volando.
El viaje se acababa sobre una plataforma muy alta.
Para volver al nivel del suelo podíamos —era una de las atracciones más
concurridas de la verbena— deslizarnos por un inmenso pasadizo de tela (como
una manga enorme llena de pliegues, como un gigantesco intestino delgado): me
aseguran que era muy impresionante, pero en absoluto peligroso.
Fue muy agradable, en efecto (caída libre siempre
amortiguada), y totalmente inofensivo.
Al salir de este aparato, muy satisfecho, fui a
sentarme en un banco. Ahí es cuando me di cuenta de que había perdido mis
zapatos.
Llamo al empleado responsable de abajo y le pido ir a
ver si mis zapatos se han quedado en el fondo del aparato. Me responde que es
imposible. Insisto, añadiendo que son botines con cordones, casi nuevos (me los
acaban de regalar), fácilmente reconocibles. Pero el empleado sigue afirmando
que eso no sucede nunca, que no puede suceder. Debo insistir durante largo
tiempo antes de que se decida a ir a ver.
Vuelve repetidas veces, sujetando en la mano zapatos
que, manifiestamente, no son los míos. Al final encuentra uno, después el otro.
Noto, detalle en el que aún no había reparado, que en
el extremo de mis suelas se encuentran dos pequeñas clavijas metálicas que
permiten adaptar instantáneamente cuchillas de patines sobre hielo.
De La cámara oscura (Impedimenta, 2010)
Traducción de Mercedes Cebrián
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