lunes, 13 de junio de 2016

Cuatro poemas de Alojz Ihan



TORNADO

La calle estaba vacía y los tablones obturaban las ventanas,
todos estaban en casa esperando el tornado,
reunidos alrededor de la televisión que mostraba
cómo iba acercándose a la ciudad una panza
enorme, giratoria, agarrándose como un borracho despistado
a los árboles, a las casas, y arrojándolos luego decepcionado
al aire como setas incomestibles. Entró en la ciudad tumultuoso
como en una gran droguería, en los televisores cencerreaban
los escaparates que tocaba y quebraba con jovialidad
como burbujas, después apareció una imagen desde el satélite,
y todo el mundo pudo ver bien cómo las calles pulidas se deslizaban
suavemente, como espaguetis, hasta las fauces del torbellino, los aborígenes
conocían todas las calles y murmuraban sus nombres entre dientes,
los forasteros lo pudieron hacer sólo cuando el torbellino captó
los entornos cercanos, después apagaron las pantallas
justo antes de que la gente llegara a ver
deslizarse su propia calle, justo antes de que llegara a discernir,
como en un espejo mágico,
su rostro y sus ojos, su temible profundidad
que podía hundirse en cualquier momento como la engañosa membrana
de la vejiga del embarazo, justo antes de recibir su última, sencilla noticia
antes de la conclusión, como siempre le sucede a la gente:
la oración nocturna desciende a susurro, después continúan
los ángeles, a los que ninguno de los dormidos ya es capaz de diferenciar
de los sueños.



EL RITMO DEL MUNDO

Esto siempre me parecía el truco máximo:
lanzas el planeta como una peonza alrededor del sol,
y, en el último momento, en un sitio son las seis de la mañana,
en otro mediodía y en otro las seis de la tarde,
y sin cesar, cada segundo, la gente muere
y nace,
se mata, ama, acecha en una emboscada, navega a vela,
corta las flores primaverales, toma el sol en la playa,
viola, observa el Atlántico desde el avión,
y cada una de las imágenes va deslizándose desde el mundo
como el orificio de la máquina de picar carne y no dejas
que ninguna de ellas se detenga ni siquiera un momento,
que se interrumpa, se calme, y que empiece con talento
una historia nueva, con la que sueña el filósofo borracho
cuando termina la conferencia y empieza a llorar en el bar
porque el mundo ha sido creado sin ritmo.



ATAQUE

El 27 de junio supe por televisión que nos
habían atacado los tanques. Fui al supermercado a comprar
treinta filetes de pavo y quince litros de leche.
En la caja había cola, en ella estábamos todos callados
escuchando las instrucciones de la radio
en caso de ataque aéreo.
Después oímos un estruendo que venía de arriba y de golpe
temblaron nuestros labios y nos miramos a los ojos
como los enamorados en un andén, y a muchos
les vinieron lágrimas a los ojos. Saqué el pañuelo y
enjugué las lágrimas de una mujer
que estaba detrás de mí en la cola. “Gracias”, dijo
y se apoyó en mi hombro, así que pude sentir hasta los huesos
el horror que sacudía su bella figura. Después los aviones
callaron, la caja empezó a sonar otra vez,
nosotros sacábamos el dinero del bolso y al pagar
dejábamos nerviosos el cambio
en el mostrador, y salíamos corriendo, como si algo nos diese una profunda
vergüenza.



PEKÍN

Casi nadie lo recuerda ya,
incluso yo mismo me topé con un periódico
de hace tres meses y leí: “Pekín. El ejército mata a
3000 estudiantes”,  y me extrañé de lo rápido que se desvanece todo,
si bien al principio todos nos quedamos horrorizados
pero luego nos dijimos: pero si todos tenemos neveras
y congeladores, los aviones nos llevan a todos hacia el cielo,
el tren eléctrico nos espera en la estación, no puede ser que alguien
mate a los propietarios de las neveras
ni de los hornos de microondas,
y además allí todo aquello no habrá sido
más que un malentendido
y los soldados en cualquier momento se disculparán aturdidos,
mientras que los estudiantes alisarán sus arrugadas ropas,
montarán en sus bicicletas y se irán
a las cantinas a cenar. 


De Ritmo (Hiperión, 2000)
Traducción de Marjeta Drobnič y Francisco Javier Uriz

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