sábado, 5 de julio de 2014

Pascal Quignard - Fragmentos de El odio a la música


Terror y música. Mousiké y pavor. Estas palabras me parecen indefectiblemente ligadas -por más alógenas y anacrónicas que sean entre sí. Como el sexo y el lienzo que lo cubre.

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En el seno de la naturaleza los lenguajes humanos son los únicos sonidos pretenciosos. (En la naturaleza son los únicos sonidos que pretenden dar sentido a este mundo. Son los únicos sonidos que tienen la arrogancia de intentar devolver un sentido a quienes los producen. Martilleo de los pies que hace sonar la tierra: expavescentia, expavantatio; sonido de hombres pisoteando la tierra sin pausa, huyendo, aterrorizados, de la proximidad al lugar. La proximidad al lugar, antes del neolítico, fue el abismo.)

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Algunas melodías se incrustan con tanta presteza en el corazón de los hombres como el orín en el hierro.

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Sonidos de muerte.
     Hermes vacía la tortuga, roba y pone a cocer una vaca, desprende el cuero, lo estira sobre el caparazón vacío de carne, en fin fija y tensa encima siete tendones de carnero. Inventa la cítara. Después cede su tortuga-vaca-carnero a Apolo.
    Syrdón, en el Libro de los Héroes, descubre hirviendo en el caldero los cuerpos de sus hijos, tensa las venas que salen de los doce corazones de sus hijos muertos en la osamenta de la mano derecha de su hijo mayor. Así inventa Syrdón la primera foendyr.

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Horacio dice que el silencio, incluso a mediodía, hasta en el momento del torpor más grande, el verano, "zumba" en las riberas inmóviles de los ríos.

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Lo que dice Ulises después del canto de las Sirenas, cuando  brama que por piedad desanuden los lazos que lo retienen en el mástil de cubierta para poder correr de inmediato hacia la música  perturbadora que lo fascina:
-Autar emon kér éthel' akouemenai.
     Ulises jamás dijo que el canto de las Sirenas fuera bello. Ulises ­-único humano que haya oído el canto de muerte sin morir- dice, para caracterizar el canto de las Sirenas, que su canto "llena el corazón del deseo de escuchar".

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Todo está cubierto de sangre ligada al sonido.

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De ciertas lluvias se dice que martillan. De otras que tamborilean. De otras que crepitan. Estas imágenes, aparte de la sensación de verdad que procuran, son en realidad extraordinarias —un tamboril, un fuego, un martillo— para decir la lluvia.

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Confidencia personal en un bosque, hace treinta y dos años. Estábamos solos bajo las hojas amarillentas y algunos temblorosos rayos de luz: ella bajaba la voz hasta la delgadez del aliento, hasta ensordecer mi percepción, para confiarme cada deseo. No lograba oír lo que decía. Me equivocaba una de cada dos veces. ¿Temía que la oyera alguien? ¿Un gamo? ¿Una hoja? ¿Dios?
     Sus labios avanzaban hacia mi oreja.

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Antes del nacimiento y hasta el último instante de la muerte, hombres y mujeres oyen sin un instante de pausa.

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No hay sueño para la audición. Por eso los instrumentos que despiertan apelan al oído. Para el oído es imposible ausentarse del entorno. No hay paisaje sonoro porque el paisaje supone distancia ante lo visible. No hay apartamiento ante lo sonoro.

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La audición intrauterina está descrita por los naturalistas como algo lejano. La placenta aleja los ruidos del corazón y de los intestinos, el agua reduce la intensidad de los sonidos, los vuelve más graves, los convierte en amplias olas que dan masaje al cuerpo. De tal manera que en lo profundo del útero reina un ruido de fondo grave que los acústicos comparan a un “soplo sordo”. El mismo ruido del mundo exterior se percibe como un “ronroneo sordo, dulce y grave” por encima del cual se eleva el melos de la voz materna, repitiendo el acento tónico, la prosodia, el fraseo que agrega al idioma que habla. Ello constituye la base individual del trino.

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La música no se examina ni se encara. La música arrebata de inmediato en el arrebato físico de su cadencia tanto al que la ejecuta como al que la padece.

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El objeto intangible, inhusmeable, inalcanzable, invisible, asemántico, inexistente de la música.

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La inconsistencia y la no-delimitación son atributos divinos. La naturaleza de los sonidos es ser invisible, sin contornos precisos, con potencia para interpelar lo invisible o para hacerse mensajeros de lo indelimitable.
     La audición es la única experiencia sensible de la ubicuidad.
     Por eso los dioses terminan como verbos.

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Las mujeres nacen y mueren en un soprano que parece indestructible. Su voz es un reino. Los hombres pierden sus voces de niño. A los trece años enronquecen, cacarean, balan.

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Algunos pájaros atraen con un canto sobrenatural a ciertos  hombres hacia el lugar cubierto de huesos donde anidan: algunos hombres atraen con un canto artificial a ciertos pájaros hacia el lugar  cubierto de huesos donde se cobijan.

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Cuando Myron quiso representar al dios de la música esculpió a Marsias ceñido al tronco de un árbol, mientras era desollado vivo.

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La campana deriva de lo animal. La palabra inglesa bell deriva de bellam, mugir. La campana es el mugido de los hombres.

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¿Por qué el oído es la puerta de aquello que no es de este mundo? ¿Por qué el universo acústico desde su origen consistió en el acceso privilegiado al otro mundo? ¿Está el ser más ligado al tiempo que al espacio? ¿Está más ligado a la lengua -a la música, a la noche- que a las cosas visibles y coloreadas que el sol ilumina cada día? ¿Es el tiempo el florecimiento propio del ser y el obedecer su flor oscura? ¿Es el tiempo el disparo del ser? ¿Son sus flechas la música, el lenguaje, la noche y el silencio? ¿La muerte su blanco?
     De todas las artes, la música es la única que colaboró en el exterminio de los judíos de 1933 a 1945. Es el único arte requerido como tal por la administración de los Konzentrationlager. Hay que subrayar, para su deshonra, que este arte es el único que se acomodó a la organización de los campos, al hambre, al despojo, al trabajo, al dolor, a la humillación y a la muerte.

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Desde lo que los historiadores llaman “Segunda Guerra Mundial”, desde los campos de exterminio del Tercer Reich, hemos entrado en una época en la que las secuencias melódicas exasperan. Sobre todo el espacio de la tierra, y por primera vez desde la invención de los primeros instrumentos, el uso de la música se volvió a la vez impositivo y repugnante. De pronto, amplificada al infinito por la invención de la electricidad y la multiplicación de su tecnología, se volvió incesante, agrediendo lo mismo de noche que de día, en las calles de los centros urbanos, en las galerías y pasajes comerciales, en los almacenes, en las librerías, en los edificios de los bancos extranjeros donde se retira dinero, aun en las albercas, aun a la orilla de las playas, en los departamentos privados, en los restaurantes, en los taxis, en el metro, en los aeropuertos. Aun en los aviones en el momento de despegar o de aterrizar.

Aun en los campos de la muerte.

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La música atrae hacia ella los cuerpos humanos.
     Una vez más, es la sirena del cuento de Homero. Ulises atado al mástil de su nave es asaltado por la melodía que lo atrae. La música es un anzuelo que atrapa a las almas y las conduce hacia la muerte. Fue el dolor de los deportados cuyo cuerpo se sublevaba a pesar suyo.

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Hay que oír esto temblando: era con música como esos cuerpos desnudos entraban en la cámara.

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Simon Laks escribió: “La música precipitaba el final”.
     Primo Levi escribió: “En el Lager la música llevaba hacia el fondo”.

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¿Cómo la música pudo ser “involucrada en la ejecución de millones de seres humanos”?
     ¿Por qué tuvo una “participación más que activa” en ello?
    La música viola al cuerpo humano. Lo pone de pie. Los ritmos musicales fascinan a los ritmos corporales. Al encuentro de la música, el oído no puede cerrarse. La música es un poder y por lo tanto se asocia a todo poder. Su esencia es de desigualdades. Oído y obediencia están ligados. Un jefe, unos ejecutantes, unos obedientes, tal es la estructura que su ejecución establece. Donde haya un jefe y unos ejecutantes, hay música. En sus relatos filosóficos, Platón nunca pensó distinguir entre la disciplina y la música, la guerra y la música, la jerarquía social y la música. Aun las estrellas son sirenas según Platón, son astros sonoros productores de orden y de universo. Cadencia y mesura. La marcha tiene cadencia, los macanazos tienen cadencia, los saludos tienen cadencia. La primera función, o por lo menos la más cotidiana de las funciones asignadas a la música de los Lagerkapelle, radica en dar ritmo a la salida y al regreso de los Kommandos.

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Audición y vergüenza son gemelas. En La Biblia, en el relato del Génesis, ocurren a un mismo tiempo la desnudez antropomorfa y el “ruido de sus pasos”.
     Después de haber comido el fruto del árbol que desnuda, el primer hombre y la primera mujer escuchan al mismo tiempo el ruido de Yahvé-Elohim que pasea por el jardín de brisa diurna; al verse desnudos, disimulan sus cuerpos detrás de las hojas del árbol que viste.
     En el Edén, el acecho sonoro y la vergüenza sexual ocurrieron a un mismo tiempo.
     La visión y la desnudez, la audición y la vergüenza son una misma cosa.
     Ver y escuchar son el mismo instante y ese instante es inmediatamente el final del Paraíso.

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Somos el fruto de una sacudida entre dos caderas desnudas, incompletas, avergonzadas una frente a la otra y cuya unión fue ruidosa, rítmica y gimiente.

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Nada humano jamás le importó a este mundo. Nada humano jamás despertó el interés de los ríos ni de las flores. Todo se difumina en esta bruma granulosa e indistinta que el fuego del sol agregó al calor de la luz. El sol de mediodía empieza a declinar. Hasta el río de los muertos se ha dormido. Nada humano jamás importó al agua que se estanca y ya no refresca. Nada humano jamás importó a los sueños que visitan al dormir de los hombres. Nada humano jamás importó a las visiones que los deslumbran tras sus párpados cerrados y que enderezan violentamente su sexo cuando las miran, las ignoran y duermen.


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Oír y obedecer.
     La primera vez que Primo Levi, en la entrada del campo, escuchó la banda que tocaba Rosamunda, le costó reprimir la risa nerviosa que se adueñó de él. Entonces distinguió los batallones que venían de regreso al campo, con sus extraños andares, avanzando en columnas de cinco, casi rígidos, el cuello estirado, los brazos pegados al cuerpo, parecían hombres hechos de madera, la música levantaba las piernas y decenas de miles de suecos de madera, contraía los cuerpos cual autómatas.
     Los hombres estaban tan desprovistos de fuerza que los músculos de las piernas obedecían, a pesar de ellos mismos, a la fuerza propia que los ritmos de la música del campo imponía y que Simon Laks dirigía.

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Primo Levi llamó “infernal” a la música.
     Primo Levi, que no suele recurrir a imágenes, escribió: “Sus almas están muertas y la música las empuja hacia adelante como el viento a las hojas secas, sustituye su voluntad”.
    Luego subraya el goce estético experimentado por los alemanes ante esas coreografías matutinas y vespertinas de la desgracia.
      Si los soldados alemanes organizaron música en los campos de la muerte, no fue para atenuar su dolor ni tampoco para conciliarse con sus víctimas.
     1. Fue para aumentar la obediencia y sellar a todos en esa fusión no personal ni privada que toda música genera.
     2. Fue por el placer, por el placer estético y el goce sádico que experimentaban
al escuchar melodías amadas y al contemplar un ballet de humillación bailado por los que cargaban con los pecados de quienes los humillaban.
     Fue una música ritual.
   Primo Levi reveló la más antigua de las funciones asignadas a la música. La música —escribe— era percibida como “maleficio”. Era una “hipnosis de ritmo continuo que aniquila el pensamiento y adormece el dolor”.

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Primo Levi continúa diciendo que estas marchas y canciones están grabadas en los cuerpos: “Serán la última cosa del Lager que olvidaremos porque son la voz del Lager. Es el instante en que resurge el trino que se  metamorfosea bajo la forma del tarabust”. El melos es tarabust[i] del ritmo del cuerpo, se confunde con la molécula sonora personal. Entonces, Primo Levi escribió que la música aniquila. La música se vuelve “expresión sensible” de la determinación con la cual algunos hombres emprendieron el exterminio de otros.

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En un artículo publicado en 1903, R. Mac Dougall propuso llamar “intervalo muerto” al silencio muy peculiar que separa al oído humano de dos grupos rítmicos sucesivos. El silencio que separa estos dos grupos es de una duración paradójica que nace a partir de lo “finito” y que se interrumpe a partir del “comienzo”.
     Este silencio que la humanidad escucha no existe.
     Robert Mac Dougall lo llamó “muerte”

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Goethe, a sus setenta y cinco años, escribió: “La música militar me levanta como un puño que se abre”.

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Gabriel Fauré decía de la música que tanto su escritura como su audición generan un “deseo de cosas inexistentes”.
     La música es el reino del “intervalo muerto”.
    Al oírla, lo irreversible nos visita. Es actualización del pasado. Es una parte de ninguna parte que viene hasta aquí. Es el regreso del sin regreso. Es la muerte en el día. Es lo asemántico en el lenguaje.

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Elías Canetti repitió que el origen del ritmo era caminar sobre dos pies, lo que daría también origen a la métrica de los poemas antiguos. El caminar humano sobre dos pies persiguiendo las pisadas de las presas y de las manadas de renos, luego de bisontes, luego de caballos. Las huellas de los animales eran, a su parecer, la primera escritura descifrada por el hombre que los persigue. La huella es la anotación rítmica del ruido. Pisotear masivamente el suelo es la primera de las danzas y no es de origen humano.
     Todavía hoy la masa humana entra pisoteando masivamente en la sala de concierto o de ballet. Luego, todos callan y coinciden en abstenerse de todo ruido corporal. Luego, todos baten las manos rítmicamente, gritan, hacen un escándalo ritual y al final, levantándose todos juntos, de nuevo pisotean masivamente la sala donde se produjo la música.
     La música está ligada a la jauría de la muerte. Taconear: es lo que Primo Levi advirtió al descubrir por primera vez la música que tocaban en el Lager.

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Me sorprende que unos hombres se sorprendan de que algunos de entre ellos que aman la música más refinada y compleja, capaces de llorar escuchándola, sean capaces, al mismo tiempo, de ser feroces. El arte no es lo contrario de la barbarie. La razón no es la contradicción de la violencia. No se puede oponer lo arbitrario al Estado, la paz a la guerra, la sangre vertida al acecho del pensamiento, porque lo arbitrario, la muerte, la violencia, la sangre y el pensamiento no se liberan de una lógica que no deja de ser lógica, aunque sobrepase la razón.
     Las sociedades no se liberan de la entropía caótica que conforma su origen: ese será su destino.
     Lo apabullante de la audición entraña la muerte.

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En Musiques d’un autre monde, Simon Laks relata esta historia.
     En 1943, en el campo de Auschwitz, en ocasión de la velada de Navidad, el comandante Schwartzhuber ordenó a los músicos del Lager ir a entonar cánticos  navideños alemanes y polacos ante los enfermos del hospital para mujeres.
     Simon Laks y sus músicos fueron al hospital para mujeres.
     En un principio, el llanto se adueñó de todas las mujeres, particularmente de las polacas, hasta formar un sollozo más sonoro que la música misma.
   Luego, los gritos sucedieron a las lágrimas. Las enfermas gritaban “¡Deténganse!, ¡Deténganse!, ¡Váyanse!, ¡Lárguense!, ¡Déjenos morir en paz!”
     De los músicos, Simon Laks era el único que entendía el sentido de las palabras que aullaban las mujeres polacas. Los músicos miraron a Simon Laks, éste les hizo señal de retirarse. Y se fueron.
     Simon Laks declaró que hasta entonces nunca había pensado que la música pudiese doler tanto.

La música duele.


De El odio a la música
Traducción: Pierre Jacomet y Stéphanie Robert



[i] Del antiguo provenzal tarabust: hacer ruido, molestar, fastidiar en exceso, atormentar,
importunar mediante palabras o intervenciones reiteradas.

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