viernes, 5 de octubre de 2012

Francis Ponge - El silencio de las cosas



Sin duda no soy muy inteligente: en todo caso, las ideas no son mi fuerte. Siempre me han decepcionado. Las opiniones más fundamentadas, los sistemas filosóficos más coherentes (los mejor elaborados) siempre me han parecido absolutamente frágiles, me han provocado cierta repugnancia, insatisfacción, un molesto sentimiento de inconsistencia. De ningún modo doy por ciertos los juicios que emito durante una discusión. Con los que no estoy de acuerdo, casi siempre me parecen también válidos; es decir, para ser más exacto: ni más ni menos válidos. Se me convence, se me hace dudar fácilmente. Cuando digo que se me convence, es: si no de alguna verdad, por lo menos de la fragilidad de mi propia opinión. Además, la mayoría de las veces el valor de las ideas se me revela en razón inversa a la vehemencia con que se emiten. El tono de la convicción (incluso de la sinceridad) se adopta, me parece, tanto como para convencerse a sí mismo como para convencer al interlocutor, y más aún, quizás, para reemplazar la convicción. En cierto modo, para reemplazar la verdad ausente de los juicios emitidos. Esto es en realidad lo que pienso.
   Así pues, en lo que respecta a las ideas como tales, considero ser la persona menos capaz, y no me interesan mucho. Sin lugar a dudas, me dirán que esto también es una idea (una opinión)… pero: las ideas, las opiniones, me parecen controladas en cada uno de nosotros por cualquier cosa que no sea el libre albedrío o el juicio. Nada me parece más subjetivo, más epifenomenal. 
   No comprendo cómo alguien puede vanagloriarse de ello. Considero como algo insoportable que alguien pretenda imponerlas. Querer dar su opinión como válida objetivamente, o en lo absoluto, me parece tan absurdo como afirmar, por ejemplo, que el cabello rubio rizado es más verdadero que el cabello negro lacio, que el canto del ruiseñor está más cerca de la verdad que el relincho de caballo. (En cambio, me inclino mucho por la formulación y, quizás, en eso tenga algún talento. “Esto es lo que usted quiere decir…” y generalmente obtengo la aprobación de quien hablaba con la fórmula que le propongo. ¿Será un talento de escritor? Quizás.)



Si bien las ideas me decepcionan —no me resultan atractivas— con mucho gusto las apruebo, al darme cuenta de que es vital para ellas, ya que sólo están hechas para eso. Las ideas requieren de mi aprobación, la exigen y me es muy fácil dársela: esa dádiva, esa aprobación no me retribuye ningún placer, más bien, cierta repugnancia, náusea. Por el contrario, los objetos, los paisajes, los  acontecimientos, las personas del mundo exterior me atraen sobremanera. Tienen mi confianza. En virtud del solo hecho de que en absoluto la necesitan. Su presencia y su evidencia concretas, su espesor, sus tres dimensiones,  su lado palpable —indudable—, su existencia —de la que estoy mucho más seguro que de la mía propia—, su aspecto: “es bello porque yo no lo habría inventado, habría sido incapaz de inventarlo”, todo esto es mi única razón de ser, mejor dicho, mi pretexto; y la variedad de las cosas es en realidad lo que me construye. Esto es lo que quiero decir: su variedad me construye, me permitiría existir en el silencio mismo. Como el lugar alrededor del cual existen. Pero en relación con cada una de ellas solamente, en atención a cada una de ellas en particular, si sólo considero una, desaparezco: me aniquila. Y si ella es solamente mi pretexto, mi razón de ser, si es necesario entonces que yo exista a partir de ella, no será, no podrá ser sino por cierta creación de mi parte con respecto a ella. ¿Qué creación? El texto.



¿De qué se trata? Bien, si comprendieron, se trata de crear objetos literarios que tengan las mayores posibilidades no digo de vivir, sino de oponerse (objetarse, colocándose objetivamente) con constancia en la mente de las generaciones, que les interesen siempre (como les interesarán siempre los objetos exteriores como tales), permanezcan a su disposición, a la disposición de su deseo y gusto por lo concreto; de la evidencia (muda) oponible, o de lo representativo (o presentativo).
   Se trata de objetos de origen humano, hechos y colocados especialmente para el hombre (y por el hombre), pero que logren la exterioridad y la complejidad al mismo tiempo que la presencia y la evidencia de los objetos naturales. Pero que sean más conmovedores, si es posible, que los objetos naturales, en tanto que humanos; más decisivos, más capaces de lograr la aprobación.
   Y para eso —podríamos pensar— ¿es necesario que sean más abstractos que concretos? He ahí el problema… (Totalmente embrutecido por la visita del prefecto, no he podido avanzar más…)


De El silencio de las cosas (Universidad Iberoaméricana, 2000)

Traducción de Silvia Pratt


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