Sin duda no soy muy inteligente: en todo caso, las ideas no
son mi fuerte. Siempre me han decepcionado. Las opiniones más fundamentadas,
los sistemas filosóficos más coherentes (los mejor elaborados) siempre me han
parecido absolutamente frágiles, me han provocado cierta repugnancia,
insatisfacción, un molesto sentimiento de inconsistencia. De ningún modo doy
por ciertos los juicios que emito durante una discusión. Con los que no estoy
de acuerdo, casi siempre me parecen también válidos; es decir, para ser más
exacto: ni más ni menos válidos. Se me convence, se me hace dudar fácilmente.
Cuando digo que se me convence, es: si no de alguna verdad, por lo menos de la
fragilidad de mi propia opinión. Además, la mayoría de las veces el valor de
las ideas se me revela en razón inversa a la vehemencia con que se emiten. El
tono de la convicción (incluso de la sinceridad) se adopta, me parece, tanto
como para convencerse a sí mismo como para convencer al interlocutor, y más
aún, quizás, para reemplazar la convicción.
En cierto modo, para reemplazar la verdad ausente de los juicios emitidos. Esto
es en realidad lo que pienso.
Así pues, en lo que respecta a las ideas como tales,
considero ser la persona menos capaz, y no me interesan mucho. Sin lugar a
dudas, me dirán que esto también es una idea (una opinión)… pero: las ideas,
las opiniones, me parecen controladas en cada uno de nosotros por cualquier
cosa que no sea el libre albedrío o el juicio. Nada me parece más subjetivo, más
epifenomenal.
No comprendo cómo alguien puede vanagloriarse de ello.
Considero como algo insoportable que alguien pretenda imponerlas. Querer dar su
opinión como válida objetivamente, o en lo absoluto, me parece tan absurdo como
afirmar, por ejemplo, que el cabello rubio rizado es más verdadero que el cabello negro lacio, que el canto del ruiseñor
está más cerca de la verdad que el relincho de caballo. (En cambio, me inclino
mucho por la formulación y, quizás, en eso tenga algún talento. “Esto es lo que
usted quiere decir…” y generalmente obtengo la aprobación de quien hablaba con
la fórmula que le propongo. ¿Será un talento de escritor? Quizás.)
Si bien las ideas me decepcionan —no me resultan atractivas—
con mucho gusto las apruebo, al darme cuenta de que es vital para ellas, ya que
sólo están hechas para eso. Las ideas requieren de mi aprobación, la exigen y
me es muy fácil dársela: esa dádiva, esa aprobación no me retribuye ningún
placer, más bien, cierta repugnancia, náusea. Por el contrario, los objetos,
los paisajes, los acontecimientos, las
personas del mundo exterior me atraen sobremanera. Tienen mi confianza. En
virtud del solo hecho de que en absoluto la necesitan. Su presencia y su evidencia
concretas, su espesor, sus tres dimensiones, su lado palpable —indudable—, su existencia
—de la que estoy mucho más seguro que de la mía propia—, su aspecto: “es bello
porque yo no lo habría inventado, habría sido incapaz de inventarlo”, todo esto
es mi única razón de ser, mejor dicho, mi pretexto;
y la variedad de las cosas es en
realidad lo que me construye. Esto es lo que quiero decir: su variedad me
construye, me permitiría existir en el silencio mismo. Como el lugar alrededor
del cual existen. Pero en relación con cada una de ellas solamente, en atención
a cada una de ellas en particular, si
sólo considero una, desaparezco: me aniquila. Y si ella es solamente mi
pretexto, mi razón de ser, si es necesario entonces que yo exista a partir de
ella, no será, no podrá ser sino por cierta creación de mi parte con respecto a
ella. ¿Qué creación? El texto.
¿De qué se trata? Bien, si comprendieron, se trata de crear
objetos literarios que tengan las mayores posibilidades no digo de vivir, sino
de oponerse (objetarse, colocándose
objetivamente) con constancia en la mente de las generaciones, que les
interesen siempre (como les interesarán siempre los objetos exteriores como
tales), permanezcan a su disposición, a la disposición de su deseo y gusto por
lo concreto; de la evidencia (muda) oponible, o de lo representativo (o
presentativo).
Se trata de objetos de origen humano, hechos y colocados
especialmente para el hombre (y por el hombre), pero que logren la exterioridad
y la complejidad al mismo tiempo que la presencia y la evidencia de los objetos
naturales. Pero que sean más conmovedores, si es posible, que los objetos
naturales, en tanto que humanos; más decisivos, más capaces de lograr la aprobación.
Y para eso —podríamos pensar— ¿es necesario que sean más
abstractos que concretos? He ahí el problema… (Totalmente embrutecido por la
visita del prefecto, no he podido avanzar más…)
De El silencio de las cosas (Universidad Iberoaméricana, 2000)
Traducción de Silvia Pratt
De El silencio de las cosas (Universidad Iberoaméricana, 2000)
Traducción de Silvia Pratt
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