Señora Madre ha muerto, hacía bastante la había olvidado, su
final la restituye a mi memoria, aunque sea por unas horas. Meditemos sobre
esto, antes de que recaiga en el olvido. Me pregunto si la amo y he de responder:
No, le reprocho el haberme castrado,
realmente muy poca cosa, pero en fin… Me heredó su temperamento y esto es más
grave, pues sufría de alcalosis y de alergias, yo las padezco aún más que ella
y son incontables mis dolencias y además… además me echó al mundo y yo profeso
el odio al mundo.
Me asignaron el lavado de su cabello, había perdido la mitad
de su melena, que era la envidia de todos, era rubia y naturalmente
ensortijada, así que no necesitaba ir al salón de belleza. Las drogas habían
acabado con esa cabellera, eso la tenía desconsolada y a mí también me apenó
ver la delgadez de su cuello cuyas vértebras no alcancé a contar. Por aquellos
días evocó su infancia, en un momento extraordinario que nunca se repitió:
imitó los gritos de los pequeños vendedores de Constantinopla que iban de casa
en casa, escoltados por sus pequeños burros.
Los seres nobles rara vez aman la vida, prefieren las
razones para vivir que a ésta, y aquellos que se conforman con la vida son
siempre abyectos. ¿Qué tiene la vida de deseable, cuando no es sublime? Los
placeres del cuerpo, no sin extrañeza vemos a los más feos y malsanos
saborearlos con una rabia acrecentada y precipitarse en ellos con un furor que
ni el abuso agota, las naciones vencidas son prolijas en villanos de la especie
insaciable, esas bestias se resarcirán de noche por las servidumbres que el día
les impone. ¡Señor!, ¡líbranos de parecernos a las larvas!
Debemos olvidar a nuestros muertos como muertos, sin embargo
nos está permitido seguir su modelo y perpetuar sus obras, el resto es mera
afectación. Quise conservar las cenizas de Señora Madre, las leyes francesas lo
prohíben, serán encerradas entre las paredes de un pequeño casillero, es mejor
que dejar el cuerpo podrirse bajo tierra e ir ridículamente a dejar flores en
su tumba. Soy la resurrección de aquella que dejó de ser, mi obra la rescata de
la nada, he aquí que se ha convertido en mi hija, no queda en mí tristeza
alguna y Señor Padre está tan sereno como yo.
Señora madre me inspiró el desprecio absoluto hacia las
mujeres piadosas a medias, tenía toda la razón y, dicho sea entre nosotros,
considero que esas fornicaciones en el aire son más deshonestas que las
verdaderas. Murió mientras dormitaba, agotadas sus fuerzas, y fue incinerada
sin sombra de ceremonia. Creía en mis palabras, y le demostré que si por
ventura Dios existía no podía ser personal, ya que la duración es el elemento
constitutivo de la persona y la muerte eterna la recompensa de toda vida. Amamos
aquello que debe morir y sólo amamos porque nos sentimos mortales y amenazados.
Dios no nos ama y no es objeto de amor, en el fondo el
Misticismo no es más que un Narcisismo y el Dios personal un absurdo, la
necesidad que tienen los miserables de sentirse consolados confirma la bajeza
de los miserables y no la evidencia de las figuras que ellos suponen. Me basto
con el Dios de los filósofos, yo mismo soy una persona y no busco a nadie fuera
de mí, consiento en mi muerte perpetua y la idea de salvación me parece un
delirio, ser salvado es una violación metafísica. Señora Madre valoraba más el
Clasicismo que cualquier forma de Mesianismo, tenía santamente razón.
Bien sabía yo que, una vez muerta, Señora Madre volvería a
vivir en mí, en mí a quien su agonía parecía interminable a partir de ese mes
de mayo, en mí que hacía votos para que muriera lo antes posible, antes d la
horrible decadencia que precede al fin, cuando ya no se levantaba y sufría de
languidecer en cama. Entonces no me atrevía a mirarla, por miedo a que esta
imagen sustituyera a mil otras, maldecía nuestra moral que nos obliga a reverenciar
aquello que sería preferible abreviar. La amable mujer merecía morir lentamente
y no desmoronarse en medio de sus médicos fríos e impotentes…
No me gustan ni el dolor ni el placer, aunque me seduce, el
mundo de la mujer no me convence, nunca me atrajo la mujer presente en mi Madre,
mis profundidades son impasibles, odio el deseo y el miedo, Señora madre no
dejaba de admirar ese ánimo, vía en el la fuente de mi libertad. La muerte no
me trastornará por mucho tiempo, pues ahora nada me afecta y Señora Madre se
lleva consigo los restos de mis angustias, su final me libera del todo y no veo
más que orden bajo mis pies, el caos se disipa, la luz me invade y siento nacer
en mí una seguridad apacible.
De Postmortem (Sexto Piso, 2006)
Traducción de María Virginia Jaua
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