domingo, 9 de noviembre de 2025

Tres poemas de Leila Chatti

 


CONFESIÓN

 

Desearía haber muerto antes de pasar por esto

                y haber sido completamente olvidada.

—María dando a luz, el Sagrado Corán

 

Para ser honesta, María me cae un poco mejor

cuando la imagino así: en cuclillas,

insultando, un niño Dios empujándole

el útero (me gusta recordad

que tenía útero, un cuerpo común

y parecido al mío), sudor de chica qque dibuja

ríos como venas en la arena,

manos pequeñas sobre rodillas,

no eran palomas, sino manos, aferradas,

una palmera presiona su columna,

las hojas susurran como voyeurs

(ay, María, como un Dios, a mí también

me complace saber que no eras tan

santa, que el dolor podía deshacerte

como a un nudo) y, sufriendo,

admiro a esta chica a la que,

por un instante, no le importó Dios

ni Sus planes, sino su propia

e inconfundible vida, esta María más feroz

capaz de desaparecer para salvarse,

capaz de gritar a la mierda  

con la salvación si implica este dolor,

la adolescente bendita que se agachó

indignada en un desierto mientras daba a luz a Su hijo

como un secreto que ella nunca quiso escuchar.

 


SARCOMA

 

Cuando el médico dice la palabra sarcoma, pienso que podría ser un lindo nombre para una hija, con esa a buena y femenina, como los padres que les ponen a sus hijos nombres bizarros, manzanas, por ejemplo, o el lugar donde los concibieron, y paso los dedos por el montículo de mi vientre, la carne distendida debajo del tejido azul que uso como vestido, un vestido de luto ideal, descartable, y él habla sobre mi expectativa de vida, algo tan simple que creía que nada me lo podría sacar, y mientras me explica pongo las manos a los costados del centro de mi cuerpo, como si consolara a una nena o le tapara las orejas.

 


MIOMECTOMÍA

 

En el centro de la habitación

oscura, una aureola: ahí

con muñecas pinchadas

por vías intravenosas, envuelto en una bata

salvo por la cintura, mi cuerpo

yacía en reposo y sangraba

a la inversa de un niño-Dios

mi cuerpo quedó abierto

como una ventana.

Entraron innominados

médicos, manos azules

como el cielo que se escurre por ese óculo

buscando lo que se había enraizado

 

parecía una granada

vista de cerca, esfera

con hoyuelos acunada entre las manos, fruta

de los muertos (pero no estaba

muerta, yo tampoco, seguía

viva, esa cosa bermellón claro

era la prueba), y por eso, igual a mí

me abrieron el vientre

justo a la mitad, una herida

precisa. Y desde abajo

emergió el tumor, ávido, como a punto

de nacer: una criatura pelada sin padre

ni futuro. Salvador de nadie.

 


De Diluvio (Zindo & Gafuri, 2025)                                                                                Traducción de Sofía Caminos y Sofía Leibovich