Cuando se llega a cierta edad,
uno deja de ser el protagonista de sus acciones: todo se ha transformado en
puras consecuencias de acciones anteriores. Lo que uno ha sembrado fue
creciendo subrepticiamente y de pronto estalla en una especie de selva que lo rodea
por todas partes, y los días se van nada más que en abrirse paso a golpes de
machete, y nada más que para no ser asfixiado por la selva; pronto se descubre
que la idea de practicar una salida es totalmente ilusoria, porque la selva se
extiende con mayor rapidez que nuestro trabajo de desbrozamiento y sobre todo
porque la idea misma de «salida» es incorrecta: no podemos salir porque al
mismo tiempo no queremos salir, y no queremos salir porque sabemos que no hay
hacia dónde salir, porque la selva es uno mismo, y una salida implicaría alguna
clase de muerte o simplemente la muerte. Y si bien hubo un tiempo en que se
podía morir cierta clase de muerte de apariencia inofensiva, hoy sabemos que
aquellas muertes eran las semillas que sembramos de esta selva que hoy somos.
Sin embargo hoy vi, hacia la caída del sol, el reflejo de unos rayos
rojizos del sol en unos ladrillos de cerámica barnizada, y me di cuenta de que
aún estoy vivo, en el verdadero sentido de la palabra, y de que aún puedo
llegar a situarme en mí mismo: todo es cuestión de encontrar cierto punto
justo, mediante cierta voltereta espiritual; no puedo evitar la maraña de
consecuencias, no puedo pretender ser el protagonista, otra vez, de mis
acciones, pero sí me es posible rescatarme dentro de esas nuevas pautas,
aprender a vivir otra vez, de otra manera. Hay una forma de dejarse llevar para
poder encontrarse en el momento justo en el lugar justo, y este «dejarse
llevar» es la manera de ser el protagonista de las propias acciones —cuando
uno ha llegado a cierta edad.
De El discurso vacío (Interzona, 2006)
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