miércoles, 8 de julio de 2020

Rebecca Solnit - Fragmentos sobre el arte de perderse





Deja la puerta abierta a lo desconocido, la puerta tras la que se encuentra la oscuridad. Es de ahí de donde vienen las cosas más importantes, de donde viniste tú mismo y también a donde irás.





La labor de los artistas es abrir puertas y dejar entrar las profecías, lo desconocido, lo extraño; es de ahí de donde proceden sus obras, aunque su llegada marque el comienzo del largo y disciplinado proceso mediante el cual las hacen suyas. También los científicos, como señaló en una ocasión J. Robert Oppenheimer, «viven siempre “al borde del misterio”, en la frontera de lo desconocido». Pero los científicos transforman lo desconocido en conocido, lo capturan como los pescadores capturan los peces con sus redes; los artistas, en cambio, te adentran en ese oscuro mar.





Perderse: una rendición placentera, como si quedaras envuelto en unos brazos, embelesado, absolutamente absorto en lo presente de tal forma que lo demás se desdibuja.





Aquello cuya naturaleza desconoces por completo suele ser lo que necesitas encontrar, y encontrarlo es cuestión de perderse. La palabra lost, «perdido», viene de la voz los del nórdico antiguo, que significa la disolución de un ejérci- to. Este origen evoca la imagen de un grupo de soldados rompiendo filas para volver a casa, una tregua con el ancho mundo. Algo que me preocupa hoy en día es que muchas personas nunca disuelven sus ejércitos, nunca van más allá de aquello que conocen.





Me encanta salirme del camino, ir más allá de lo que conozco y encontrar el camino de vuelta recorriendo unos cuantos kilómetros más, por un sendero diferente, con una brújula que discute con un mapa, con las indicaciones contradictorias y poco rigurosas de desconocidos. Esas noches sola en moteles de pueblos perdidos del oeste del país donde no conozco a nadie y nadie que me conozca sabe dónde estoy, noches transcurridas en compañía de cuadros extraños, colchas de flores y televisión por cable que me ofrecen un descanso temporal de mi propia biografía […] Esos momentos en que mis pies o mi coche rebasan la cresta de una colina o salen de una curva y me digo que es la primera vez que veo este sitio. Esas ocasiones en que algún detalle arquitectónico o alguna vista en la que no me había fijado en todos estos años me dicen que nunca he sabido realmente dónde estaba, ni siquiera cuando estaba en mi propia ciudad. Esas historias que hacen que lo familiar se vuelva otra vez extraño, como las que me han revelado paisajes perdidos, cementerios perdidos, especies perdidas alrededor de mi propia casa. Esas conversaciones que hacen que todo lo demás desaparezca. Esos sueños que olvido hasta que me doy cuenta de que han influido en todo lo que he sentido y hecho a lo largo del día. 





La pregunta, entonces, es cómo perderse. No perderte nunca es no vivir, no saber cómo perderte acaba contigo, y en algún lugar de la terra incognita que hay entre medias se extiende una vida de descubrimientos. 





Realmente el concepto de perdido tiene dos significados diferentes. Perder cosas tiene que ver con la desaparición de lo conocido, perderse tiene que ver con la aparición de lo desconocido. Hay objetos y personas que desaparecen de tu vista, tu conocimiento o tu propiedad: pierdes una pulsera, un amigo, la llave. Sigues sabiendo dónde estás tú. Todo lo que te rodea resulta conocido, pero hay una cosa de menos, un elemento que falta. O bien te pierdes tú, y en ese caso lo que ha sucedido es que el mundo se ha vuelto mayor que tu conocimiento del mismo. En ambos casos se produce una pérdida de control.





Desde hace muchos años me ha conmovido el azul del extremo de lo visible, ese color de los horizontes, de las cordilleras remotas, de cualquier cosa situada en la lejanía. El color de esa distancia es el color de una emoción, el color de la soledad y del deseo, el color del allí visto desde el aquí, el color de donde no estás. Y el color de donde nunca estarás. Y es que el azul no está en ese punto del horizonte del que te separan los kilómetros que sean, sino en la atmósfera de la distancia que hay entre tú y las montañas. «Anhelo —dice el poeta Robert Hass—, porque el deseo está lleno de distancias infinitas». El azul es el color del anhelo por esa lejanía a la que nunca llegas, por el mundo azul.





Tratamos el deseo como si fuera un problema que hay que resolver; nos centramos en aquello que deseamos y ponemos la atención en lo deseado y en cómo conseguirlo en lugar de en la naturaleza y la sensación del deseo, pero a menudo es la distancia que existe entre nosotros y el objeto del deseo lo que llena el espacio entre ambos con el azul del anhelo. A veces me pregunto si, con un ligero ajuste de la perspectiva, podríamos valorar el deseo como una sensación en sí misma, ya que es tan inherente a la condición humana como lo es el azul a la distancia; si podemos contemplar la distancia sin querer recortarla, abrazar el anhelo igual que abrazamos la belleza de ese azul que no se puede poseer. Y es que, como sucede con el azul de la distancia, la consecución y la llegada solo trasladan ese anhelo, no lo satisfacen, igual que cuando llegas a las montañas a las que te dirigías estas han dejado de ser azules y el azul ha pasado a teñir las que se encuentran detrás. Aquí se encuadra el misterio de por qué las tragedias son más hermosas que las comedias y por qué algunas canciones e historias tristes nos producen un inmenso placer. Siempre hay algo que está lejos.





Una ciudad se construye de tal manera que se asemeje a una mente consciente, una red capaz de calcular, administrar, producir. Las ruinas se convierten en el inconsciente de una ciudad, en su memoria, en sus territorios ignotos, sombríos, desaparecidos, y es en ellas donde verdaderamente cobra vida.





En los sueños no se pierde nada. Las casas de la infancia, los muertos, los juguetes que habían desaparecido: todo aparece con una nitidez que la mente es incapaz de alcanzar en la vigilia. Lo único que está perdido en los sueños eres tú mismo, que vas deambulando por un terreno donde incluso los lugares más familiares no acaban de ser ellos mismos y conducen a lo imposible.





Lo natural es que las cosas se pierdan, no al contrario. Pensemos en los pocos sueños que se han salvado del compost del tiempo (de entre los cientos de miles de millones que se han tenido desde que surgió el lenguaje para describirlos), en los pocos nombres, los pocos deseos, incluso las pocas lenguas, pensemos en que ignoramos qué idiomas hablaban quienes erigieron los monumentos megalíticos de Gran Bretaña e Irlanda o qué significado tenían esas piedras, en que no sabemos mucho sobre la lengua de los gabrielanos de Los Ángeles o de los miwoks de Marin, en que desconocemos cómo o por qué se dibujaron las enormes figuras en el suelo del desierto de Nazca, en Perú, en que no sabemos gran cosa ni siquiera sobre Shakespeare o Li Po. Es como si convirtiéramos la excepción en la norma y creyéramos que las cosas se van a conservar y no que mayormente se van a perder. Que deberíamos poder encontrar el camino de vuelta siguiendo el rastro de los objetos que hemos ido dejando por el camino, como Hansel y Gretel en el bosque, que los objetos nos llevarán hacia atrás en el tiempo e iremos deshaciendo todas las pérdidas por un sendero de objetos perdidos que empieza con las gafas y termina con los juguetes y los dientes de leche. La realidad, en cambio, es que la mayoría de los objetos se encuentran en las constelaciones secretas del pasado irrecuperable y solo regresan en los sueños, donde lo único que está perdido es la persona que sueña.





De Una guía sobre el arte de perderse (Capitan Swing, 2020)
Traducción de Clara Ministral

No hay comentarios:

Publicar un comentario