LOS EXTRAÑOS
Mi abuela y yo vivimos entre
extraños. La casa no parece lo suficientemente grande para acoger a todos los
que se presentan a distintas horas. Se sientan a cenar como si se les hubiera
estado aguardando —y de hecho siempre hay un sitio puesto para ellos— o entran
en el salón principal huyendo del frío, frotándose las manos y quejándose del
clima, y se instalan junto al fuego y toman un libro que hasta entonces me
había pasado inadvertido y continúan la lectura desde una página marcada con un
separador de papel gastado. Como es obvio, algunos de ellos son alegres y simpáticos,
mientras que otros son antipáticos: malhumorados o taimados. Con algunos hago
una amistad inmediata —nos entendemos mutuamente a la perfección desde que nos
conocemos— y espero verlos de nuevo en el desayuno. Pero cuando bajo a
desayunar no están allí, y a menudo nunca vuelvo a saber de ellos. Todo esto es
muy inquietante. Mi abuela y yo jamás mencionamos esos ires y venires de
extraños por la casa. Pero observo su rostro delicado y rosado cuando ella
entra en el comedor apoyada en su bastón y se detiene sorprendida: se mueve tan
despacio que esto es casi imperceptible. Un joven se levanta de su lugar,
aferrando su servilleta a la altura del cinturón, y va a ayudarla a sentarse en
su silla. Ella se adapta a la presencia del joven con una sonrisa nerviosa y
una cortés inclinación de cabeza, aunque sé que se siente tan consternada como
yo por el hecho de que él no estaba allí en la mañana y no estará al día
siguiente y sin embargo se comporta como si todo esto fuera de lo más normal.
Pero muy a menudo, por supuesto, la persona sentada a la mesa no es un joven
educado sino una solterona delgada que come rápido y en silencio y se retira
entes de que nosotros terminemos, o bien una anciana que nos frunce el ceño a
los demás y escupe la cáscara de su manzana al horno al borde del plato. No hay
nada que podamos hacer. ¿Cómo podemos librarnos de gente que nunca invitamos y
que de cualquier modo se marcha tarde o temprano por su propio pie? Aunque
pertenecemos a generaciones diferentes, a mi abuela y a mí se nos enseñó que
jamás debemos hacer preguntas sino sólo sonreír a las cosas que escapan a
nuestra comprensión.
LA OTRA ELLA
Desde donde está, en otra parte
de la casa, ella puede oír la voz de él en el dormitorio, en la distancia,
hablándole de manera reflexiva, con suavidad y calidez hogareña. No sabe que
ella no se encuentra en la habitación.
Y entonces, por un momento, ella
siente que con él hay otra ella quizá incluso mejor que ella misma, y que ella
es una ella desdeñada, despreciada, allí al final del pasillo, lejos del
dormitorio donde los otros dos pasan un buen rato juntos.
PADRE ENTRA EN EL AGUA
En vida se internaba despacio en
el agua hasta que le llegaba a la cintura y permanecía ahí un rato, los brazos
hacia un lado, los dedos rozando el agua, la mirada fija en el horizonte.
Entonces se zambullía por fin con un gran chapoteo.
Esperamos. Está en el agua cerca
de nosotros, dándonos la espalda, ligeramente encorvado.
Tiene los brazos pálidos y
pecosos a los costados, las manos apartadas del agua.
Entonces junta las manos y se
sumerge. Damos un paso atrás.
En la muerte es distinto: sin
apenas crear ondas o murmullos atraviesa el agua y ésta se cierra en silencio
sobre él.
De Ciento cincuenta cuentos cortos (Almadía, 2019)
Traducción de Mauricio Montiel
Figueiras
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