viernes, 24 de agosto de 2018

Charles Simic - Tres fragmentos



Uno querría escribir un poema tan bien acabado que hiciera honor a la tradición representada por Emily Dickinson, Ezra Pound y Wallace Stevens, por nombrar tan sólo a algunos maestros.

Por otra parte, uno espera superar esa tradición, revolucionarla, ponerla del revés, y encontrar un espacio vital propio.

Uno querría también entretener al lector con ayuda de deslumbrantes metáforas, arrebatos de imaginación y declaraciones desgarradoras.

Por otra parte, la mayor parte del tiempo uno no tiene ni idea de lo que hace. Las palabras hacen el amor en la página como moscas en el calor del verano, y el poema le debe tanto a la casualidad como a la intención. Probablemente incluso más.




El consejo del realista es: abre los ojos y mira. Los defensores de la imaginación aconsejan: cierra los ojos para ver mejor. Hay una verdad que se percibe con los ojos abiertos y otra a la que se accede con los cerrados, y a veces estas dos verdades no se reconocen cuando se cruzan por la calle.




Estamos en el año 1942 o 1943 y éste es uno de los primeros recuerdos que conservo. Creo que era invierno. Mi madre me llevó a la ópera, a una representación de Las bodas de Fígaro, de Mozart. En el primer acto, Susana y Fígaro se encentran en un salón dieciochesco, paseando de un lado para otro. En algunas mesas hay candelabros con velas encendidas. En un momento dado, Susana roza una de las largas velas y el largo chal que lleva sobre los hombros se incendia. El público grita. La cantante deja de cantar y se lleva las manos a la cabeza horrorizada, mientras las llamas se propagan cada vez más. Fígaro, sin alterarse, tira del chal, lo deja en el suelo y lo pisotea como si fuera un bailaor flamenco. Y en ningún momento deja de cantar esa preciosa música...



De Una mosca en la sopa. Memorias (Vaso Roto, 2010)
Traducción de Jaime Blasco

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