miércoles, 23 de mayo de 2018

Michel Pastoureau - Los colores de nuestros recuerdos (fragmentos)




Definir el color no es un ejercicio fácil. No sólo porque a lo largo de los siglos sus definiciones han ido variando según las épocas y sociedades, sino porque, incluso limitándose al periodo contemporáneo, el color no se percibe de la misma manera en los cinco continentes. Cada cultura lo concibe y lo define según su entorno natural, su clima, su historia, sus conocimientos, sus tradiciones.



Hay multitud de recuerdos visuales que no conservamos en tonos definidos, ni siquiera en blanco y negro, ni en blanco, negro y gris. No; andan perdidos en nuestra memoria y son sobre todo incoloros. Pero cuando los evocamos, cuando los hacemos brotar con una intención definida, es como si los pasásemos a limpio formal y cromáticamente a la vez: nuestra memoria aclara los contornos, fija las líneas, y nuestra imaginación se encarga de dotarlos de colores, colores que quizá nunca tuvieron.



Sin darnos cuenta, empleamos uno u otro término de color para calificar objetos cuya coloración no guarda relación alguna con la palabra que se pronuncia. Por ejemplo, hablamos todos los días de “vino blanco” para referirnos a un vino que de blanco no tiene nada. De la misma manera, calificamos de vino “tinto”, es decir, rojo oscuro, a un vino que no es rojo de verdad; de “negra” a una uva violeta; y de “blanca” a una uva cuyo tono se sitúa entre el verde y el amarillo. […] Estas divergencias entre el color real y el color nombrado en casos de productos de consumo corriente, o bien de fuerte dimensión simbólica como el vino, nos recuerdan hasta qué punto los colores son, sobre todo, convenciones, etiquetas, códigos sociales. Su función primera es distinguir, clasificar, asociar, oponer, jerarquizar.



Si los primeros electrodomésticos, las primeras estilográficas, los primeros teléfonos, los primeros coches, son negros, grises, blancos o marrones, y no naranja, rojo vivo o amarillo limón, la razón hay que buscarla ante todo en la moral. Para la sociedad industrial de finales del siglo XIX, los colores vivos, los que atraen el ojo y captan la atención, son colores indecentes; hay que usarlos con mesura. Por el contrario, los más neutros o más oscuros, los que participan de la gama de los grises o de los marrones, o bien del universo del negro y del blanco, gozan de una reputación digna y virtuosa; hay que producirlos en masa.



La célebre frase de Johannes Itten, dirigida a los alumnos de la Bauhaus en 1922, pero que el diseño se ha apropiado durante décadas, es una de las frases más absurdas que se han dicho nunca respecto al color: “Las leyes del color son eternas, absolutas, fuera del tiempo, tan válidas antaño como en el momento actual”.



La iluminación [de la pintura] del pasado es siempre producto de las llamas, que transmiten movimiento a las formas y los colores de las imágenes y los cuadros, los animan, los hacen vibrar, los vuelven incluso cinéticos (pensemos en un documento como el tapiz de Bayux mirado a la luz de antorchas o de candelas). Nuestra iluminación eléctrica, por el contrario, es relativamente estática, no transmite movimiento ni a las formas ni a los colores. De ahí surge una diferencia considerable ante la sensibilidad de nuestra mirada y la de nuestros antepasados. Queramos o no, nunca percibiremos como ellos un objeto, un documento, una obra de arte. Para un ojo antiguo, medieval o moderno, los colores siempre están en movimiento —ya Aristóteles resalta hasta qué punto todo color es movimiento—. Para el ojo de hoy en día, los colores no se mueven, o apenas lo hacen, parecen inmóviles: la diferencia de percepción es inmensa.



La historia del color amarillo en Europa es la historia de una larga desvalorización. En Grecia y Roma se trata de un color apreciado que desempeña un papel importante en la vida social y en los rituales religiosos. Pero en la Edad Media el amarillo se devalúa. Se convierte en el color de la mentira y la cobardía, luego en el de la felonía o la infamia. Es el color de los traidores que aparecen en las canciones de gesta (Ganelón) o en las novelas de la Mesa Redonda (los caballeros traidores). También es el color impuesto a los excluidos y a los reprobados (judíos, herejes, leprosos, condenados, etc.), en forma de marcas infamantes y de insignias indumentarias. Por fin, en combinación o cercanía al verde, el amarillo se convierte en el color del desorden y la locura. Para la sensibilidad medieval, sólo existe un buen amarillo: el oro. En la época moderna, sin perder nada de sus cualidades negativas, más bien al contrario, el amarillo se convierte también en el color de la enfermedad (a veces de la muerte), además de ser el de los maridos celosos o engañados.  En el siglo XIX, en la simbología política, el amarillo aparece asociado a la idea de delación o traición. En los medios obreros, sobre todo, es el color con que se marca a quienes traicionan a su clase: esquiroles, obreros, que se niegan a tomar parte en acciones reivindicativas, sindicatos al servicio de la patronal —en oposición a los sindicatos rojos, partidarios de acciones revolucionarias—.



Para disponer de un verde franco, vivo, luminosos, a los hombres del teatro inglés y español [del siglo XVII] se les ocurrió la idea de usar un color del que se servían los pintores: el verdete, pigmento particularmente tóxico que se obtiene extendiendo vinagre o ácido sobre láminas de cobre.  Cubrieron con él algunos trajes para el escenario e incluso algunos decorados. En los años que transcurren desde 1600 hasta 1630, murieron envenenados varios actores, pero nadie llegó a comprender realmente que la causa era la pintura verde de su traje. Comenzó a propagarse la idea de que el verde era un color maldito, y empezaron a desterrarlo de los teatros.



Hoy en día, para nosotros, el color violeta es una mezcla de azul y de rojo; nos parece una evidencia, si no una verdad. Pero para las sociedades antiguas, que ignoran el espectro y clasifican de modo diferente los colores, la cosa no va así. El violeta no tiene nada que ver con el rojo y muy poco con el azul. Es simplemente un negro de un tipo particular. Por lo demás, en latín medieval, una de las palabras corrientes para designar el violeta es subniger, es decir “subnegro” o “seminegro”. El sistema católico de colores litúrgicos ha prolongado hasta nuestros días ese concepto antiguo del violeta, que figura en él, igual que el negro, como color de aflicción y penitencia: violeta para la época del Adviento y la Cuaresma, negro para el Viernes Santo; violeta para el semiluto, negro para el luto. El violeta cristiano aparece como un sustituto del negro.



Las palabras tienen infinitos poderes cromáticos. Cualquier adjetivo asociado a cualquier término de color otorga a dicho color una tonalidad particular y lo inscribe en una paleta mucho más onírica que cualquier muestrario que produzca la ciencia o la industria.




Cuando dos individuos se encuentran en una misma habitación, miran un mismo objeto y se les invita a decir el color, el mero hecho de que los dos respondan “azul” no significa que vean el mismo color. Entre el color real, el color percibido y el color nombrado (o representado) existen innumerables sistemas de interferencia, de intervención y de parasitismo.



De Los colores de nuestros recuerdos (Editorial Periférica, 2017)
Traducción de Laura Salas Rodríguez

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