Definir
el color no es un ejercicio fácil. No sólo porque a lo largo de los siglos sus
definiciones han ido variando según las épocas y sociedades, sino porque,
incluso limitándose al periodo contemporáneo, el color no se percibe de la
misma manera en los cinco continentes. Cada cultura lo concibe y lo define
según su entorno natural, su clima, su historia, sus conocimientos, sus
tradiciones.
Hay
multitud de recuerdos visuales que no conservamos en tonos definidos, ni
siquiera en blanco y negro, ni en blanco, negro y gris. No; andan perdidos en
nuestra memoria y son sobre todo incoloros. Pero cuando los evocamos, cuando
los hacemos brotar con una intención definida, es como si los pasásemos a
limpio formal y cromáticamente a la vez: nuestra memoria aclara los contornos,
fija las líneas, y nuestra imaginación se encarga de dotarlos de colores,
colores que quizá nunca tuvieron.
Sin
darnos cuenta, empleamos uno u otro término de color para calificar objetos
cuya coloración no guarda relación alguna con la palabra que se pronuncia. Por
ejemplo, hablamos todos los días de “vino blanco” para referirnos a un vino que
de blanco no tiene nada. De la misma manera, calificamos de vino “tinto”, es
decir, rojo oscuro, a un vino que no es rojo de verdad; de “negra” a una uva
violeta; y de “blanca” a una uva cuyo tono se sitúa entre el verde y el
amarillo. […] Estas divergencias entre el color real y el color nombrado en casos
de productos de consumo corriente, o bien de fuerte dimensión simbólica como el
vino, nos recuerdan hasta qué punto los colores son, sobre todo, convenciones,
etiquetas, códigos sociales. Su función primera es distinguir, clasificar,
asociar, oponer, jerarquizar.
Si
los primeros electrodomésticos, las primeras estilográficas, los primeros
teléfonos, los primeros coches, son negros, grises, blancos o marrones, y no
naranja, rojo vivo o amarillo limón, la razón hay que buscarla ante todo en la
moral. Para la sociedad industrial de finales del siglo XIX, los colores vivos,
los que atraen el ojo y captan la atención, son colores indecentes; hay que
usarlos con mesura. Por el contrario, los más neutros o más oscuros, los que
participan de la gama de los grises o de los marrones, o bien del universo del
negro y del blanco, gozan de una reputación digna y virtuosa; hay que
producirlos en masa.
La
célebre frase de Johannes Itten, dirigida a los alumnos de la Bauhaus en 1922,
pero que el diseño se ha apropiado durante décadas, es una de las frases más
absurdas que se han dicho nunca respecto al color: “Las leyes del color son
eternas, absolutas, fuera del tiempo, tan válidas antaño como en el momento
actual”.
La
iluminación [de la pintura] del pasado es siempre producto de las llamas, que
transmiten movimiento a las formas y los colores de las imágenes y los cuadros,
los animan, los hacen vibrar, los vuelven incluso cinéticos (pensemos en un
documento como el tapiz de Bayux mirado a la luz de antorchas o de candelas).
Nuestra iluminación eléctrica, por el contrario, es relativamente estática, no
transmite movimiento ni a las formas ni a los colores. De ahí surge una
diferencia considerable ante la sensibilidad de nuestra mirada y la de nuestros
antepasados. Queramos o no, nunca percibiremos como ellos un objeto, un
documento, una obra de arte. Para un ojo antiguo, medieval o moderno, los
colores siempre están en movimiento —ya Aristóteles resalta hasta qué punto
todo color es movimiento—. Para el ojo de hoy en día, los colores no se mueven,
o apenas lo hacen, parecen inmóviles: la diferencia de percepción es inmensa.
La
historia del color amarillo en Europa es la historia de una larga
desvalorización. En Grecia y Roma se trata de un color apreciado que desempeña
un papel importante en la vida social y en los rituales religiosos. Pero en la
Edad Media el amarillo se devalúa. Se convierte en el color de la mentira y la
cobardía, luego en el de la felonía o la infamia. Es el color de los traidores
que aparecen en las canciones de gesta (Ganelón) o en las novelas de la Mesa
Redonda (los caballeros traidores). También es el color impuesto a los excluidos
y a los reprobados (judíos, herejes, leprosos, condenados, etc.), en forma de
marcas infamantes y de insignias indumentarias. Por fin, en combinación o
cercanía al verde, el amarillo se convierte en el color del desorden y la
locura. Para la sensibilidad medieval, sólo existe un buen amarillo: el oro. En
la época moderna, sin perder nada de sus cualidades negativas, más bien al
contrario, el amarillo se convierte también en el color de la enfermedad (a
veces de la muerte), además de ser el de los maridos celosos o engañados. En el siglo XIX, en la simbología política, el
amarillo aparece asociado a la idea de delación o traición. En los medios
obreros, sobre todo, es el color con que se marca a quienes traicionan a su clase:
esquiroles, obreros, que se niegan a tomar parte en acciones reivindicativas, sindicatos
al servicio de la patronal —en oposición a los sindicatos rojos, partidarios de
acciones revolucionarias—.
Para
disponer de un verde franco, vivo, luminosos, a los hombres del teatro inglés y
español [del siglo XVII] se les ocurrió la idea de usar un color del que se servían
los pintores: el verdete, pigmento particularmente tóxico que se obtiene extendiendo
vinagre o ácido sobre láminas de cobre. Cubrieron
con él algunos trajes para el escenario e incluso algunos decorados. En los
años que transcurren desde 1600 hasta 1630, murieron envenenados varios
actores, pero nadie llegó a comprender realmente que la causa era la pintura
verde de su traje. Comenzó a propagarse la idea de que el verde era un color
maldito, y empezaron a desterrarlo de los teatros.
Hoy
en día, para nosotros, el color violeta es una mezcla de azul y de rojo; nos parece
una evidencia, si no una verdad. Pero para las sociedades antiguas, que ignoran
el espectro y clasifican de modo diferente los colores, la cosa no va así. El
violeta no tiene nada que ver con el rojo y muy poco con el azul. Es
simplemente un negro de un tipo particular. Por lo demás, en latín medieval,
una de las palabras corrientes para designar el violeta es subniger, es decir “subnegro” o “seminegro”. El sistema católico de
colores litúrgicos ha prolongado hasta nuestros días ese concepto antiguo del
violeta, que figura en él, igual que el negro, como color de aflicción y
penitencia: violeta para la época del Adviento y la Cuaresma, negro para el
Viernes Santo; violeta para el semiluto, negro para el luto. El violeta cristiano
aparece como un sustituto del negro.
Las
palabras tienen infinitos poderes cromáticos. Cualquier adjetivo asociado a
cualquier término de color otorga a dicho color una tonalidad particular y lo
inscribe en una paleta mucho más onírica que cualquier muestrario que produzca
la ciencia o la industria.
Cuando
dos individuos se encuentran en una misma habitación, miran un mismo objeto y
se les invita a decir el color, el mero hecho de que los dos respondan “azul”
no significa que vean el mismo color. Entre el color real, el color percibido y
el color nombrado (o representado) existen innumerables sistemas de
interferencia, de intervención y de parasitismo.
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