EL INDESCRIPTIBLE CINISMO DE LA POESÍA
El universo interior, donde la poesía es la
soberana absoluta, tiene la particularidad de ser inefable. Es como el aire;
aparecen en él corrientes, diferencias de temperatura y tormentas, pero su
propiedad primordial es la transparencia total y absoluta. ¿Cómo actúa, pues,
ese universo interior, que es inefable y, no obstante, nada desea tanto como
expresarse? Se sirve de un subterfugio. Finge estar interesado, y mucho, por la
realidad exterior. ¿Se hunde un gran estado? Estupendo, el universo interior
está encantado: ya tiene un tema. La muerte aparece en el horizonte. El
universo interior, que se cree inmortal, se estremece de alegría. ¿Una guerra?
¡De maravilla! ¿Un sufrimiento? ¡Albricias! ¿Los árboles? ¿Las rosas marchitas?
¡Todavía mejor! La realidad. ¡Bravo! La realidad es simplemente imprescindible;
si no existiera habría que inventarla.
La
poesía se esfuerza por engañar a la realidad; finge preocuparse por sus
pesares. Menea compasivamente la cabeza. Ay, otro terremoto —dice—. Oh, una
nueva injusticia. Otra inundación, otra revolución. Otra vez alguien ha
envejecido.
La
poesía teme que su secreto se descubra. Un día, la realidad se percatará de que
el corazón de la poesía está frío. O que la poesía no tiene corazón, sino unos
ojos enormes y un oído muy fino. De pronto, la realidad comprenderá que no ha
sido para la poesía más que un pozo inagotable de metáforas, y se esfumará. La
poesía se quedará sola en el mundo, muda, vacía, triste e intransmisible.
MATÉ A HITLER
Se me ha hecho tarde; soy viejo. Ya es hora de
contar lo que sucedió en el verano de 1937 en un pequeño pueblo de Hessen. Maté
a Hitler.
Soy
holandés, un encuadernador jubilado desde hace mucho. En los años treinta, me
apasionaba la política europea, muy trágica por aquel entonces. Dicho sea de
paso, mi mujer era judía, de modo que mi interés por la política no tenía nada
de académico. Decidí liquidar a Hitler, yo solito, con métodos artesanales,
precisos, como se encuaderna un libro. Y lo logré.
Sabía
que, en verano, a Hitler le gustaba viajar prácticamente sin escolta con un grupo
reducido de amigos y que solía detenerse en los restaurantes veraniegos de
pequeñas aldeas para comer a la sombra de los tilos.
¿A qué
vienen todos estos detalles? Sólo diré una cosa: lo maté a tiros y logré huir.
Era
domingo, hacía bochorno, se avecinaba una tormenta, las abejas revoloteaban
como ebrias.
El
restaurante se ocultaba bajo unos árboles enormes. El suelo estaba recubierto
de una grava menuda. Era casi completamente oscuro y reinaba una modorra tan
pesada que tuve que hacer un gran esfuerzo para apretar el gatillo. La botella
de vino se volcó y el líquido rojo se derramó por el mantel de papel blanco.
Después,
corrí con mi pequeño automóvil como alma que lleva el diablo, pero nadie me
perseguía. Estalló una tormenta, cayó un aguacero.
Por el camino,
tiré la pistola a una zanja poblada de ortigas; ahuyenté a dos ocas, que se
dieron a la fuga tambaleándose torpemente.
¿A qué
vienen tantos detalles?
Regresé
triunfante a casa. Me arranqué la peluca, quemé la ropa y lavé el coche.
De poco
me sirvió todo aquello porque, al día siguiente, alguien que se parecía al
muerto como un huevo a otro huevo y que era quizá aún más despiadado que él
ocupó su lugar.
La
prensa no hizo ni una sola mención al asesinato. Uno había desaparecido y había
aparecido otro.
Aquel
día, las nubes eran completamente negras y el aire se pegaba a la piel como la
melaza.
EL ÉXTASIS Y LA IRONÍA
En poesía se encuentran dos elementos
contradictorios: el éxtasis y la ironía. El elemento extático está relacionado
con la aceptación incondicional del mundo y de todo lo que tiene de cruel y
absurdo. En cambio, la ironía es una representación artística del pensamiento,
de la crítica y de la duda. El éxtasis está dispuesto a abarcar el mundo
entero, mientras que la ironía, que sigue el rastro de las ideas, lo pone todo
en tela de juicio, plantea preguntas capciosas, hace dudar del sentido de la
poesía e incluso de sí misma. La ironía sabe que el mundo es triste y trágico.
Que dos
elementos tan distintos puedan dar forma a la poesía es algo desconcertante y,
mirándolo bien, incluso embarazoso. No es de extrañar, pues, que casi nadie lea
poemas.
EN DEFENSA DEL ADJETIVO
A menudo nos repiten que debemos suprimir los
adjetivos. Un buen estilo —oímos decir— puede prescindir perfectamente del
adjetivo; le basta el arco sólido del sustantivo y la flecha ubicua del verbo.
Y, sin embargo, el mundo sin adjetivos es triste como el quirófano en el día de
domingo. Una luz azulina se filtra a través de las ventanas frías, zumban en
voz baja los mustios tubos fluorescentes.
El
sustantivo y el verbo son suficientes para los soldados y los dirigentes de los
países totalitarios. Porque el adjetivo es el garante indeleble de la
individualidad de los objetos y las personas. He aquí un montón de melones en
un tenderete. Para un adversario de los adjetivos la situación no presenta
ninguna dificultad. «Los melones están en el tenderete». Y lo cierto es que un
melón es amarillento como la tez de Talleyrand mientras discurseaba en el
Congreso de Viena, otro es verde, inmaduro y lleno de arrogancia juvenil, y hay
uno que tiene la cara chupada y se ha sumido en un silencio profundo y fúnebre
como si no pudiera acabar de despedirse de los campos de Provenza. No hay dos
melones iguales. Algunos son oblongos, otros rechonchos. Duros o blandos.
Huelen a campiña y a amaneceres o están secos, resignados a todo, asesinados
por el transporte, por la lluvia, por las manos de unos desconocidos y por el
cielo plomizo de un suburbio parisino.
El
adjetivo es para la lengua lo que el color para las artes plásticas. Pongamos
por caso a ese señor de edad provecta que se ha sentado a mi lado en el vagón
de metro: ¡es una mina de adjetivos! Finge dormitar, pero observa a los
pasajeros por debajo de los párpados entornados. Por su rostro vaga una sonrisa
guasona que a ratos se convierte en un mohín irónico. No sé si lo que habita en
su interior es un desespero apacible, cansancio o un sentido del humor inmune a
la acción destructora del tiempo.
El
ejército limita la cantidad de adjetivos. Sólo el adjetivo «uniforme» parece
complacer sus ojos sin color. Ropa uniforme, carabinas uniformes. Quien,
después de unas maniobras, se pone el traje de civil para ir a dar un garbeo
por una ciudad de civiles recuerda la increíble explosión de adjetivos,
colores, matices, formas y diferencias con la que saluda el cosmos repleto de
individualidades bien marcadas.
¡Viva
el adjetivo! Pequeño o grande, olvidado o actual. ¡Te necesitamos, oh adjetivo
maltratado por los puristas! ¡Nos haces falta, oh adjetivo moldeable y esbelto
que yaces ingrávido, ojo avizor, sobre los objetos y las personas, velando por
que no se pierda el sabor vivificante de la individualidad! Ciudades sombrías y
calles bañadas en un sol pálido y cruel. Nubes del color de las alas de las
palomas y grandes nubarrones negros rebosantes de ira: ¿qué sería de vosotras
sin las alígeras flotillas de adjetivos que siguen vuestra estela?
La
ética no sobreviviría ni un solo día sin adjetivos. Bueno, malo, artero,
magnánimo, vengativo, apasionado, noble —he aquí unos vocablos que brillan como
la cuchilla de la guillotina.
Y, si
no fuera por los adjetivos, tampoco habría recuerdos. La memoria está
construida con adjetivos. Una calle larga, un día tórrido de agosto, un
portillo chirriante que conduce al jardín y allí, entre las grosellas
recubiertas de polvo estival, tus ingeniosos dedos («tus» también es un
adjetivo —sólo que posesivo—).
De Dos ciudades (Acantilado, 2006)
Traducción de J. Slawomirski y A. Rubió
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