Actualmente es habitual homologar el campo del arte con el mercado del arte, y pensar la obra fundamentalmente como una mercancía. El hecho de que el arte funcione en el contexto del mercado artístico y de que cada obra de arte sea una mercancía es indiscutible; el tema es que el arte se produce y se exhibe para aquellos que no son coleccionistas y que son, de hecho los que constituyen la mayor parte del público del arte. El típico visitante de una muestra rara vez ve la obra colgada como si fuera una mercancía. Al mismo tiempo, la cantidad de exhibiciones de gran escala –bienales, trienales, Documentas, Manifestas– crece constantemente. A pesar de la gran cantidad de dinero y de energía puesta en estas exhibiciones, ellas no están hechas fundamentalmente para los compradores de arte sino para el público, para el visitante anónimo que probablemente nunca compre una obra. De igual modo, las ferias de arte, que están hechas explícitamente para los compradores de arte, se transforman cada vez más en acontecimientos públicos, atrayendo asía un espectador con muy poco interés en adquirir obra o sin las posibilidades económicas de hacerlo. Así, el sistema del arte va en camino a transformarse en parte de aquella cultura de masas que durante mucho tiempo observó y analizó a la distancia. El arte se está vuelve parte de la cultura de masas, no como fuente de obras que serán comercializadas en el mercado del arte sino como práctica de la exhibición, combinada con arquitectura, diseño y moda –tal como lo anticipaban los pioneros de la vanguardia, los artistas de la Bauhaus, los Vkhutemas y otros, ya en los años veinte. Así, el arte contemporáneo puede entenderse principalmente en tanto práctica de la exhibición. Esto significa, entre otras cosas, que hoy es cada vez más difícil diferenciar entre dos figuras centrales del mundo del arte contemporáneo: el artista y el curador.
La división tradicional del trabajo dentro del sistema del arte estaba
clara. Las obras eran producidas por los artistas y seleccionadas y exhibidas
por los curadores. Pero al menos desde Duchamp, esta división del trabajo ha
colapsado. Hoy ya no hay una diferencia “ontológica” entre producir arte y
mostrarlo. En el contexto del arte contemporáneo, hacer arte es mostrar un
objeto como arte. Por lo tanto surge esta pregunta ¿es posible diferenciar el
rol del artista y del curador, cuando hay diferencia entre la producción y la
exhibición estética? Y si lo es, ¿cómo es posible identificar esta diferencia?
Yo diría que esta distinción es todavía posible. Y me gustaría argumentar a
partir del análisis de la diferencia entre la exhibición estándar y la
instalación artística. Se entiende que una exhibición típica es una acumulación
de objetos de arte ubicados uno junto a otro en un espacio de exhibición, para
ser vistos de manera sucesiva. En este caso, el espacio de exhibición funciona
como una extensión del espacio urbano, público y neutral,como una suerte
de callecita lateral en la que el transeúnte puede ingresar pagando una entrada.
El movimiento del visitante en el espacio de la exhibición es similar al de alguien
que camina por la calle y observa la arquitectura de las casas a un lado y al
otro. No es casual que Walter Benjamin haya organizado su “Proyecto de los pasajes” alrededor de esta
analogía entre el paseante urbano y el visitante de una muestra. En este lugar,
el cuerpo del espectador permanece ajeno al arte: el arte tiene lugar frente a sus
ojos, a través de un objeto de arte, una performance o una película. Así, el
espacio de la exhibición se concibe como un lugar vacío, neutral y público, una
propiedad simbólica del público. La única función de tal espacio es hacer que
los objetos que están ubicados en él sean fácilmente accesibles a la mirada del
visitante.
El curador administra este espacio de exhibición en nombre del público,
como su representante. Por lo tanto, el rol del curador es salvaguardar el
carácter público de este espacio y, a la vez, traer las obras a este lugar para
hacerlas públicas, accesibles al público. Es obvio que una obra individual no
puede reafirmar su presencia por sí misma, forzando al espectador a que la mire.
Carece de la vitalidad, energía y salud para hacerlo. En su origen, parece que
la obra de arte está enferma y desamparada; para verla, los espectadores deben
ser guiados hasta ella como esos visitantes que son llevados por el personal del
hospital a ver un paciente que está postrado. No es casualidad que la palabra
“curador” esté ligada etimológicamente a “cura”: la curaduría es una cura.La
curaduría cura la incapacidad de la imagen, su incapacidad para exhibirse a sí
misma. Por lo tanto, la práctica de la exhibición es la cura que sana la imagen,
la que le da presencia, visibilidad.Trae la imagen ante los ojos del público y
la convierte en objeto del juicio de ese público. Sin embargo, uno puede decir
que la función curatorial es un suplemento, en el sentido del pharmakon derridiano:
cura la imagen y a la vez contribuye a su enfermedad. El potencial iconoclasta
de la cura se dirigió inicialmente sobre los antiguos objetos sagrados,
presentándolos como simples objetos artísticos en los espacios de exhibición neutrales
y vacíos, del museo moderno o de la sala de arte. De hecho son los curadores–incluyendo
los curadores de los museos– los que originalmente originalmente produjeron
arte, en el sentido moderno de la palabra. Los primeros museos de arte
–fundados a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX y desarrollados durante
el XIX debido a las conquistas coloniales y los saqueos a las culturas no
europeas– coleccionaban todo tipo de objetos “bellos” y funcionales, usados previamente
para rituales religiosos, decoración de interiores o como signos de riqueza
personal, y los exhibían como obras de arte, es decir, como objetos
desfuncionalizados y autónomos, montados meramente para ser vistos. Todo el arte
surge como diseño, ya sea diseño religioso o diseño del poder. En la época
moderna, también el diseño precede al arte. Cuando hoy uno mira arte moderno en
los museos,se da cuenta de que lo que está ahí para ser visto como arte moderno es,
antes que nada, una serie de fragmentos de diseño desfuncionalizados, diseño de
la cultura de masas–desde el mingitorio de Duchamp hasta las Brillo Boxesde Warhol– o diseño utópico
que, desde Jugendstill hasta Bauhaus, desde la vanguardia rusa hasta Donald
Judd, busca darle forma a la “nueva vida” del porvenir. El arte es diseño que
se ha vuelto disfuncional porque la sociedad que los sustentaba ha sufrido un
colapso histórico, como el Imperio Inca o la Rusia Soviética.
En el curso de la época moderna, sin embargo, los artistas comenzaron a
afirmar la autonomía del arte, entendiéndola como autonomía respecto de la
opinión pública y del gusto del público. Los artistas exigían el derecho de
tomar decisiones soberanas respecto del contenido y la forma de su trabajo, más
allá de cualquier explicación o justificación 'vis-à-visdel público. Ese derecho les fue concedido pero hasta
cierto grado. La libertad para crear arte de acuerdo con la propia voluntad
soberana no garantiza que el trabajo del artista también sea exhibido en un espacio
público. La inclusión de cualquier obra en una exhibición pública debe ser, al
menos potencialmente, explicada y justificada públicamente. Aunque el artista,
el curador y el crítico son libres de argumentar a favor o en contra de la
inclusión de ciertas obras, cada una de esas explicaciones y justificaciones atenta
contra el carácter autónomo y soberano de la libertad artística que el arte modernista
aspiraba a ganar. Cada discurso que legitima una obra y su inclusión en una
exhibición pública como una más en el mismo espacio puede verse como un insulto
esa obra. Es por eso que se considera al
curador como el que sigue apareciendo entre la obra y el espectador, restándole
poder al artista y también al espectador. Por esta razón, el mercado del arte
parece ser más favorable que el museo o la Kunsthalle al arte moderno y
autónomo. En el mercado del arte, las obras de arte circulan de manera singular,
descontextualizadas, sin curaduría, lo cual aparentemente les da la oportunidad
de demostrar su origen soberano. El mercado del arte funciona de acuerdo con
las reglas del potlach, tal como las describieron Marcel Mauss y Georges Bataille. La decisión
soberana del artista de hacer una obra más allá de cualquier justificación queda
superada por la decisión soberana del comprador privado de pagar por esa obra
cierta cantidad de dinero, más allá de cualquier comprensión.
Ahora bien, la instalación artística no circula sino que fija todo lo
que usualmente circula en nuestra civilización: objetos, textos, películas,
etc. Al mismo tiempo, cambia de manera radical el rol y la función del espacio
de exhibición. La instalación opera como un modo de privatización simbólica del
espacio público de una exhibición. Puede ser una exhibición estándar y curada
pero su espacio está diseñado de acuerdo a la voluntad soberana de un artista
individual que,supuestamente, no tiene que justificar públicamente la selección
de los objetos que incluyó o la organización de la totalidad del espacio de la
instalación. Con frecuencia se le niega a la instalación el estatuto de una
forma estética específica porque no es obvio el medio al que pertenece. Los
medios artísticos tradicionales se definen por un soporte material específico: tela,
mármol o película. El soporte material del medio instalación es el espacio mismo.
Esto no significa, sin embargo, que la instalación sea de algún modo, “inmaterial.”
Por el contrario, la instalación es lo material por excellence ya que es espacial y su ser en el espacio es la
definición más general del ser material. La instalación transforma al espacio público,
vacío y neutral, en una obra de arte individual e invita al visitante a experimentar
ese espacio como el espacio holístico y totalizante de la obra de arte. Todo lo
que se incluya en tal espacio se vuelve parte de la obra sencillamente porque
está ubicado dentro de él. Aquí la distinción entre el objeto de arte y el objeto
ordinario se vuelve insignificante..Lo que, en cambio,se vuelve crucial es la
distinción entre un espacio de instalación mercantilizado y un espacio público
no mercantilizado. Cuando Marcel Broodthaers presentó su instalación Musée d’Art Moderne, Département des Aigles en la Düsseldorf Kunsthalle en 1970, puso un letrero junto a cada cosa
exhibida que decía: “Esta no es una obra de arte.” Sin embargo, como totalidad,
esta instalación ha sido considerada, con razón una obra de arte. Demuestra una
cierta selección, una cadena de opciones, una lógica de inclusiones y
exclusiones y uno puede ver una analogía con una exhibición curada. Pero ese es
justamente el punto: aquí, la selección y el modo de representación es una prerrogativa
soberana del artista, está basada exclusivamente en decisiones personales y
soberanas que no necesitan más explicación o justificación. La instalación
artística es una manera de expandir el dominio de los derechos soberanos del
artista, desde el objeto individual hacia el espacio mismo de la exhibición.
Esto significa que la instalación artística es un espacio en el que la
diferencia entre la libertad soberana del artista y la libertad institucional
del curador se vuelven inmediatamente visibles. El régimen bajo el cual opera
el arte en nuestra cultura occidental contemporánea es generalmente concebido
como un régimen que le otorga libertad al arte. Pero la libertad artística
significa algo diferente para el curador y para el artista. Como mencioné, el
curador –incluyendo el llamado curador independiente–elige, a fin de cuentas,
en nombre del público democrático. En realidad, para ser responsable con el
público, un curador no necesita ser parte de cualquier institución fija: él o
ella ya es, por definición,una institución.Por lo tanto, el curador tiene la
obligación de justificar públicamente sus elecciones (y puede ser que no logre hacerlo). Claro, el curador
supuestamente tiene la libertad de presentar sus razones al público, pero esta
libertad para la discusión pública no tiene nada que ver con la libertad artística,
entendida como la libertad de tomar decisiones artísticas privadas, individuales,
subjetivas y soberanas más allá de cualquier argumentación, explicación o
justificación. Bajo el régimen de la libertad artística, todo artista tiene el
derecho soberano de producir arte exclusivamente de acuerdo a su imaginación.
La decisión soberana de hacer arte de tal o cual manera es generalmente aceptada
por la sociedad occidental liberal como una razón suficiente para asumir que la
práctica del artista es legítima. Por supuesto, una obra también puede ser
criticada y rechazada, pero sólo puede rechazarse como totalidad. No tiene
sentido criticar elecciones particulares, inclusiones o exclusiones hechas por
el artista. En este sentido, el espacio total de una instalación artística
puede rechazarse por completo. Para volver al ejemplo de Broodthaers: nadie
podría criticar al artista por pasar por alto en su instalación tal o cual
imagen específica de tal o cual águila particular
Puede decirse que en la sociedad occidental la noción de libertad es
profundamente ambigua, no sólo en el terreno estético sino también en el político.
En Occidente, se considera que la libertad es la posibilidad de tomar decisiones privadas y
soberanas en muchos dominios de la práctica social, tales como el consumo
privado, la inversión del propio dinero, o la elección de una religión. Pero en
algunos otras zonas, especialmente del campo político, se considera a la
libertad fundamentalmente como libertad de expresión pública garantizada por la
ley –como libertad no-soberana, condicional e institucional. Obviamente, las
decisiones privadas y soberanas de nuestras sociedades están controladas en
cierta medida por la opinión pública y las instituciones
políticas (todos conocemos el famoso slogan “lo privado es político”). Y sin
embargo, por otra parte, la discusión política abierta es interrumpida, una y
otra vez, por las decisiones privadas y
soberanas de los actores políticos y manipulada por intereses privados, que así
privatizan lo político. El artista y el curador encarnan, muy conspicuamente,
estos dos tipos distintos de libertad: la libertad de producción estética, soberana,
incondicional y sin responsabilidad pública; y la libertad de la curaduría,
institucional, condicionada y públicamente responsable. Es más, esto implica
que la instalación artística –en la que el acto de producción artística
coincide con el acto de presentación– se
vuelve un excelente ámbito de experimentación para revelar y explorar las
ambigüedades que yacen en el centro mismo del concepto occidental de libertad. Por
eso, en las últimas décadas asistimos a la emergencia de proyectos curatoriales
innovadores que parecen darle mayor poder al curador para actuar de manera
soberana y autoral. Y hemos visto la emergencia de prácticas estéticas que
buscan plantearse como en colaboración, descentralizadas, sin autoría, democráticas.
Incluso hoy en día se considera que la instalación artística es una
forma que permite al artista democratizar su arte, asumir responsabilidad
pública, empezar a actuar en nombre de una cierta comunidad o incluso de la
sociedad como totalidad. En este sentido, la emergencia de la instalación
artística parece marcar el final de la afirmación modernista sobre la autonomía
y la soberanía. La decisión del artista de autorizar a la multitud de
visitantes a entrar en el espacio de la obra de arte se interpreta como una
apertura democrática del espacio cerrado de la obra. Este espacio contenido
parece transformarse en una plataforma para la discusión pública, la práctica
democrática, la comunicación, el trabajo en red, la educación y demás. Pero
este análisis de la práctica estética de la instalación tiende a pasar por alto
el acto simbólico de privatización del espacio público de la exhibición que antecede al acto de abrir el espacio de la
instalación a una comunidad de visitantes. Como he mencionado, el espacio de la
exhibición estándar es una simbólicamente una propiedad pública y el curador
que lo administra actúa en nombre de la opinión pública. El visitante de la
exhibición permanece en su propio territorio en tanto dueño simbólico del
espacio en el que las obras se ponen a disposición de su mirada y de su juicio.
Por el contrario, el espacio de una instalación artística es, simbólicamente,
propiedad privada del artista. Al entrar en este espacio, el visitante deja el
territorio público legitimado democráticamente, y entra en un espacio de control
autoritario y soberano. El visitante
está aquí, en cierto modo, en territorio extranjero, en el exilio. El visitante
se vuelve un expatriado que debe entregarse a una ley extranjera, a una que es
sancionada por el artista. Aquí, el artista actúa como legislador, como
soberano del espacio de la instalación, incluso, –y quizá especialmente–si la
ley que el artista le da a la comunidad es una ley democrática.
Podría decirse que la práctica de la instalación
revela el acto de la violencia incondicional y soberana que inicialmente instaura
cualquier orden democrático. Sabemos que el orden democrático nunca surge de un
modo democrático; el orden democrático siempre emerge como el resultado de una
revolución violenta. Instalar una ley es romper otra. El primer legislador
nunca puede actuar de manera legítima, instala el orden político pero no
pertenece a él. Permanece externo a ese orden incluso cuando si decide luego
entregarse a él. El autor de una instalación artística es también ese
legislador que le otorga a la comunidad de visitantes el espacio para
constituirse a sí misma y que define las reglas a las que esa comunidad deberá
someterse, pero lo hace sin pertenecer a esa comunidad, permaneciendo exterior
a ella. Y esto sigue siendo cierto incluso si el artista decide unirse a la comunidad que ha
creado. Este segundo paso no debería conducirnos a pasar por alto el primero,
el de la soberanía. No debería olvidarse que después de iniciar cierto orden,
cierta politeia, cierta comunidad e visitantes, el artista que produjo la instalación
debe apoyarse en la institución arte para mantener este orden, para patrullar la fluida politeia de los visitantes de la instalación. Con respecto al rol de la policía
del Estado, Jacques Derrida sugiere en uno de sus libros (La force des lois
/ Fuerza de ley) que, aunque se espera que la policía solo supervise el
funcionamiento de las leyes, está de hecho involucrada en la creación de las leyes
que debería meramente supervisar. Mantener una ley también implica también
reinventar permanentemente esa ley. Derrida trata de mostrar que el acto
violento, revolucionario y soberano de instalar la ley y cierto orden nunca puede
ser completamente borrado después; ese acto de violencia fundacional puede ser –y
será– activado nuevamente. Esto es especialmente obvio ahora, en nuestra época
de exportación violenta, instauración y mantenimiento de la democracia. Uno no
deber olvidar que el espacio de la instalación es movible. La instalación artística
es un no-lugar específico, y puede instalarse en cualquier lugar y durante
cualquier periodo de tiempo. Y no deberíamos ilusionarnos con que puede haber
algo así como un espacio de instalación completamente caótico, dadaísta, estilo
Fluxus, libre de cualquier control. En su famoso tratado Français, encore un effort si vous voulez être républicains
[Franceses, un
esfuerzo más si queréis ser republicanos], el Marqués de Sade presenta la visión de una sociedad perfectamente
libre que ha abolido todas las leyes existente e instalado solamente una: todo el
mundo debe hacer lo que quiera, incluso cometer crímenes de cualquier tipo. Lo
que es especialmente interesante es cómo, al mismo tiempo, Sade marca la
necesidad de hacer aplicar la ley, para prevenir los intentos reaccionarios de
algunos ciudadanos tradicionalistas que quieren volver al viejo estado
represivo en el que se protege a la familia y se prohíbe el crimen. Por lo
tanto, también necesitamos que la policía defienda los delitos contra de la reaccionaria
nostalgia por el viejo orden moral.
Y aun así, el acto violento de constituir una comunidad organizada democráticamente
no debería ser interpretada en contradicción con su naturaleza democrática. La
libertad soberana es obviamente no-democrática, y por eso también parece ser
anti-democrática. Sin embargo –incluso si pareciera paradójico a primera vista–,
la libertad soberana es una precondición necesaria para la emergencia de
cualquier orden democrático. Nuevamente, la práctica de la instalación es un
buen ejemplo de esta regla. La típica muestra de arte deja solo al visitante
individual, permitiéndole confrontar y contemplar personalmente los objetos de
arte exhibidos. Al moverse de un objeto a otro, ese visitante individual
necesariamente pasa por alto la totalidad del espacio de la exhibición,
incluyendo su propia posición en él. Una instalación estética, por el
contrario, construye una comunidad de espectadores justamente debido al
carácter holístico, unificador del espacio de la instalación. El verdadero
visitante de una instalación de arte no es un individuo aislado sino una
colectividad de visitantes. El espacio de arte como tal, solo puede ser
percibido por una masa –una multitud, si
se quiere– que se vuelve parte de la muestra para cada visitante individual y
viceversa.
Hay una dimensión de la cultura masiva, habitualmente pasada por alto,
que se vuelve especialmente evidente en el contexto del arte. Un concierto de
música pop o la proyección de una película crea comunidad entre su público. Los
miembros de estas comunidades transitorias no se conocen entre sí; la
estructura de la comunidad es accidental; no es claro de dónde vienen y a dónde
van sus miembros, que tienen poco para decirse; carecen de una identidad compartida
o de una historia previa que les dé recuerdos comunes y sin embargo, constituyen
una comunidad. Estas comunidades se parecen a las de los viajeros de un tren o de
un avión. Para decirlo de otro modo: estas comunidades son radicalmente
contemporáneas –más que las comunidades religiosas, políticas o laborales.
Todas las comunidades tradicionales se basan en la premisa de que sus miembros están
vinculados, desde el comienzo, a algo
que surge del pasado: una lengua común, una fe en común, una historia política o
una crianza compartida. Tales comunidades tienden a establecer barreras entre
sí mismas y los extraños con los que no comparten un pasado común.
La cultura de masas, por el contrario, crea comunidades más allá de
cualquier pasado en común (son un nuevo tipo de comunidades no-condicionadas) y
esto revela su inmenso potencial para la modernización –algo que frecuentemente
es pasado por alto. Sin embargo, la cultura de masas en sí no puede concebir ni
desplegar completamente este potencial porque las comunidades que crea no tienen
suficiente conciencia de sí mismas como tales. Puede decirse lo mismo sobre las
masas que circulan en los típicos espacios de exhibición de las galerías de
arte y los museos contemporáneos. Frecuentemente se dice que el museo es
elitista. Siempre me asombró esta opinión, tan en contra de mi propia
experiencia como parte de la masa de visitantes que circula constantemente por
las exhibiciones y las salas de los museos. Cualquiera que alguna vez haya prestado
atención al estacionamiento de un museo o haya tratado de dejar un abrigo en el
guardarropas de un museo, o haya ido al baño en un museo tiene suficientes
razones para dudar del carácter elitista de esta institución (en especial en el
caso de museos que se consideran particularmente elitistas como el Metropolitan Museum o el MoMA en Nueva York. Hoy en día, los flujos de turistas
globales hacen completamente ridícula la afirmación de elitismo). Hoy, el flujo
del turismo global convierte esa afirmación sobre el carácter elitista que
alguna vez pudiera haber tenido el museo en una presunción ridícula. Y si este
grupo evita una muestra en particular, su curador no estará del todo contento,
no se sentirá elitista sino decepcionado por no haber llegado a las masas. Pero
esas masas no se piensan a sí mismas como tales, no constituyen ningún tipo de politeia.
La perspectiva del que va a un concierto de pop o del que va al cine está
demasiado bien dirigida –hacia el escenario o hacia la pantalla– como para
permitirle percibir y reflexionar adecuadamente sobre el espacio en el que se
encuentran o acerca de la comunidad a la que se integra. Este es el tipo de
reflexión que provoca el arte contemporáneo de avanzada, ya sea una instalación
o un proyecto curatorial experimental. La separación espacial relativa que
provee el espacio de la instalación no supone un alejamiento del mundo sino más
bien una deslocalización y una desterritorialización de las comunidades
transtorias de la cultura de masas, de un modo tal que las ayuda a reflexionar
sobre sus propias condiciones y les da la oportunidad de exhibirse a sí mismas
para ellas mismas. El espacio de arte contemporáneo es un espacio en el que las
multitudes se pueden ver y autocelebrar, como Dios o los reyes lo hicieron en
tiempos previos en las iglesias y en los palacios (Museum Photographs, de Thomas Struth captura muy bien esta dimensión del museo, esta
emergencia y disolución de las comunidades transicionales).
Lo que la instalación le ofrece a la multitud, fluida
y móvil, es un aura de aquí y ahora. La instalación es, sobre todo, una versión
en clave de cultura de masas de la flânerie individual tal como la describió Benjamin, y por lo
tanto, un lugar para la emergencia del aura, para la “iluminación profana.” En
general, la instalación opera como el reverso de la reproducción. La instalación
retira una copia de un espacio no marcado, abierto y de circulación anónima y
la coloca –aunque sea temporariamente– en un contexto cerrado, fijo y estable, en
el contexto de un topológicamente bien definido “aquí y ahora.” Nuestra
condición contemporánea no puede reducirse a la “pérdida
del aura” de la circulación de la copia alejada de su “aquí y ahora,” tal como
lo describe el famoso ensayo de Benjamin “La obra de arte en la era de su reproductibilidad
técnica”. Más bien, la época contemporánea organiza un complejo juego de
dislocaciones y relocalizaciones, de desterritorializaciones y
reterritorializaciones, de de-auratizaciones y re-auratizaciones.
Benjamin compartía la creencia del arte modernista elevado, en un
contexto único y normativo para el arte. Bajo este presupuesto, perder su
contexto único y original implica para una obra perder su aura para siempre,
volverse ella misma una copia de sí. Re-auratizar una obra particular
requeriría la sacralización del el espacio completo –topológicamente indeterminado–
de la circulación masiva de la copia, proyecto totalitario y fascista. Este es
el principal problema que puede encontrarse en el pensamiento benjaminiano:
percibe el espacio de circulación masiva de la copia –y la circulación masiva en
general– como un espacio universal, neutral y homogéneo. Insiste en la
recognoscibilidad visual de la identidad de la copia como tal según el modo en
que circula en nuestra cultura contemporánea. Pero ambos presupuestos del texto
de Benjamin son cuestionables. En el marco de la cultura contemporánea, una
imagen circula permanentemente de un
medio a otro y de un contexto cerrado a otro contexto cerrado. Por ejemplo, un
fragmento de película puede presentarse en el cine y después convertirse a
formato digital y aparecer en la página web de alguien, o mostrarse durante una
conferencia, como ilustración, o ser mirado por un particular el televisor de
una sala, o ubicarse en el contexto de una instalación en el museo. Así, a
través de diferentes contextos y medios, este fragmento de película es
transformado por diferentes lenguajes, distintos tipos de software, diferentes cortes de pantalla, diferentes
ubicaciones en el espacio de una instalación, etc. En todos esos momentos,
¿estamos frente al mismo fragmento fílmico? ¿Es la misma copia de la misma
copia del mismo original? La topología de las redes de comunicación,
generación, traducción y distribución de imágenes es extremadamente
heterogénea. Las imágenes son constantemente transformadas, reescritas,
reeditadas y reprogramadas en tanto circulan por esas redes, y alteradas
visualmente en cada instancia. El estatuto de copia se vuelve una convención
cultural cotidiana así como ocurría antes con el estatuto del original.
Benjamin sugiere que la nueva tecnología es capaz de producir copias con vez
mayor fidelidad al original, cuando, de hecho ocurre lo contrario. La
tecnología contemporánea piensa en generaciones y en transmitir grandes
volúmenes de información desde una generación de hardware y software a la siguiente. La noción metafórica de
“generación” tal como se usa hoy en el contexto de la tecnología es
especialmente reveladora. Donde hay generaciones, también hay conflictos
edípicos generacionales. Todos sabemos lo que significa transmitir cierta
herencia cultural desde una generación de estudiantes a otra.
Somos incapaces de estabilizar la copia como copia, así como somos incapaces
de estabilizar el original como original. No hay copias eternas tal como no hay
originales eternos. La reproducción está tan infectada por la originalidad como
la originalidad está infectada por la reproducción. Al circular en varios contextos,
una copia se vuelve en una serie de originales diferentes. Cada cambio de
contexto, cada cambio de medio puede interpretarse como una negación del
estatuto de la copia como copia, en tanto ruptura esencial, nuevo comienzo que
abre un nuevo futuro. En este sentido, una copia nunca es realmente una copia,
sino más bien un nuevo original, en un nuevo contexto. Cada copia es en sí
misma un flâneur experimentando, una y otra vez su propia “iluminación profana” que lo
convierte en original. Pierde las antiguas auras y adquiere auras nuevas. Es,
quizás, la misma copia pero se transforma en diferentes originales. Esto muestra
que el proyecto postmoderno –inspirado por Benjamin– que reflexiona sobre el
carácter repetitivo, iterativo y reproductivo de una imagen es tan paradójico como
el proyecto moderno de reconocer lo original y lo nuevo. Esta es la razón por
la cual el arte moderno tiende a parecer muy nuevo, incluso si –o mejor, porque–
se dirige contra la noción de lo nuevo. Nuestra decisión por reconocer cierta
imagen o bien como original o bien como copia depende del contexto, de la
escena en la que se toma esta decisión. Esta decisión es siempre una decisión
contemporánea; no pertenece al pasado ni al futuro sino al presente. Y esta
decisión es también siempre decisión soberana. De hecho, la instalación es un
espacio para tal decisión donde emerge el “aquí y ahora” y tiene lugar la iluminación
profana de las masas.
Por lo tanto uno puede decir que la práctica de la instalación demuestra
la dependencia de cualquier espacio democrático –en el que las masas o las
multitudes se revelan a sí mismas para sí mismas– de las decisiones privadas y
soberanas del artista en tanto legislador de ese espacio. Esto fue algo bien
conocido por los pensadores de la antigua Grecia, tal como lo era para los que
iniciaron las primeras revoluciones democráticas. Pero recientemente este saber
quedó, de algún modo suprimido por el discurso político dominante.
Especialmente a partir de Foucault, tendemos a identificar el poder con
entidades, estructuras, reglas y protocolos impersonales. Sin embargo, esta
fijación en los mecanismos impersonales del poder nos conduce a pasar por alto
la importancia de decisiones individuales y soberanas y acciones que tienen lugar
en los espacios privados y heterotópicos (para usar otro término introducido
por Foucault). Así, el poder moderno y democrático tiene orígenes
meta-sociales, meta-públicos, heterotópicos. Como se mencionó, el artista que
diseña cierto espacio de instalación es un extranjero respecto de ese espacio; es heterotópico respecto de
ese espacio. Pero el que
está afuera no es necesariamente alguien que tiene que ser
incluido para tener algún poder. Hay poder en la exclusión, y especialmente en
la autoexclusión. El que
está excluido puede ser poderoso justamente porque no es
controlado por la sociedad; tampoco queda limitado en sus acciones soberanas
por alguna discusión pública o por alguna necesidad de autojustificación pública.
Y sería un error pensar que este tipo de poderosa exterioridad puede ser eliminada a través del progreso moderno y
de las revoluciones democráticas. El progreso es racional. Pero no por
casualidad, nuestra cultura supone que el artista está loco, o al menos
obsesionado. Foucault pensó que los curanderos, brujos y profetas ya no tenían un lugar prominente en
nuestra sociedad y se volvieron figuras excluidas, confinadas a las clínicas
psiquiátricas. Pero nuestra cultura es, fundamentalmente, una cultura de la
fama, y uno no puede volverse famoso sin estar loco (o al menos pretender
estarlo). Obviamente, Foucault leyó demasiados libros científicos y sólo unas pocas
revistas de sociedad y de farándula, porque en ese caso hubiera sabido cuál era
el verdadero espacio social de la gente loca hoy en día. Es bien sabido también
que la élite política contemporánea es parte de la cultura de la farándula, es
decir que es exterior a la sociedad que rige. Esta élite es global,
extra-democrática, trans-estatal, exterior a cualquier comunidad organizada
democráticamente, paradigmáticamente privada y, de hecho, estructuralmente loca,
insana.
Ahora estas reflexiones no deberían ser malinterpretadas como una
crítica que hago a la instalación como forma estética, a partir de demostrar su
carácter soberano. El objetivo del arte, después de todo, no es cambiar las
cosas (de todas maneras las cosas van cambiando por sí mismas todo el tiempo).
La función del arte es, en cambio, mostrar, hacer visibles realidades que
generalmente se pasan por alto. Al asumir una responsabilidad estética de una
manera muy explícita, para medio del diseño del espacio de la instalación, el
artista revela la dimensión soberana y oculta del orden contemporáneo democrático
que la política, en la mayoría de los casos, trata de esconder. El espacio de
la instalación es donde estamos inmediatamente confrontados con el carácter
ambiguo de la noción contemporánea de libertad que funciona en nuestras
democracias como una tensión entre libertad soberana e institucional. La
instalación artística es así un espacio de develación (en el sentido heideggereano)
del poder heterotópico y soberano que se esconde detrás de la oscura
transparencia del orden democrático.
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