VISITA
Lucas,
mi amigo, uno
de
esos tres o cuatro que permanecen inmutables
como
un yo aislado,
una
piedra en el lecho del río
bajo
las mudanzas, se hizo amigo tuyo.
Me
enteré de ello, alarmado. Yo estaba sentado
en
mi despacho derrochando la juventud cerca de Slough,
mañana
y tarde entre Slough y Holborn,
atesorando
dinero para sufragar mi salto a la libertad
al
otro lado de la tierra, una caída libre
para
deshacerme de la crisálida en el torbellino.
Los
fines de semana reaparecía
en
el Alma Mater. Mi novia
compartió
supervisión y sesión semanal
con
tu rival de América y contigo.
Te
detestó. Proyectó imágenes tuyas,
sin
saber con qué inflamable celuloide
llenaba
mi mudo e insaciable futuro,
mi
gallina ciega, mi interna
antorcha
de búsqueda. Con mi amigo,
pasada
la medianoche estaba en un jardín
tirando
puños de tierra a una ventana oscura.
Borracho,
él estaba seguro de que era la tuya.
Medio
borracho, yo no sabía que se equivocaba.
No
sabía que se me sometía a una prueba
para
ser el galán de tu drama,
gesticulando
los primeros y sencillos movimientos
como
con los ojos cerrados, para sentir mejor el papel.
Como
un títere atado a las cuerdas
o las ancas muertas de una rana sacudidas por electrodos.
Me
contoneaba con tales gestos, sólo observado y juzgado
por
la oscuridad estrellada y una sombra.
Desconocido
para ti y sin conocerte.
Intentando
encontrarte y fallando y volviéndote a fallar.
Tirando
tierra a un cristal que no podía protegerte
porque
no estabas ahí.
Diez
años después de tu muerte
encuentro
en una página de tu diario, como nunca antes,
el
impacto de tu alegría
al
saber todo aquello. Luego el impacto
de
tus rezos. Y bajo esos rezos el pánico
de
que tales rezos no creasen el milagro,
y
luego, bajo el pánico, la pesadilla
que
llegó rodando para aplastarte:
tu
alternativa, la vieja e impensable
desesperación
y una agonía nueva
revueltas
en un infierno familiar.
De
repente leo todo eso,
tus
auténticas palabras mientras salían flotando
de
tu garganta y lengua para plasmarse en la página.
Igual
que cuando tu hija, ya hace años
entrando
desnortada, mirándome a la cara,
perpleja,
donde
yo trabajaba a solas
preguntó
de repente, en el silencio de la casa
«Papá,
¿dónde está mamá?» La helada tierra
del
jardín, mientras la cavaba con las manos.
A
mí alrededor el gigante reloj de escarcha
de
aquella medianoche. Y algo dentro,
en
alguna parte, esperando no sentir nada.
Un
pulso de fiebre. En algún lugar
dentro
de la tierra entumecida
nuestro
futuro intentando acontecer.
Alzo
la mirada, como deseando alcanzar tu voz
con
todo su urgente futuro
que
me ha estallado dentro. Luego vuelvo a mirar
el
libro de palabras impresas.
Llevas
diez años muerta. Es sólo una historia.
Tu
historia. Mi historia.
LA
PARTE SENSIBLE
Tus
sienes, donde se adensaba tu cabello,
eran
la parte sensible. Una vez, como experimento,
dejé
caer una lima en los electrodos
de
una batería de doce voltios –y explotó
como
una granada. Alguien te electrificó.
Alguien
bajó la palanca. Te lanzaron
un
rayo en el cráneo.
Con
sus batas blancas y sus caras pálidas
revoloteaban
de nuevo
para
ver cómo te encontrabas, con tus correas.
Si
tus dientes estaban aún intactos.
La
mano calibrando en la palanca
de
nuevo sin sentir nada
excepto
una nada queriendo sentir
algún
ramalazo de sensación. El terror
era
la nube de tu ser
que
esperaba esos relámpagos. Vi
la
rama de un roble tajada tras un estallido.
Tú
viste la pierna de tu padre. ¿Cuántos tirones
permitiste
que te diera ese dios agarrándote
de
los pelos brutalmente? Los informes
escaparon
de regreso a las nubes. ¿Qué fue
lo
que se vaporizó? Donde los pararrayos lloraban cobre
y
el nervio se arrancó a la piel
como
un niño abrasado
huyendo
tras el resplandor de la bomba. Te dejaron caer
como
un rígido pedacito de alambre
por
los tendidos eléctricos de Boston. Las luces
del
Senado se amortiguaron
mientras
tu voz buceaba dentro
a
través de la válvula de escape del sótano.
Y
años después, apareció
expuesto
como una radiografía
el
mapa de tu cerebro, aún con manchas negras,
con
cicatrices de tierra quemada
de
tu retiro. Y tus palabras
erar
rostros a contraluz
sujetándose
las entrañas.
LAS
GRUTAS DE KARLSBAD
Vimos
a los murciélagos en las rutas de Karlsbad,
espesos
como el tupido hollín de chimeneas
más
grandes que catedrales. Nos convertimos en simples puntos
en
el horizonte de su mundo completo
y
de sus vidas exclusivas.
Presumiblemente
el grupo entero era feliz,
tan
feliz que no sabían que eran felices,
ocupados
en su felicidad, llenos de ella
colgados
del revés en sus cielos de piedra.
Miramos
los relojes, los murciélagos de vanguardia,
sincronizados
al minuto, empezaron a agitarse y dar vueltas
en
la enorme boca de la gruta
que
era nuestro anfiteatro, y donde ellos eran el drama.
Unos
cuantos revoloteando se espesaron en un millón
hasta
que la masa hirviente se liberó del imán
subterráneo.
Los murciélagos comenzaron a brotar,
derramándose,
humeando, engolfándose,
durante
una media hora, un aguacero invertido
de
varios millones de murciélagos. Un humeante dragón
surgido
de la cerradura telúrica,
una
gran serpiente celeste reptando hacia el sur,
hacia
el Río Grande
donde
cada noche capturaban sus toneladas de insectos,
cinco
toneladas, dijo alguien.
Y
así es como tenía que ser.
Cada
noche ¿durante cuántos millones de años?
Un
engranaje de relojería perfecto como un radar.
No
estábamos seguros de si pasar la noche allí o irnos.
Estábamos
donde jamás habíamos estado en nuestra vidas.
Visitantes,
incluso visitándonos a nosotros mismos.
Los
murciélagos eran parte de la maquinaria del sol,
conectados
a la maquinaria de las flores
por
la de los insectos. El significado de los murciélagos
lubricaba
la infalible lógica de la tierra.
Requerimiento
cósmico, en las alas de un trasgo.
Un
reproche a nuestro revolotear participando a medias.
Pensamientos
parecidos nos rondaban, cuando alguien gritó.
El
dragón celeste de murciélagos estaba anudándose.
«¡Vuelven!
Observamos y vimos,
a
través de los murciélagos, una vertiginosa cadena
de
negros cúmulos, destellando
sobre
el Río Grande. Los murciélagos tenían un problema.
Las
alas por encima de sus cabezas como paraguas plegables
se
emergieron desde lo alto
directamente
a la cueva, la nube entera,
el
desarrapado y vasto cuerpo del genio
que
entra de nuevo en la lámpara. A lo largo del sur
la
tormenta se deslizaba y resplandecía como una guerra.
Aquellos
murciélagos tenían los ojos abiertos.
A diferencia
de nosotros,
ellos
sí sabían cuándo apartarse
del
amor que mueve el sol y las demás estrellas.
De Cartas de cumpleaños (Lumen, 1999)
Traducción de Luis Antonio de Villena
De Cartas de cumpleaños (Lumen, 1999)
Traducción de Luis Antonio de Villena
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