¿Por qué nunca encuentra uno nada escrito acerca de
ese pensamiento idiosincrático que te llama la atención, sobre tu fascinación
con algo que nadie más entiende? Porque depende de ti. Hay algo que te resulta
interesante, por motivos difíciles de explicar porque no lo has leído en ningún
libro; por ahí empiezas. Estás hecho y puesto aquí para darle voz a esto, a tu
propio asombro. “La parte más exigente de vivir toda una vida de artista es la
estricta disciplina de forzarse a hurgar implacablemente en el nervio más
íntimo de la propia sensibilidad”. Esto lo dijo la escultora Anne Truitt.
Thoreau lo dijo de otra forma. Conoce tu propio hueso. “Persigue, sigue el
hilo, da vueltas alrededor de tu vida. Conoce tu propio hueso: róelo, entiérralo,
desentiérralo y vuelve a roerlo”.
Escribe como si te estuvieras muriendo. Al mismo
tiempo, hazte a la idea de que escribes para un público compuesto exclusivamente
por enfermos terminales. Es, al fin y al cabo, el caso. ¿Qué empezarías a
escribir si supieras que vas a morir pronto? ¿Qué podrías decirle a un
moribundo que no le enfureciera por su trivialidad?
Escribe sobre el invierno en verano. Describe
Noruega como lo hizo Ibsen, desde un escritorio en Italia; describe Dublín como
lo hizo Joyce, desde un escritorio en París. Willa Cather escribió sus novelas
de las preaderas en Nueva York; Mark Twain escribió Huckleberry Finn en Hartford,
Connecticut. Hace poco los investigadores descubrieron que Walt Whitman apenas
salía de su habitación.
Un escritor estudia la literatura, no el mundo. El
mundo es donde vive; no va a pasársele por alto.
Al escribir cualquier libro, el escritor debe
resolver dos problemas: ¿Puede hacerse? y ¿puedo hacerlo yo? Todo libro tiene
una imposibilidad intrínseca que su autor descubre en cuanto se disipa su entusiasmo
inicial. El problema es estructural; es irresoluble; es la razón por la que
nadie puede escribir jamás ese libro. Cuentos complejos, ensayos y poemas
también tienen este problema: el defecto estructural inabordable que el
escritor desearía no haber advertido nunca. A pesar de todo, lo escribe.
Encuentra maneras de minimizar la dificultad; refuerza otras virtudes; se vale
de refuerzos voladizos para sostener en el aire toda la narración, y la
narración se aguanta. Si puede hacerse, es que puede hacerlo él, y solo él.
Pues en ese material no hay nada que inspire a nadie sus posibilidades de sentido
más que a él.
En su mejor versión, la sensación de escribir es
la de cualquier don inmerecido. Te es dado, pero solo si vas por él. Lo buscas,
te partes el alma, la espalda, el coco, y entonces —y solo entonces— te es
dado.
Esta es una de las pocas cosas que sé sobre
escribir: Gasta toda tu munición, dispárala, utilízala, piérdela, toda, de
buenas a primeras, en cada ocasión. No hagas acopio de lo que tenga buena pinta
para meterlo en el libro más adelante, ni para otro libro; dalo, dalo todo,
dalo ya. El mismo impulso de guardarse algo para usarlo en otro sitio más
adelante es la señal de que debes gastarlo ahora. Ya surgirá otra cosa para más
adelante, algo mejor. Estas cosas se llenas desde atrás, desde abajo, como el
agua de los pozos. De la misma manera, el impulso de guardarte para ti lo que
has aprendido no solo es vergonzoso; es destructivo. Cualquier cosa que no
entregues libremente y en abundancia se pierde para ti. Abres tu caja de
seguridad y hallas cenizas.