lunes, 11 de diciembre de 2023

Tres poemas de Matthew Dickman

 


PROBLEMA

 

Cuando tenía treinta y seis, Marilyn Monroe se llevó a la cama

todas las píldoras para dormir. La hija de Marlon Brando

se colgó en el cuarto tahitiano

de la casa de su madre

mientras Stanley Adams se pegó un tiro en la cabeza. A veces

miras las nubes o los árboles y no se parecen

ni al suelo ni a las nubes ni a los árboles.

La artista Katy Chang

se prendió fuego y los hijos de Bing Crosby abandonaron

a los tiros su paso por la industria musical.

A veces me pregunto por la vida

interior de los osos polares. Deleuze, el filósofo,

se tiró al mundo por la ventana

para salir de él. Peg Entwistle, una actriz desconocida,

de liberó de la “H” de Hollywood,

cuando todo se veía en blanco y negro

y David O. Selznic era el rey, circa 1932. Ernst Hemingway

se llevó el caño a la sien en un pueblo de Idaho,

mientras su nieta, que era modelo, se trepó al árbol familiar

y se pasó de pastillas. Mi hermano

se pegó parches de fentanilo en el cuerpo

hasta que el cuerpo dejó de serlo. Me gusta

el sonido de los gansos en el agua. Me gustan

los jabones que te dan en los hoteles porque son lindos.

Sarah Kane se ahorcó. Harold Pinter

le dio unas rosas cuando aún estaba viva

y Louis Lingg, el anarquista, prendió un cartucho de dinamita

en su boca  

aunque tardó casi seis horas

en morir. Ludwig II de Bavaria se ahogó

y lo mismo Hart Crane, Virginia Woolf y John Berryman. Si estás

viajando y vas en tren, no te olvides de llevar

un libro. Andrew Martínez, el militante nudista, murió

en prisión, con una bolsa en la cabeza, desnudo,

y Potocki, el escritor y aristócrata polaco,

usó una bala de plata en 1815.

Sara Teasdale se tragó un frasco de pastillas

después de prepararse la bañera

en cuya agua se abrieron las venas

docenas de senadores romanos.

Larry Walters se hizo famoso

por volar con unos globos y una sillita plegable. Podía subir

miles de metros. Era un hombre que volaba.

Se disparó en el corazón. Por las mañanas al levantarme

me lavo los dientes, me lavo la cara

y me pongo la ropa que más me gusta.

Quiero tratarme bien.

 



EL REGALO


Cuando, durante una

de nuestras temibles

 

noches

juntos en el sofá

 

planeando la huida

el uno del otro

 

como marineros hambrientos

en una isla

 

donde uno quería quedarse

bajo las palmeras

 

y tomarse de la mano

y escuchar el mar

 

aunque murieran de hambre

y la otra quería

 

irse, porque para ella

lo desconocido era siempre

 

mejor que lo conocido,

me dijo

 

que una de las razones

por las que quería

 

tener un hijo, tener

uno conmigo,

 

era que en algún lugar

en su interior sabía

 

que ella se iría

y quería que yo

 

tuviera algo cuando

se fuera. Un animal

 

para mí, un amigo en la isla,

alguien a quien amar

 

que no fuera ella. Creo que dije

“ah”. Creo que debí

 

decir gracias. Gracias

por esto. Como si

 

el hijo fuera un regalo

envuelto en papel brillante

 

enviado

por el ocaso, un gesto

 

de despedida que supuestamente

haría que la despedida

 

fuera sobre la vida y no sobre la muerte.

Dije “ah”

 

pero dentro de mi cuerpo

estaba caminando por


la nieve con Owen

en mis brazos

 

tratando de cubrir

su cara del frío.

 

Estaba caminando

por un bosque

 

de noche, tomando

la mano de Owen y tocando

 

una campana para encontrar

a su hermano mayor.

 

Qué regalo tan extraño,

pensé

 

“Ah”, pensé

y ese ‘ah’ significaba

 

ah, por supuesto, ¿quién

querría estar

 

conmigo?

Los chicos son

 

milagros, dice la gente.

Los chicos son

 

regalos, dice la gente.

Y sobre la muerte

 

algunos dicen que somos

comida para gusanos, mi amor,

 

somos comida para gusanos.

Pero yo creo

 

que somos sobras de miel

para mapaches.

 

Quería que tuvieras

algo, dijo ella,

 

y entonces

como Cristo

 

haciendo girar el agua

con sus largos dedos

 

para convertirla en vino

ella milagrosamente

 

se llevó todo

y me dio todo.

 



EL REINO ANIMAL

 

Cuando Owen nació

tenía miedo,

 

como todos los padres

primerizos tienen miedo,

 

de que se me cayera

y se rompiera     

 

la cabeza, todavía

con forma de cono,

 

la forma que su cabeza

inteligentemente tomó

 

para escapar

del cuerpo de su madre

 

y entrar al mundo.

Empecé a tener sueños

 

larguísimos donde el cielo

se rompía y el alma

 

del cielo se escapaba

y se movía como un gigante

 

calamar rosa sobre

la galería de atrás,

 

la calle, el pasto.

Cuando me despertaba

 

me acercaba a él

y lo levantaba

 

y lo acunaba y pasaba

mis dedos por

 

su nueva columna vertebral

como un arpa. Yo tenía

 

algo que podría llamarse

ansiedad. No dejaba de pensar

 

en lo que pasaría

si le pisaba

 

la cabeza mientras estaba

acostado

 

en su mantita de lana,

cómo se sentiría mi pie

 

bajando y atravesándolo,

su piel de bebé,

 

su cráneo flexible.

Cómo el mundo entero

 

se convertiría en

un ataúd caleidoscópico

 

repitiéndose para siempre.

No dejaba de pensar

 

qué pasaría

si lo dejaba

 

en el auto, al sol

mientras paseaba

 

en el aire

fresco de algún sinuoso

 

pasillo de supermercado,

cómo las piezas de plástico

 

de su silla

se derretirían sobre él

 

y él sobre ella, cómo

su pañal estaría

 

cargado y caliente.

Y pensé en todos

 

esos padres

en el reino animal

 

que se comen a sus crías,

arrancan sus corazones

 

de sus pechos,

no porque tengan hambre,

 

o celos, no,

no por alguna antigua

 

secuencia atrapada

de ADN que aún no ha evolucionado,

 

sino porque no

saben cómo comerse a sí mismos,

 

que es lo que realmente

quieren, devorar

 

lo que más

odian, el vagón lleno de estrellas

 

del Yo, esa

bolsa de carne y huesos

 

que no pidieron ser.

Yo no pedí ser.

 

Pero acá estoy, enamorado,

acunando a este animal

 

humano sin pelo que viene

de un reino

 

de hormigas erguidas

con dedos en las manos y los pies.

 

Y mi único trabajo ahora,

en todo el mundo,

 

es no quebrar a mis hijos,

y a la vez,

 

enseñarles a no

quebrar a los demás,

 

aunque, claro,

lo voy a hacer y ellos también,

 

atrapados como estamos

y libres como cualquier otro animal.

 

 

De Café en la nieve (Zindo & Gafuri, 2023)                                                                    Traducción de Patricio Grinberg y Sebastián Urli

 

 

 

 

 

 

 

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