miércoles, 4 de mayo de 2022

Judith Schalansky - Tres islas remotas

 

ISLA DE LOS COCOS (COSTA RICA)                                                                                              24 km2, deshabitada.

Una isla, dos mapas, tres tesoros. August Gissler está completamente seguro de que encontrara el oro robado por los piratas que surcaban el Cabo de Hornos con sus barcos de velas negras: el botín de Edward Davis, los saqueos de Benito Bonito y el tesoro de la iglesia de Lima, que incluye una madona de tamaño natural hecha de oro macizo. Gissler, el hijo de un fabricante de Remscheid, que prefirió ser marinero antes que director de una fábrica de papel, ahora observa con atención la cruz marcada en el mapa y lee las anotaciones: En la punta noreste de la Bahía Wafer, hay una pequeña gruta al pie de una roca con tres picos, continuar doscientos pasos hacia el interior, siguiendo la corriente. Gissler tiene treinta y dos años, ojos azules y barba poblada, cuando, pala en mano, da con ese lugar y no encuentra nada más que tierra húmeda. Cava un agujero tras otro, tan profundos que sus tobillos se hunden en una corriente de agua subterránea y tan anchos que podría enterrar un barco, pero no encuentra sus sueños. En un tugurio del puerto compra más mapas, procedentes de la colección familiar del nieto de un pirata; están marcados con cruces antiguas y más modernas. Los estudia con atención, sigue las anotaciones y no deja de excavar en la arcilla oscura de la isla. Horada toda la superficie con pico y pala, cava en círculos y busca financiación y posibles socios, para ello vende participaciones de la recién creada Cocos Plantation Company, fundada a propósito en esta isla de oro. Su esposa y seis familias alemanas le siguen, se asientan todos juntos en una bahía de esta isla tropical, construyen barracas, plantan café, tabaco y azúcar de caña. Siguen cavando y cavando, pero no encuentran nada. Tres años después los Gissler vuelven a estar completamente solos, sus socios los han abandonado, por lo que son los únicos poseedores por derecho de una riqueza que no son capaces de encontrar. Buscar es más importante que encontrar, piensa Gissler, y cada agujero vacío constituye otra prueba más de que el tesoro tiene que estar escondido en cualquier otro lugar de las dos mil cuatrocientas hectáreas de este pedazo de tierra. Su mujer acaba abandonándolo. Cuando deja la isla en 1905, no queda en toda la superficie un solo espacio sin excavar, la barba le llega hasta la cintura y ha perdido dieciséis años de su vida. En toda su vida solo encontró treinta ducados de oro y un guantelete dorado. Poco antes de morir en Nueva York el 8 de agosto de 1935 declaró lo siguiente: Estoy convencido de que un gran tesoro está oculto en la isla, pero había que emplear mucho más tiempo y más dinero para encontrarlo. Si fuera joven, retomaría esta búsqueda una vez más, desde el principio.

 

 

TIKOPIA, ISLA DE SANTA CRUZ (SALOMÓN)                                                                                4.7 km2, 1200 habitantes

Esta isla está habitada desde hace más de tres mil años; es tan pequeña que las olas se pueden escuchar desde su meseta central. Sus habitantes pescan en las aguas salobres y atrapan crustáceos en la orilla; cultivan boniatos, plátanos y ñames gigantes del pantano; almacenan además cereales bajo la tierra por si hay una mala cosecha. Estos víveres resultan suficientes para mil doscientos seres humanos, pero ni para uno más. Si un tornado o una gran sequía devasta la cosecha, muchos de ellos eligen una muerte rápida. Las mujeres solteras se ahorcan voluntariamente en sus casas o se arrojan al mar y algunos padres se dejan arrastrar por las corrientes marinas junto a sus hijos, en un viaje en canoa del cual nunca regresan. Prefieren morir en el mar, antes que padecer una larga agonía de hambre y de sed en tierra firme. Cada año el jefe de las cuatro tribus de Tikopia recuerda las reglas para evitar el crecimiento de la población. Todos los niños deben vivir de acuerdo con ellas y alimentarse solo con lo producido en el huerto familiar, por ello solo el hijo mayor puede tener descendencia; los restantes hijos deben permanecer solteros y ser extremadamente cuidadosos para no engendrar. Los varones se sienten obligados a prevenir la concepción y se han convertido en expertos del coitus interruptus, pero si la concepción no pudo evitarse, las mujeres presionan su vientre con piedras calientes antes de que suceda el parto. A los adultos se les prohíbe tener más descendencia cuando su hijo mayor alcanza la edad casadera, y cuando una pareja tiene un hijo, el hombre pregunta a su mujer: ¿De quién es este hijo, a quien debo alimentar? Y solo él decide si el recién nacido debe vivir. Las cosechas son pequeñas. Déjame matar a nuestro hijo, ya que, si vive, no habrá comida para él. Los recién nacidos se dejan tumbados boca abajo, para que se ahoguen y mueran. Estos niños no reciben sepultura, no forman parte de la vida de Tikopia.

 

 

PINGELAP, ISLAS CAROLINAS (MICRONESIA)                                                                                1.8 km2, 250 habitantes

En esta isla hasta los cerdos son grisáceos; parece como si los animales hubieran sido creados a propósito así para los setenta y cinco habitantes de Pingelap que no pueden distinguir los colores. Nunca podrán ver el purpura rojizo de las puestas de sol, ni el azul profundo del océano ni el amarillo deslumbrante de las papayas maduras, ni siquiera el verde oscuro y perenne de la selva, repleta de árboles del pan, cocoteros y mangos. La culpa de todo esto es de una minúscula mutación del cromosoma ocho y del tifón Liengkieki, que asoló Pingelap hace siglos. Apenas una veintena de isleños sobrevivió al huracán y a las subsiguientes hambrunas, uno de ellos era portador de un gen recesivo que se extendió rápidamente por toda la isla a causa de la endogamia. Hoy en día, diez por ciento de los habitantes de esta isla son completamente daltónicos, mientras que en cualquier otro lugar la probabilidad de padecer esta alteración genética es de algo menos de un caso entre 30 000. En Pingelap las personas se distinguen por el tamaño de sus cabezas, por la frecuencia con la que parpadean, por el brillo de sus ojos, por las arrugas de su entrecejo o la forma de su nariz. Los daltónicos tienden a evitar la luz y suelen salir de sus cabañas solo cuando anochece, y cubren los cristales de sus ventanas con papeles coloreados para que los rayos del sol no dañen sus pupilas. Durante la noche permanecen activos y pese a la oscuridad reinante se mueven con más facilidad que los demás habitantes de la isla. Muchos de ellos dicen recordar todos sus sueños y algunos afirman que pueden pescar sin dificultad en las aguas profundas y oscuras de la laguna, porque distinguen las aletas de los peces reflejadas por el brillo de la luna. Todo su mundo es gris oscuro, aunque insisten en que pueden apreciar detalles que pasan desapercibidos a quienes ven en color: miríadas de tonos y sombras inimaginables para los no daltónicos. Además, se indignan mucho con las charlas vanas e ignorantes de aquellos que se dejan llevar por la magnificencia de los colores; según los daltónicos, el color distrae la atención de lo esencial: la riqueza y variedad de las formas y los sombreados, de las estructuras y los contrastes.



De Atlas de islas remotas (Capitán Swing/Nórdica libros, 2013)                                                  Traducción de Isabel G. Gamero 

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