lunes, 9 de noviembre de 2020

Annie Ernaux - Fragmentos

 


Todas las noches, en una radio, compiten dos canciones, una reciente, la otra más vieja, a veces tienen solo un año de diferencia. Los oyentes llaman para decir cuál prefieren. La mayoría son jóvenes, muchas chicas. El conductor atiende un llamado, “al azar” afirma, y pregunta cuál es la canción más votada. Siempre gana la más nueva.

Ayer, la chica que lava el pelo en la peluquería decía “la moda de ahora es más linda que la de antes, qué feo nos vestíamos hace diez años.

Perfecta adecuación de la juventud con su época, creencia en la superioridad de lo nuevo —lo bueno es “lo que acaba de salir”— porque si fuera de otra manera significaría que no creen en ellos mismos y todavía menos en el futuro.





Esta mañana, paseando a mi perra en celo, me crucé con la viejita que pasea con correa a un perro callejero vivaracho que en cuanto nos huele a los lejos se pone al acecho. Nos saludamos. Empiezo a estar en la edad en la que le decís buenos días a esas señoras mayores con quienes te topas dos veces al día, por presciencia más aguda del momento en el que me voy a convertir en una de ellas.  A los veinte ni siquiera las veía, ya estarían muertas antes de que me salieran arrugas.





En el subte, un chico y una chica se hablan en tono violento o se acarician, alternativamente, como si no hubiera nadie alrededor. Pero es falso: cada tanto miran a los pasajeros con aire desafiante. Impresión terrible. Me digo que la literatura es eso para mí.





Un chico joven de piernas robustas, alto, boca gruesa, está sentado en el RER* en un asiento del lado del pasillo. Del otro lado, una mujer con un nene de dos o tres años en su regazo que mira todo a su alrededor, como sofocado de asombro, y pregunta “¿cómo hace el señor para cerrar las puertas?”. Tal vez es la primera vez que se sube a un RER. Uno y otro, el joven y el niño, me trasladan a momentos de mi vida: el último año del colegio, en mayo, cuando D., alto, labios gruesos, como el chico de ahí, me esperaba a la salida del colegio, cerca del correo. Y la época, más tarde, en la que mis hijos eran chicos y descubrían el mundo.

Otras veces volví a encontrarme con gestos y frases de mi madre en una mujer que esperaba en la caja del supermercado. Es afuera, entonces, en los pasajeros del metro o del RER, la gente que sube las escaleras mecánicas de las galerías Lafayette y del supermercado Auchan, donde se deposita mi existencia pasada. En individuos anónimos que no sospechan que conservan una parte de mi historia, en rostros y cuerpos que nunca más vuelvo a ver. Acaso yo misma, en las calles y los comercios, inmersa en la multitud, llevo en mí la vida de los otros.

*Tren regional que conecta París con los suburbios.





Atentado en la Galería Uffizi, de Florencia. Cinco muertos y cuadros arruinados, incluyendo un Giotto. Grito unánime: pérdidas inestimables, irreparables. No por la muerte de los hombres, las mujeres y el bebé, sino por las pinturas. El arte es por lo tanto más importante que la vida, la representación de una madona del siglo XV lo es más que la respiración y el cuerpo de un niño, ¿porque la madona atravesó los siglos, porque millones de visitantes todavía podrán tener el placer de contemplarla, mientras que el chico muerto solo hacía feliz a un número reducido de personas y algún día se iba a morir de todas formas? Pero el arte no es algo que está encima de la humanidad. En la madona de Giotto estaban los cuerpos de las mujeres que conoció y tocó. Entre la muerte de un niño y la destrucción de su cuadro, ¿él qué hubiera elegido? La respuesta no es evidente. Su cuadro probablemente. Desvelando así la parte oscura del arte.





Ver escrito PARÍS con fondo azul, al tomar el carril que lleva a la autopista A15, de golpe me sorprendió, me llenó de felicidad. Leía por primera vez ese nombre en el cartel con el imaginario de los quince años, cuando nunca había ido a París y esta ciudad era un sueño. Instante raro, en el que una sensación del pasado vuelve al presente, se le superpone. Como cuando hacemos el amor y todos los hombres el pasado y el que está ahí se convierten en uno solo.





No más francos en tres o cuatro años. En su lugar, el euro. Malestar, casi dolor ante esta desaparición. Desde la infancia hasta ahora, mi vida fue en francos. El caramelo carambar: cinco francos antiguos. El vale del bar en la facultad: dos francos de los años sesenta. El aborto clandestino: cuatrocientos francos. Mi primer sueldo: mil ochenta francos. En menos de diez años, decir “yo ganaba mil ochenta francos” bastará para situarnos en un tiempo desaparecido, volvernos anacrónicos como esos nobles del siglo XIX que todavía contaban en escudos.




De Diario del afuera / La vida exterior (Milena Caserola, 2015)                                                Traducción de Sol Gil


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