CARTOGRAFÍA INDÍGENA
Mi padre abre un mapa de
California
—traza con el dedo
sierras, ríos, límites de condados
como linajes. Tuolomne,
Salinas, Los Ángeles,
Paso Robles,
Ventura, Santa Bárbara,
Saticoy,
Tehachapi. Lugares donde
fue feliz,
o donde la tragedia lo
saludó
como un familiar viejo y
desagradable.
Un pequeño punto azul
marca
el lago Cachuma, creado
cuando
reposaron el Santa Ynez,
inundaron
el valle, dividieron
la niñez de mi padre:
los días
en que aprendió a nadar
de mala manera,
y los días en que caminó
sobre las escamas plateadas,
las barrigas hinchadas
de los salmones que volvían
a un río que no estaba
allí.
El gobierno pagó a esos
indígenas para que se mudaran,
dice, no sé a dónde fueron.
En sueños, mi padre,
después del solaz de una
caja de cerveza,
persigue un deseo, una
profundidad.
Cuando llega al valle
que ahogara un río
desplazado
se tira al agua, boca
abajo flota
con los ojos abiertos, mira
hacia tierras
que no aparecen en
ningún mapa. Quizá vea sombras,
un pueblo líquido,
que fluye en el agua
oscura, cuerpos
largos que destellan con
joyas de bordes filosos,
y bocas que todavía se
abren y cierran
sobre las historias de
nuestro hogar.
CIERVA
La cuelgan en el granero, cabeza abajo, la
lengua gruesa,
goteando sangre. Me
quedo sola
por un momento, me
atrevo a acercarme para acariciar la piel oscura,
ya áspera del invierno;
es cuando aún está entera,
indemne antes de ser
destazada. No estoy segura
si le dispararon o le
arrollaron
con la camioneta, pero viene
de las montañas
fuera de estación, así
que es la oscuridad lo que importa, no
cómo moriría. A lo largo
del invierno, la comeremos
secretamente: bistec,
guisos, huesos hervidos para el caldo
y los perros. Pero lo que recordaré es
la manera en que las
manos de los hombres le quitan el cuero, jalando
duro para separarlo de
su carne. Un cuchillo de cazar
sin filo fractura y
descoyunta la carcaza.
La desmiembra pedazo por
pedazo.
El cuero desaparece —dejado
sin curtir, tirado
al basural. Años más
tarde camino
al granero, me raspo el
pie contra
el piso manchado bajo la
barra,
nunca le digo a nadie
que me han tratado
así.
LENGUAS
Mi
hija no puede hablar. Le pido que abra la boca. Muestra una pequeña hoja de
papel afilado incrustada en el costado de la lengua. Cuando empiezo a
arrancarla, la lengua se abre en dos; al jalar, una hoja entera emerge. Espero
que ella grite de dolor, pero no lo hace. Jalo más y más. Al fondo de la
lengua, el papel se enraíza en el músculo. Debo usar las dos manos para
desgarrar la hoja de la carne de la lengua. Aun así a ella no le duele. Cuando
quito la hoja, doy un paso atrás, sin palabras, sin respiración. Mi hija y yo
nos miramos. Ella tiene la boca abierta ligeramente; se ve la separación en la
lengua. Yace abierta como un lenguado, como un filete. No puedo imaginar cómo podrá
hablar. No me puedo imaginar qué idioma necesitará aprender, ni el que ya sabe.
De En esa roja nación de sangre. Poesía indígena estadounidense contemporánea (La Cabra Ediciones, 2011).
Traducción de Katherine M. Hedeen y Víctor Rodríguez Núñez
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