lunes, 24 de septiembre de 2018

Tres poemas de Deborah Miranda




CARTOGRAFÍA INDÍGENA

Mi padre abre un mapa de California
—traza con el dedo sierras, ríos, límites de condados
como linajes. Tuolomne,
Salinas, Los Ángeles, Paso Robles,
Ventura, Santa Bárbara, Saticoy,
Tehachapi. Lugares donde fue feliz,
o donde la tragedia lo saludó
como un familiar viejo y desagradable.

Un pequeño punto azul marca
el lago Cachuma, creado cuando
reposaron el Santa Ynez, inundaron
el valle, dividieron
la niñez de mi padre: los días
en que aprendió a nadar de mala manera,
y los días en que caminó sobre las escamas plateadas,
las barrigas hinchadas de los salmones que volvían
a un río que no estaba allí.
El gobierno pagó a esos indígenas para que se mudaran,
dice, no sé a dónde fueron.

En sueños, mi padre,
después del solaz de una caja de cerveza,
persigue un deseo, una profundidad.
Cuando llega al valle
que ahogara un río desplazado
se tira al agua, boca abajo flota
con los ojos abiertos, mira hacia tierras
que no aparecen en ningún mapa. Quizá vea sombras,
un pueblo líquido,
que fluye en el agua oscura, cuerpos
largos que destellan con joyas de bordes filosos,
y bocas que todavía se abren y cierran
sobre las historias de nuestro hogar.




CIERVA

La cuelgan en el granero, cabeza abajo, la lengua gruesa,
goteando sangre. Me quedo sola
por un momento, me atrevo a acercarme para acariciar la piel oscura,
ya áspera del invierno; es cuando aún está entera,
indemne antes de ser destazada. No estoy segura
si le dispararon o le arrollaron
con la camioneta, pero viene de las montañas
fuera de estación, así que es la oscuridad lo que importa, no
cómo moriría. A lo largo del invierno, la comeremos
secretamente: bistec, guisos, huesos hervidos para el caldo
y los perros.  Pero lo que recordaré es
la manera en que las manos de los hombres le quitan el cuero, jalando
duro para separarlo de su carne. Un cuchillo de cazar
sin filo fractura y descoyunta la carcaza.
La desmiembra pedazo por pedazo.
El cuero desaparece —dejado sin curtir, tirado
al basural. Años más tarde camino
al granero, me raspo el pie contra
el piso manchado bajo la barra,
nunca le digo a nadie
                                               que me han tratado así.




LENGUAS

Mi hija no puede hablar. Le pido que abra la boca. Muestra una pequeña hoja de papel afilado incrustada en el costado de la lengua. Cuando empiezo a arrancarla, la lengua se abre en dos; al jalar, una hoja entera emerge. Espero que ella grite de dolor, pero no lo hace. Jalo más y más. Al fondo de la lengua, el papel se enraíza en el músculo. Debo usar las dos manos para desgarrar la hoja de la carne de la lengua. Aun así a ella no le duele. Cuando quito la hoja, doy un paso atrás, sin palabras, sin respiración. Mi hija y yo nos miramos. Ella tiene la boca abierta ligeramente; se ve la separación en la lengua. Yace abierta como un lenguado, como un filete. No puedo imaginar cómo podrá hablar. No me puedo imaginar qué idioma necesitará aprender, ni el que ya sabe.  



De En esa roja nación de sangre. Poesía indígena estadounidense contemporánea (La Cabra Ediciones, 2011).
Traducción de Katherine M. Hedeen y Víctor Rodríguez Núñez

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