lunes, 9 de noviembre de 2020

Annie Ernaux - Fragmentos

 


Todas las noches, en una radio, compiten dos canciones, una reciente, la otra más vieja, a veces tienen solo un año de diferencia. Los oyentes llaman para decir cuál prefieren. La mayoría son jóvenes, muchas chicas. El conductor atiende un llamado, “al azar” afirma, y pregunta cuál es la canción más votada. Siempre gana la más nueva.

Ayer, la chica que lava el pelo en la peluquería decía “la moda de ahora es más linda que la de antes, qué feo nos vestíamos hace diez años.

Perfecta adecuación de la juventud con su época, creencia en la superioridad de lo nuevo —lo bueno es “lo que acaba de salir”— porque si fuera de otra manera significaría que no creen en ellos mismos y todavía menos en el futuro.





Esta mañana, paseando a mi perra en celo, me crucé con la viejita que pasea con correa a un perro callejero vivaracho que en cuanto nos huele a los lejos se pone al acecho. Nos saludamos. Empiezo a estar en la edad en la que le decís buenos días a esas señoras mayores con quienes te topas dos veces al día, por presciencia más aguda del momento en el que me voy a convertir en una de ellas.  A los veinte ni siquiera las veía, ya estarían muertas antes de que me salieran arrugas.





En el subte, un chico y una chica se hablan en tono violento o se acarician, alternativamente, como si no hubiera nadie alrededor. Pero es falso: cada tanto miran a los pasajeros con aire desafiante. Impresión terrible. Me digo que la literatura es eso para mí.





Un chico joven de piernas robustas, alto, boca gruesa, está sentado en el RER* en un asiento del lado del pasillo. Del otro lado, una mujer con un nene de dos o tres años en su regazo que mira todo a su alrededor, como sofocado de asombro, y pregunta “¿cómo hace el señor para cerrar las puertas?”. Tal vez es la primera vez que se sube a un RER. Uno y otro, el joven y el niño, me trasladan a momentos de mi vida: el último año del colegio, en mayo, cuando D., alto, labios gruesos, como el chico de ahí, me esperaba a la salida del colegio, cerca del correo. Y la época, más tarde, en la que mis hijos eran chicos y descubrían el mundo.

Otras veces volví a encontrarme con gestos y frases de mi madre en una mujer que esperaba en la caja del supermercado. Es afuera, entonces, en los pasajeros del metro o del RER, la gente que sube las escaleras mecánicas de las galerías Lafayette y del supermercado Auchan, donde se deposita mi existencia pasada. En individuos anónimos que no sospechan que conservan una parte de mi historia, en rostros y cuerpos que nunca más vuelvo a ver. Acaso yo misma, en las calles y los comercios, inmersa en la multitud, llevo en mí la vida de los otros.

*Tren regional que conecta París con los suburbios.





Atentado en la Galería Uffizi, de Florencia. Cinco muertos y cuadros arruinados, incluyendo un Giotto. Grito unánime: pérdidas inestimables, irreparables. No por la muerte de los hombres, las mujeres y el bebé, sino por las pinturas. El arte es por lo tanto más importante que la vida, la representación de una madona del siglo XV lo es más que la respiración y el cuerpo de un niño, ¿porque la madona atravesó los siglos, porque millones de visitantes todavía podrán tener el placer de contemplarla, mientras que el chico muerto solo hacía feliz a un número reducido de personas y algún día se iba a morir de todas formas? Pero el arte no es algo que está encima de la humanidad. En la madona de Giotto estaban los cuerpos de las mujeres que conoció y tocó. Entre la muerte de un niño y la destrucción de su cuadro, ¿él qué hubiera elegido? La respuesta no es evidente. Su cuadro probablemente. Desvelando así la parte oscura del arte.





Ver escrito PARÍS con fondo azul, al tomar el carril que lleva a la autopista A15, de golpe me sorprendió, me llenó de felicidad. Leía por primera vez ese nombre en el cartel con el imaginario de los quince años, cuando nunca había ido a París y esta ciudad era un sueño. Instante raro, en el que una sensación del pasado vuelve al presente, se le superpone. Como cuando hacemos el amor y todos los hombres el pasado y el que está ahí se convierten en uno solo.





No más francos en tres o cuatro años. En su lugar, el euro. Malestar, casi dolor ante esta desaparición. Desde la infancia hasta ahora, mi vida fue en francos. El caramelo carambar: cinco francos antiguos. El vale del bar en la facultad: dos francos de los años sesenta. El aborto clandestino: cuatrocientos francos. Mi primer sueldo: mil ochenta francos. En menos de diez años, decir “yo ganaba mil ochenta francos” bastará para situarnos en un tiempo desaparecido, volvernos anacrónicos como esos nobles del siglo XIX que todavía contaban en escudos.




De Diario del afuera / La vida exterior (Milena Caserola, 2015)                                                Traducción de Sol Gil


domingo, 1 de noviembre de 2020

Tres poemas de Natalia Litvinova

 



Un día no pude

levantarme de la cama.

Esa mañana

una cal extraña

caía sobre el río.

 

Taparon los espejos

y dieron vuelta los retratos.

En una barca me llevaron a ver

a la curandera.

 

Es mal de ojo,

volvé a tu casa,

abrí la almohada

y quemá lo que encuentres.

 

Hallé pelo,

cáscara de huevo

y restos de mi fotografía.

Esparcí las cenizas

en el cruce de los caminos.

 

Los cuatro vientos

extendieron mi maldición

sobre el pueblo.

 

 


 

La abuela intenta

que la punta del hilo

entre en la aguja.

 

Una capa

de piel vieja

la protege.

 

No sangra

cuando se pincha.

 

De noche el cielo

es una fosa

donde brillan

agujas

sin enhebrar.

 

 



Subo al tejado

manchada de fruta,

me acuesto

junto al panal.

 

Las abejas

salen de sus celdas

y me exploran.

 

Sus barrigas

sobre mí

como algodones

de veneno.

 

Desde el tejado

miro a los hombres

decapitar el lino

con la hoz.

Pero la flor se levanta

tras su paso

con su sangre violenta

acunada por el viento.

 

De los tallos jugosos

vuelven a brotar

los pétalos celestes.

La naturaleza no descansa,

trabaja y resucita.




De Cesto de trenzas (Llantén, 2018)

viernes, 30 de octubre de 2020

Cuatro poemas de Roberta Iannamico

 


UN CUENTO DE NIEVE

 

Un día de nieve

pueden pasar

muchas cosas

por ejemplo

ir caminando por la nieve

en un campo abierto

dejando huellas

y ver que desde un cerro

completamente blanco

viene bajando alguien

vestido de un color hermoso

imperial

caminan el mismo camino

desde distintas puntas

en un punto

se juntarán.

 


 

EL VIAJE

 

Para ir

a ese lugar del mar

subiste rápida al remís

y qué infantil tu alegría

cuando viste que el aire

del interior del auto

era en realidad

agua transparente

liviano y blando

tu cuerpo en el agua

descansabas

veías moverse como peces

tus zapatillas rojas.

 

 


SIN TÍTULO

 

Dejamos la ventana abierta

para que entre

el ruido del mar

el aire del mar

la vibración del mar

nos cantaba

su grave canción

mientras dormíamos

entraba por nuestros poros

y nuestros oídos

de caracol.

 

 


TARDE

 

Serenidad de la tarde

dos pájaros conversan

uno arriba y otro abajo

como viejas

el que está abajo se acerca

me hace la pasadita

es un hornero

galante paisano

se va

caminando como llegó

está dando

un paseo por la tierra.



De Muchos poemas (Ediciones Neutrinos, 2017)

martes, 27 de octubre de 2020

Cuatro poemas de Tamara Tenenbaum



BAR MITZVÁ

 

Yo no tuve Bar Mitzvá

porque no quise. Me daba vergüenza

hacer una fiesta en el salón

y ponerme un vestido blanco

para que todos me miraran.

Pero cuando tenía 12 años

mi mamá me compró

unos tacos

para el Bat

de otra.

Y al verme caminar

se dio cuenta

de que caminaba torcida

para el lado derecho.

Me sacaron una placa

me hicieron un molde de yeso

y me dieron un corsé de plástico.

Ese fue mi Bat-Mitzvá.

Así me hice mujer

ante los ojos de Dios.

 



NO NECESITO NADA

 

Lo peor del corsé

lejos

era cuando se me caían las monedas

y tenía que hacer

como que no me importaba

porque no podía

agacharme a levantarlas.

Dese entonces me acostumbré

a fingir que no me importan

las cosas que no puedo tener.

 



PUERTAS MARCADAS CON SANGRE

 

Todas las casas

en las que viví siempre

tuvieron mezuzá

en la puerta.

Pronto me voy a mudar

a la primera

que no va a tener.

Yo no creo en nada

y odio la creencia, fervientemente

la odio

pero estoy pensando

en poner la mezuzá.

Solo por si acaso

por si te protege  

de los hombres lobo

o de las mujeres hermosas

o de morir desangrada

cada vez que

menstruás.



 

PRECAUCIÓN, PRECAUCIÓN

 

Recopilo cuentos de gatos.

Historias de gatos que se escaparon

que se tiraron del balcón

que se perdieron

que no volvieron más

que se murieron

que los operaron

que nunca quedaron iguales

que caminan torcido

que tienen pedazos pelados

que eran divinos

y ahora son huraños.

Las recuerdo, las cuento y las repito

para que nunca nos olvidemos

de que eso nos puede

pasar a nosotros.




De Reconocimiento de terreno (Pánico el pánico, 2019)


sábado, 17 de octubre de 2020

Cuatro poemas de Estela Figueroa

 


¡Cómo nos persiguen

los muertos!

Aunque escondamos sus fotos.

Aunque saquemos de la casa sus ropas.

Aunque intentemos obligarlos

al rincón oscuro del silencio

cómo vuelven…

 

Durante el día

intervienen en nuestras conversaciones

y hablan por nuestra boca

palabras violentas.

Hay quien elige nuestra ropa

y quien nos empuja hacia la casa

adonde no pensábamos volver.

 

Qué ansiedad nos transmiten

en nuestras enfermedades.

Y como las flores apretadas

entre las hojas de un libro

o como la carta que amarillea

con qué paciencia nos esperan.

 

¿Son lo que entra en el instante

en que el pensamiento se abre

al esplendor del verano?

¿Esa sensación de brisa

son?

¿Ese miedo repentino que la acompaña?

 

Sólo de noche

cuando dormimos

los muertos están quietos.

 

Ya la llave giró en su cerradura

y ellos —como perros sin dueño—

se echan ante la puerta.

 

 



¿Cómo quedarán mis manos

cuando muera?

¿En qué gesto inmóvil

como si un silencioso pintor

las hubiera acomodado?

¿Tratando de agarrar la taza de té frío

o la flor que un amigo piadoso traería

para endulzar la convalecencia?

O simplemente una a cada lado de mi cuerpo

hermanas como han sido

siempre

de mi vida

—poco propicias a la caricia

poco propicias al golpe

siempre distantes de mis emociones...—

 

Compatriotas,

júzguenlas con benevolencia.

 

Déjenlas como queden

no las fuercen al gesto del perdón.

 

Piensen que fueron las manos de una niña

que ya murió,

de una muchacha tímida

que murió también.

Y si quedaran crispadas:

piensen que su vida

—como la de ninguno de ustedes—

fue fácil.

 



 

LOS HUESOS DE MI PADRE

 

Hace más de veinte años que  murió

y no renovamos el derecho de sus huesos

a permanecer en el nicho.

 

De mi parte fue intencional.

A mi padre no le gustaba estar encerrado.

 

Ojalá un sepulturero los haya vendido

y haya comido algo especial con su mujer y sus hijos

o se haya tomado unos vinos

en rueda de amigos.

 

Y con esos huesos un joven estudie medicina

—esos huesos largos y bien formados—

sin pensar en la muerte.

 




LA FORASTERA

 

Durante muchas noches de insomnio

he vagado

aterida

por la Ciudad del Pasado.

 

No llevaba planos

no llevaba guía

no llevaba lámpara.

 

Como sonámbula

esquivaba los peligros.

Como forastera

ellos me asaltaban.

 

Bellos rostros que se abrían como flores

cuerpos del amor…

No pude encontrar mi casa.

 

Esa ciudad por la que vagué

fue moldeada

con grandes emociones

con grandes deseos.

 

Así también

de grande

es su cementerio.

 

 

 

De El hada que no invitaron. Obra poética reunida 1985-2016 (Bajo la luna, 2019)


miércoles, 9 de septiembre de 2020

Dos poemas de PJ Harvey

 

EN EL MERCADO DE PÁJAROS

 

Siete niños

con anillos de hongos

en sus caras

nos siguen por el callejón

justo del ancho

de una carretilla.

 

Un hombre con lápiz de ojos

nos llama haciendo señas:

en su mano derecha

un guante de terciopelo,

dentro, una pequeña

alondra que lucha.

 

En un cordel rojo

cientos de gorriones

muertos cuelgan

de sus patas

dando vueltas lentamente,

sus bocas abiertas.

 

 

UNA INICIACIÓN

 

En una cueva en la ladera de la montaña

cuarenta hombres están arrodillados en un círculo

 

cantando una canción

de una sola palabra

 

meciéndose

sudando y secándose con trapos

 

llamando a dios a dios a dios

hundiendo su canción en el barro

 

incluyéndome, hasta que por fin

salgo tropezando, parpadeando  al amanecer

 

y veo cabezas de chivo cortadas en el puesto del carnicero

todavía repitiendo la palabra

 

y pichones girando en círculos

deseos de dios

 

y perros callejeros, narices hoyadas de viruela

porteros en los techos

 

y dios en los pequeños

cuerpos oscuros de los niños

 

mojados en la neblina

jugando en el cementerio

 

descalzos

en diciembre.


De El hueco de la mano (Sexto Piso, 2015)                                                                                Traducción de Pedro Carmona

David Markson - Fragmentos de La soledad del lector

 


Anna Ajmátova tuvo una aventura con Amadeo Modigliani en París en 1910 y 1911. Ya en la vejez, sin haber vuelto a salir de Rusia por un tercio de siglo, quedaría atónita al enterarse de lo famoso que había sido.




Si tuviera que elegir, dijo una vez Giacometti, rescataría un gato de un edificio en llamas antes que un Rembrandt.




El cadáver de Laurence Sterne fue vendido a una escuela de medicina por unos profanadores de tumbas. Casi lo habían diseccionado por completo cuando por casualidad alguien lo reconoció.




A pesar de décadas de autoanálisis, Freud siempre sintió tanto temor a perder los trenes que llegaba a la estación hasta una hora antes del horario de partida.




Antes de encender el horno para suicidarse, Sylvia Plath dejó leche y pan con manteca en el cuarto donde dormían sus dos hijos.




Manet fue tan injuriosamente condenado por los críticos que durante un tiempo se sintió demasiado avergonzado como para pedirle a alguien que posara para él.

Antes de hacerse conocido, Cézanne una vez se puso a llorar cuando alguien admiró sinceramente su obra.




Se sabía que T.S. Eliot, a los treinta y pico, usaba polvo facial verde pálido. Uno de los Sitwell decía que era para lucir como si estuviera sufriendo.




La lámpara de Flaubert ardía con tanta regularidad en su estudio de Croisset durante la noche que los pilotos en el Sena podían usarla como orientación.




A los veinte, Bach hizo una peregrinación de más de trescientos kilómetros, a pie, para escuchar tocar el órgano a Buxtehude.




Vladimir Maiakovski se pegó un tiro en la cabeza. Puede que haya estado jugando a la ruleta rusa más que intentando definitivamente suicidarse.

Pero en cualquiera de los casos antes se había puesto una camisa limpia.




A veces Petrarca les escribía cartas a autores muertos hacía mucho tiempo. También era un devoto cazador de manuscritos clásicos. Una vez, tras descubrir unas obras de Cicerón desconocidas hasta el momento, le escribió a Cicerón contándole la noticia.




Cuando W.H. Auden murió, le dejó sus futuras regalías a Chester Kallman. Cuando Kallman murió solo dieciséis meses más tarde, pasaron a su padre, un dentista.

Después el dentista murió y pasó todo a manos de su segunda esposa.




Tardaron tres semanas en encontrar el cuerpo de Virginia Woolf después de que se suicidara internándose en el río Ouse.




Walt Whitman más de una vez escribió reseñas favorables anónimas de su propia obra.




Hölderlin estuvo loco, si bien de modo inofensivo, durante más de treinta y cinco años. Con frecuencia improvisaba al piano extrañas melodías durante horas, o cantaba en lo que parecía una combinación indescifrable de latín, griego y alemán.




Elizabeth Shaw Melville:

A Herman se le ha dado por escribir poesía. No se lo cuentes a nadie, porque sabes cómo circulan esas cosas.




Thackeray tuvo que pagar para publicar La feria de las vanidades. Sterne tuvo que pagar para publicar Tristram Shandy. Defoe tuvo que pagar para publicar Moll Flanders.




Involucrado con Madame Blavatsky, Yeats una vez quemó una rosa y se quedó toda la noche vigilando en serio a ver si aparecía su fantasma.




En su Decapitación de Juan el Bautista, Caravaggio escribe su nombre con la sangre derramada del Bautista en el borde inferior del lienzo. Fuera de esta ocasión, no firmaba sus cuadros.




Jackson Pollock una vez trabajó de limpiar los excrementos de pájaros de las estatuas en los parques de Nueva York.




Robert Desnos, que había sido torturado por la Gestapo por trabajar con la Resistencia francesa, sobrevivió a períodos en Auschwitz y en Buchenwald. Pero murió de tifus apenas fueron liberados los campos.




Melville y Whitman nacieron con dos meses de diferencia y murieron a seis meses uno del otro. Y estuvieron muy cerca en o cerca de Nueva York durante gran parte de sus vidas.

Sin encontrarse nunca.



De La soledad del lector (La bestia equilátera, 2012)                                                                Traducción de Laura Wittner


jueves, 20 de agosto de 2020

Félix Fénéon - Novelas en tres líneas

 


Louis Lamarre no tenía ni trabajo ni vivienda, pero sí algún dinero. Compró en una tienda de ultramarinos de Saint-Denis un litro de petróleo y se lo bebió.

 


El cadáver del sexagenario Dorlay se balanceaba en un árbol, en Arcueil, con esta pancarta: “Demasiado viejo para trabajar”.

 


La enfermera Elise Bachmann, que ayer tenía su día libre, se manifestó loca en la calle.

 


Cierta loca detenida en la calle se había hecho pasar abusivamente por la enfermera Elise Bachmann. Esta se encuentra en perfecto estado de salud.

 


“Si mi candidato fracasa, me mato”, había declarado el señor Bellavoine, vecino de Fresquiennes (Sena inferior). Se ha matado.

 


El sombrío merodeador divisado por el mecánico Gicquel cerca de la estación de Herblay ya ha sido encontrado: Jules Ménard, cazador de caracoles.

 


Desde su infancia, la señorita Mélinette, de dieciséis años, cosechaba flores en las tumbas de Saint-Denis. Se acabó, ahora está en el depósito de cadáveres.  

 


Las pulgas de su vecino Giocolino, que es domador de dichos insectos, acosaban al señor Sauvin. Quiso apoderarse de la caja, y recibió dos balazos.

 


Un quincuagenario desconocido, enorme y además hinchado tras un mes de permanencia ininterrumpida en el agua ha sido pescado en La Frette por el señor Duquesne.

 


Se estaba coronando a los colegiales de Niort. La lámpara se descolgó, y los laureles de tres de ellos se tiñeron con un poco de sangre.

 


Un propietario de los alrededores de Marcols (Ardèche) se negaba a pagar el otro día doce mil francos de impuestos por la posesión de los pinos de su bosque. El bosque acaba de arder.



Fue jugando al boliche como la apoplejía abatió al señor André, se setenta y cinco años, vecino de Levallois. Su bola todavía seguía rodando cuando él ya había dejado de existir.

 


En el Trianon, un visitante se ha desnudado y se ha acostado en el lecho imperial. Se duda de que sea, tal como él dice, Napoleón IV.

 


El profesor de natación Renard, cuyos alumnos chapoteaban en el río Marne, en Charenton, se lanzó al agua: resultó ahogado.

 


Apuñalado y apaleado, Remailli, vecino de Meskiana (Constantina) ha sufrido una mutilación que delata el carácter pasional del crimen.

 


Cantidad de ranas, extraídas de los estanques belgas por la tempestad, cayeron por una lluvia en Dunkerque, en el barrio de la mala vida.

 


A los borrachos ya ni siquiera les queda Dios: Kersilie, vecino de Saint-Germain, que creyó que la ventana era la puerta, ha resultado muerto.

 


Para sus necromancias, las brujas árabes de Chellala desenterraron a hurtadillas a un niños de diez años que llevaba muerto seis meses.

 


Martin, un personaje bastante misterioso y con una estrella tatuada en la frente ha sido extraído del agua en la presa de Meulan.

 


Los cólicos torturan a dieciocho habitantes de Matha (Charente inferior): comieron unas setas excesivamente bellas.



De Novelas en tres líneas (Impedimenta, 2011)                                                                          Traducción de Lluís Maria Todó


martes, 21 de julio de 2020

Eliot Weinberger - Changs



Chang Chih-ho, en el siglo VIII, perdió su puesto al servicio del Emperador y se retiró a las montañas. Se dedicó a la pesca, pero nunca utilizaba cebo, su objetivo no era atrapar peces.


Chang Tsai, en el siglo III, fue secretario del heredero forzoso al trono. Su fealdad era tan extrema que los niños lo apedreaban siempre que salía al exterior.


Chang Chio, en el siglo II, se llamó a sí mismo el Dios Amarillo y encabezó un ejército de trescientos sesenta mil acólitos, todos ellos ataviados con turbantes amarillos. Derrocaron a la dinastía Han.


Chang Chao, uno de los Cinco Hombres de Letras, se cayó del caballo en el siglo xviii, pero dejó impresionado al Emperador al continuar escribiendo poemas con la mano izquierda.


Chang Chen-chou, en el siglo VIII, era conocido por su inigualable rectitud. Con motivo de ser nombrado gobernador de Shu-chou, celebró un banquete para todos sus amigos y parientes, les obsequió espléndidos regalos de seda y dinero, y después, con lágrimas en los ojos, les anunció que a partir de aquel momento jamás podría volver a verlos.


Chang Seng-yu, en el siglo VI, pintó dos dragones sin ojos en el Templo de la Paz y la Dicha y advirtió a todos que la pintura nunca debía ser completada. Un escéptico terminó de pintar los ojos, y los muros del Templo se derrumbaron mientras los dragones alzaban el vuelo.


Chang Chung, en el siglo XIV, era un filósofo que vagaba por las montañas como un salvaje y siempre llevó un gorro de hierro.


Chang Ch’ien, en el siglo II a.C., fue el primer chino en viajar hacia poniente. Lo capturaron en Bactria y estuvo preso diez años, antes de huir a Fergana. De allí trajo las primeras nueces y uvas cultivadas, el bambú nudoso y el cáñamo, así como el arte de hacer vino.
     Este mismo Chang Ch’ien viajó tanto que se creyó que había descubierto el nacimiento del río Amarillo, el cual mana de la Vía Láctea: después de seguir río arriba durante muchos meses, llegó a una ciudad donde vio a un joven llevando un buey al abrevadero y a una joven hilando. Preguntó qué lugar era ése, y la muchacha le entregó una lanzadera indicándole que se la mostrara al célebre astrónomo Yen Chun-p’ing. Tras el regreso de Chang, el astrónomo reconoció la lanzadera como propiedad de la Hilandera, la constelación de la Lira, y dijo que, en el mismo instante en que Chang había entrado en la extraña ciudad, él había reparado en una estrella errante que cruzaba el cielo entre la Hilandera y el Boyero.


Chang Ch’ao, en el siglo XVII, afirmó: «Las flores deben tener mariposas, las montañas, arroyos; las rocas, musgo; el océano, algas; los árboles viejos, enredaderas; y la gente, obsesiones».


Chang Ch’ang, un erudito y gobernador del siglo I a.C., tenía por costumbre pintarle personalmente las cejas a su mujer. Cuando el Emperador le preguntó el motivo, Chang respondió que las mujeres conceden a las cejas la mayor importancia.


Tanto Chang Cho, en el siglo VIII, como Chang Chiu-ko, en el siglo XI, recortaban mariposas de papel que revoloteaban a su alrededor y después volvían a sus manos.


Chang Chu, un poeta del siglo XIII, escribió el verso: «El cataclismo de las ovejas rojas», que nadie ha podido explicar jamás.


Chang Hsu-ching, un taoísta, obtuvo nadie sabe exactamente cuándo el elixir de la vida, y descubrió que los tigres le obedecían a su antojo.


Chang Jen-hsi, en el siglo XVIII, escribió un tratado sobre la tinta.


Chang Li-hua, en el siglo VI, era la concubina favorita del Emperador y se hizo célebre por la belleza de su cabello, que medía más de dos metros de largo.


Chang Jung, un poeta del siglo V, fue obsequiado por un sacerdote taoísta con un abanico hecho de plumas blancas de garceta, y el sacerdote le dijo que a la gente rara hay que ofrecerle cosas raras. El Emperador declaró que el reino no podía prescindir de un hombre como Chang Jung, pero que tampoco podía tener a dos como él.


Chang Hsun resistió con valentía el sitio de Sui-yang en el año 756 y, cuando las provisiones comenzaron a escasear, sacrificó incluso a su concubina predilecta, pero fue en vano. Su furor patriótico lo llevó a apretar los dientes con tanta rabia que, tras su ejecución, se descubrió que no le quedaba ninguno.


Chang Fang-p’ing, en el siglo XI, fue un prolífico escritor que nunca redactó un solo borrador.


La familia de Chang Kung-i, en el siglo vii, era célebre por sus nueve generaciones de vida armoniosa. Cuando el Emperador preguntó cómo había sido posible, Chang Kung-i pidió pluma y papel y escribió la palabra «paciencia» una y otra vez.


Chang Kuo fue uno de los Ocho Inmortales del siglo VII. La Emperatriz envió a un mensajero para convocarlo a su corte, pero cuando el mensajero llegó, Chang ya había muerto. Más tarde Chang apareció de nuevo y la emperatriz envió a otro mensajero, quien sufrió un desvanecimiento que duró años. Un tercer mensajero sí tuvo éxito, y Chang divirtió a la corte haciéndose invisible y bebiendo veneno, pero se negó a que su retrato fuera colocado en el Salón de los Notables.


Chang I, en el siglo II, escribió una enciclopedia miscelánea. Chang K’ai, en el mismo siglo, podía hacer que la niebla se disipara.


Chang Ying, en el siglo XVII, fue el lector oficial del Emperador.


Chang Tsu, en el siglo VII, era demasiado crítico y siempre se metía en líos, pero se decía que sus ensayos eran como mil monedas de oro elegidas entre mil monedas de oro. Esto significaba que todos ellos eran muy preciados.


Chang Ying-wen, en el siglo XVI, nunca pudo aprobar los exámenes, pues únicamente pensaba en antigüedades. Por fortuna se convirtió en un gran entendido.


Cuando Chang Shao murió (en la época de la dinastía Han), se le apareció en sueños a su mejor amigo, Fan Shih. Fan se dirigió de inmediato al funeral, a muchas provincias de distancia. Durante varias semanas nadie consiguió levantar el ataúd de Chang, hasta que Fan llegó montado en un caballo blanco, vestido de luto.


Chang Huang-yen, el último partidario de la dinastía Ming en el siglo XVII, se retiró a una isla desierta, donde adiestró a los monos para que le advirtieran de la proximidad del enemigo.


Chang Tsao, en el siglo IX, solía pintar árboles utilizando al mismo tiempo un dedo y el cabo desgastado de un pincel: el uno para la materia viva, el otro para las ramas secas y las hojas caídas.


Chang Hua, en el siglo III, dedicó al chochín una famosa rapsodia o poema en prosa rimada (fu): El chochín es un pájaro muy pequeño. Se alimenta únicamente de unos pocos granos, hace su nido en una sola rama, no puede volar más que unos pocos metros, apenas ocupa espacio y no hace daño. Sus plumas son grises; no es útil a la especie humana, pero también recibe la fuerza de la vida. Los patos y los gansos pueden volar hasta las nubes, pero son abatidos con flechas, pues tienen mucha carne. Los martines pescadores y los pavos reales deben morir porque su plumaje es hermoso. El halcón es fiero, pero se le mantiene atado; el loro es inteligente, pero se le encierra en una jaula, donde se lo obliga a repetir las palabras de su amo. Sólo el pequeño chochín, feo y sin ningún valor, es libre.


Chang Hua, como muchos poetas, no se escuchaba a sí mismo. Provenía de una familia respetable venida a menos. En su juventud había sido cabrero, pero su inteligencia era tan notable que consiguió desposar a la hija de un prominente funcionario y se le designó erudito en el Ministerio de Ceremonias. Después fue nombrado compilador adjunto, luego caballero de los Escritores de Palacio, y el Emperador a menudo le consultaba sobre asuntos rituales y protocolarios. En el año 267 se le concedió el título de marqués de los Pasos, y en el 270 inventó un sistema de organización y catalogación de la Biblioteca Imperial que se empleó durante siglos. Llegó a ser marqués de Guangwu y gobernador militar de Yuchou. En el 287, la parhilera del Gran Salón del Templo Imperial de los Antepasados se vino abajo, y Chang, a la sazón director del Ministerio de Ceremonias, fue apuntado como responsable del accidente y cayó en desgracia. Unos años más tarde, con la subida al trono del nuevo Emperador, Chang volvió a la corte y ocupó diversos cargos: grande de los Justos de la Casa Imperial, capataz de los Maestros de la Escritura, duque de Chuangwu y, el más alto, ministro de Obras. En el 299 se descubrió su participación en intrigas de palacio y rehusó unirse a lo que acabaría siendo un exitoso golpe de estado. Él y todos sus hijos y los hijos de éstos fueron ejecutados.


De Algo elemental (Traducción de Aurelio Major)