jueves, 19 de diciembre de 2019

Tres cuentos de Lydia Davis



LOS EXTRAÑOS

Mi abuela y yo vivimos entre extraños. La casa no parece lo suficientemente grande para acoger a todos los que se presentan a distintas horas. Se sientan a cenar como si se les hubiera estado aguardando —y de hecho siempre hay un sitio puesto para ellos— o entran en el salón principal huyendo del frío, frotándose las manos y quejándose del clima, y se instalan junto al fuego y toman un libro que hasta entonces me había pasado inadvertido y continúan la lectura desde una página marcada con un separador de papel gastado. Como es obvio, algunos de ellos son alegres y simpáticos, mientras que otros son antipáticos: malhumorados o taimados. Con algunos hago una amistad inmediata —nos entendemos mutuamente a la perfección desde que nos conocemos— y espero verlos de nuevo en el desayuno. Pero cuando bajo a desayunar no están allí, y a menudo nunca vuelvo a saber de ellos. Todo esto es muy inquietante. Mi abuela y yo jamás mencionamos esos ires y venires de extraños por la casa. Pero observo su rostro delicado y rosado cuando ella entra en el comedor apoyada en su bastón y se detiene sorprendida: se mueve tan despacio que esto es casi imperceptible. Un joven se levanta de su lugar, aferrando su servilleta a la altura del cinturón, y va a ayudarla a sentarse en su silla. Ella se adapta a la presencia del joven con una sonrisa nerviosa y una cortés inclinación de cabeza, aunque sé que se siente tan consternada como yo por el hecho de que él no estaba allí en la mañana y no estará al día siguiente y sin embargo se comporta como si todo esto fuera de lo más normal. Pero muy a menudo, por supuesto, la persona sentada a la mesa no es un joven educado sino una solterona delgada que come rápido y en silencio y se retira entes de que nosotros terminemos, o bien una anciana que nos frunce el ceño a los demás y escupe la cáscara de su manzana al horno al borde del plato. No hay nada que podamos hacer. ¿Cómo podemos librarnos de gente que nunca invitamos y que de cualquier modo se marcha tarde o temprano por su propio pie? Aunque pertenecemos a generaciones diferentes, a mi abuela y a mí se nos enseñó que jamás debemos hacer preguntas sino sólo sonreír a las cosas que escapan a nuestra comprensión.



LA OTRA ELLA

Desde donde está, en otra parte de la casa, ella puede oír la voz de él en el dormitorio, en la distancia, hablándole de manera reflexiva, con suavidad y calidez hogareña. No sabe que ella no se encuentra en la habitación.

Y entonces, por un momento, ella siente que con él hay otra ella quizá incluso mejor que ella misma, y que ella es una ella desdeñada, despreciada, allí al final del pasillo, lejos del dormitorio donde los otros dos pasan un buen rato juntos.



PADRE ENTRA EN EL AGUA

En vida se internaba despacio en el agua hasta que le llegaba a la cintura y permanecía ahí un rato, los brazos hacia un lado, los dedos rozando el agua, la mirada fija en el horizonte. Entonces se zambullía por fin con un gran chapoteo.

Esperamos. Está en el agua cerca de nosotros, dándonos la espalda, ligeramente encorvado.
Tiene los brazos pálidos y pecosos a los costados, las manos apartadas del agua.
Entonces junta las manos y se sumerge. Damos un paso atrás.

En la muerte es distinto: sin apenas crear ondas o murmullos atraviesa el agua y ésta se cierra en silencio sobre él.



De Ciento cincuenta cuentos cortos (Almadía, 2019)
Traducción de Mauricio Montiel Figueiras

miércoles, 11 de diciembre de 2019

Tres poemas de Ezequiel Alemian



TRECE LEYENDAS ÁRABES

Antar, muerto sobre su caballo, protege la llegada de sus ancestros.

Un oso flota en su propia sangre.
Un ave de rapiña picotea los testículos de un ciervo.
Una nena desnuda ensaya un paso de baile sobre la mesa en la que acaban de comer sus familiares.
Un hombre duerme en la terraza, al lado de una cámara de filmación.

Hablan a los gritos, de un lado al otro de la calle.
Lo único que hizo fue pedir una habitación al conserje.
El miedo invade los valles, decanta a través de las napas y es dado de beber a los chicos más pobres.
Es sensible, capaz de torcer el cuello como señal de buena voluntad, como haría un ganso.
Es una ciudad muy húmeda, donde la gente pone la pava en el fuego hasta que toda el agua se haya evaporado.

Miga de pan embebida en salsa de tomate no ha logrado atraer al joven a la mesa de la madre.
Un hombre habla con una mujer por teléfono, sin atreverse a confesarse.
Antes de abandonar la casa, la prendieron fuego.



¿LA PREGUNTA MÁS TRISTE DEL MUNDO?

¿Se revelará? ¿No se revelará?
¿Se revelará?
¿No se revelará?
El viento lleva las nubes hacia el sur y el aire es frío y seco. El sol todavía no ha salido. Dijeron que había bajado de la montaña para que no lo atrapara el invierno. Dijeron haber visto las huellas de sus pies diminutos cerca de las ruinas. Los perros olieron algo, pero la pista se deshizo en el polvo. El alba ha llenado la senda de escorpiones y los caballos se encabritan y no quieren seguir. Levantamos los rifles como si fueran palos, solamente así logramos intimidar a los animales.

Dicen los que lo han oído que habla con suspiros, y los que lo han visto aseguran que su andar es liviano como el de un pájaro, ágil y veloz como el de una liebre. Que no tiene párpados ni pestañas, y que sus dientes son delgados, filosos y duros, como los de una comadreja. Se hizo conocido como “el glotón”, hace ya algunos años, cuando el cierre de las minas obligó a los hombres a migrar a la capital y dejó a las mujeres solas en el valle. Esta es la primera partida que organizamos para darle casa.

Cuando el sol comienza a quemar, los escorpiones se dispersan y la marcha se hace más ágil.

A mediodía estaremos en la cañada. Ahí se podrá pensar un poco mejor. Mientras tanto, confiaremos en que el movimiento nos impida ceder a la duplicación.



EL ENIGMÁTICO SR. NO

No quiere ir: no quiere acercarse, no quiere mirar, no quiere esperar.
No quiere enterarse, no quiere admitir.
No quiere subir.
No quiere ceder: no quiere moverse, no quiere aguantar,
no quiere enfrentarse.
No quiere evadirse.
No quiere decir.
No quiere escuchar.
No quiere atrasarse: no quiere enfrascarse.
No quiere repetir.
No quiere saber: no quiere insistir, no quiere intentar, no
quiere arriesgarse.
No quiere saludar, no quiere conversar, no quiere ayudar.
No quiere compartir.
No quiere imaginar: no quiere prever, no quiere desear.
No quiere comprar.
No quiere comer, no quiere dormir.
No quiere avisar.
No quiere elegir.
No quiere extrañarse: no quiere decidir.
No quiere relajarse, no quiere volver: no quiere buscar, no
quiere contar, no quiere optar, no quiere cerrar.
No quiere cansarse.
No quiere mentir.
No quiere perder: no quiere ahorrar.
No quiere acordarse, no quiere imponer.
No quiere cumplir.
No quiere integrar.
No quiere seguir.



De Me gustaría ser un animal (Gog y Magog, 2011)

lunes, 9 de diciembre de 2019

Sean Bonney - Memorias


(A la manera de Miyó Vestrini)

Despertaría. Odiaría. Culearía. Difícilmente pensaría en Bakunin. Caminaría por la ciudad. Pensaría en las sutiles diferencias entre anarquismo, epilepsia, adicción, psicosis, la dialéctica, síndromes diversos y el pánico. Pensaría en su ritmo. Me negaría a salir de la casa. Gastaría 20 euros en una bolsa que no valía más de 5 y consideraría seriamente asesinar al traficante. Mi mayor miedo es matar a alguien algún día. Me gusta la lluvia. No te voy a decir por qué. En cambio te diré que la comida me da mucho miedo. La mastico treinta veces. La escupo al suelo. Me enferma. Estoy bajando de peso. No me importa. Cuando la gente me dice que estoy muy flaco les digo y el sol qué, el sol también pierde peso. Es la ley del cosmos. De verdad digo eso. Después que lo digo me pongo a llorar. Alguien me abraza. Me da lo mismo quién. Pienso en el viento y los insectos que lo habitan y tomo nota mentalmente del número de mis amigos que van a terapia. Yo no voy a terapia. Preferiría ser como esos insectos que habitan el viento y que hacen cosas notables con la seda pero en cambio estoy llorando en los brazos de un desconocido y ellos preferirían que no siguiera y qué mierda tiene que ver esto con la magnífica seda hecha por la risa de los insectos. Recuerdo cuando un hippie que conocí me dijo que yo iba a tener una vida muy larga. Pura mierda, murmuro, en recuerdo del hippie. Corro a una estación del metro. Son las 3 de la mañana y hay muy poco tráfico. Enloquezco otra vez y empiezo a recitar poemas. Los viejos poemas que todos conocemos. Los viejos poemas que podrían matarnos si quisieran, con cada una de sus sílabas. Me duermo en el bar. No vuelvo a mi casa. Pienso un poco en la luna, en su relación con el marxismo, las revueltas de hace cinco años y el enredo en el que estamos hoy. Hay luna llena. Es muy poco lo que se oculta. Tengo un gran dolor en el pecho. Por favor no me dejes.


Traducción de Ricardo Vivallo