jueves, 4 de enero de 2024

Sarah Manguso - Algunos argumentos



En tercero de secundaria tenía mucho miedo de hablar con el muchacho al que amaba, así que le envié un corazón de papel negro cada semana, durante un año. No tenía miedo de él, tenía miedo de mi sentimiento. Era más poderoso que Dios. Si alguna vez hubiéramos hablado pude haber quemado el lugar por completo. 

 


Nunca he visto un fantasma y no creo en ellos. Podría ver uno esta noche e incluso así no creería en fantasmas. Creería en ese fantasma.

 

 

La oscuridad lo posee todo, pero nuestro sol sale tan a menudo que pensamos que el universo es mitad oscuridad y mitad luz.

 

 

Escribo en defensa de las creencias que, me temo, parecen menos defendibles. Todo lo demás se siente como tarea.

 

 

Una de las ideas que menos me gustan acerca de la escritura es que debemos encontrar la voz propia como si estuviera dentro de nosotros, lista para ser encendida como una pianola. Al igual que el carácter, su existencia depende de la interacción con el mundo.

 

 

Cuando ya no esperé superar mis miedos, dejaron de ser una carga. La esperanza es la que hizo de ellos una carga.      

 

 

Llamarle fragmento a un pedazo de texto, o decir que está hecho de fragmentos, es decir que él o sus componentes alguna vez estuvieron completos, pero dejaron de estarlo.

 

 

Una mujer comienza el rumor de que me acosté con un hombre en la cama de otra mujer. Quince años después la busco en internet y me encuentro tres mug shots. En la primera es la linda pelirroja que recuerdo de la universidad (tal vez con un par de grietas en el esmalte), pero en la última está gorda, arruinada. Todavía no la perdono. La compadezco, pero no la perdono solo por ser lastimera. Odiarla es un acto de respeto.   

 

 

He escrito libros enteros con tal de evitar escribir otros libros.

 

 

Uno debe ser capaz de empatizar con un suicida, pero sin convertirse en uno.

 

 

Es preferible imaginar que los demás te odian a aceptar la propia insignificancia.

 

 

Hubo personas a las que deseaba tanto antes de tenerlas que la completa experiencia de tenerlas fue dolor por mi vieja hambre.



Nos escondemos a plena vista, en nuestros cuerpos.

 

 

Las madres deben haberles cantado a sus bebés incluso antes de que existiera la música como tal. Me pregunto qué pensaron de eso, cómo lo entendieron. Ese canto. 

 

 

Nada me parece más aburrido que la enésima reiteración de que el lenguaje no es suficiente para describir los matices del mundo. Por supuesto que el lenguaje no es suficiente. Aceptar eso es el punto de partida para aprovechar sus capacidades. Para incrementarlas.

 

 

Un amigo siempre da el mismo consuelo a quienes tienen miedo de publicar algún texto potencialmente vergonzoso. No te preocupes, susurra beatíficamente, nadie lo va a leer.

 

 

Me gusta la escritura irresumible, un núcleo que no puede ser condensado, que debe enunciarse exactamente como es.

 

 

Conservo tres tipos de libros: los que quiero leer, los que quiero releer y los que quiero abrir otra vez solo para comprobar lo malos que son.

 

 

La muerte revela lo que, de otra manera, habrías terminado. También lo que nunca habrías acabado. Encontré las notas de un libro en el que una mujer había estado trabajando por treinta años: dieciséis páginas.   

 

 

Cada dos o tres años decido escribir algo solo por dinero y trabajo en eso por un buen tiempo. Luego envuelvo su cadáver en plástico, lo sello en un contenedor y lo escondo debajo de la casa.

 

 

Más mala escritura de la vida real: intenté cruzarme con alguien cada día durante cuatro meses hasta que me di por vencida. Cuatro días después me lo encontré sin proponérmelo. Cuatro horas más tarde me lo encontré de nuevo, fuimos a cenar y compartimos un pedazo de pay.

 

 

En el largo momento después de haber completado un proyecto, a la deriva en un océano sin viento, vuelvo a la idea de cierto libro imaginario que nunca escribiré, una meta que jamás voy a alcanzar. Tan pronto como encuentro un proyecto nuevo, empujo el libro imaginario lejos de mí, más allá del horizonte, donde me esperará hasta la próxima vez que lo necesite.  

 

 

En realidad hay dos clases de personas: tú y todos los demás.

 

 

Los malos libros se venden; la gente tiene mal gusto. Los malos libros no se venden; la gente prefiere los grandes libros. Los grandes libros se venden; después de todo, son grandiosos. Los grandes libros no se venden; son demasiado grandiosos para ser entendidos. Los grandes libros se venden solo tras la muerte de sus autores. Estamos cómodos con todos esos clichés, aunque no puedan coexistir lógicamente.

 

 

Respeto a quien tuvo un solo éxito no por su éxito, sino por todos los días que debe haber sufrido intentando otro.

 

 

El problema de establecer metas es que trabajas constantemente para alcanzar lo que solías querer.

 

 

La felicidad comienza a deteriorarse una vez que la nombras.

 

 

Aquellos que reciben elogios por cualquier acto quedan lisiados por la adoración. Crecen atrofiados, marchitos, pierden el impulso para continuar. El elogio puede matar.

 

 

Solía perseguir las cosas que se acostumbran —sexo, drogas, barrios bravos— para disfrutar de la sensación de desperdiciar mi vida, de coquetear con el peligro. La maternidad finalmente sació ese apetito. Es una autodestrucción que jamás se detiene y de la que nadie se da cuenta.



Luego de convertirme en madre me siento, al mismo tiempo, más y menos sola. Me siento menos sola cuando considero a los otros anónimos, los miles de millones de desconocidos que han compartido esta soledad particular.

 

 

En lugar de patologizar cada singularidad humana, deberíamos decir: Por la gracia de dicho comportamiento, este individuo ha podido continuar.  

 


De 300 arguments (Graywolf Press, 2017)