sábado, 5 de octubre de 2019

Tres poemas de Claudia Masin



LA LLUVIA

¿Viste cómo llueve?
Llovió así toda la noche
y a cada cierto tiempo yo te hablaba, estuvieras donde estuvieras,
aunque fuera en el extremo más inalcanzable
de la tierra. Cuando llueve así, toda la noche, te decía
pareciera que el mundo fuera a desprenderse de su eje,
pero la sorpresa más inmensa es que el vendaval termina
y todo permanece como estaba, apenas un poco de desorden
que lentamente se transforma en armonía.
Desde niños, vivimos sobreviviendo a catástrofes como ésa,
a los efectos de lo que tendría que haber pasado y no pasó:
que la casa se inunde y nuestras cosas se pierdan
arrastradas por la marea sucia, entre piedras y palos
y restos de animales, un desperdicio más lo que hasta entonces
ha sido nuestra historia, los objetos
que confirman que somos seres físicos y no un soplo
filtrándose desde afuera de esa vida brutal de la materia
que no se detiene jamás para incluirnos. ¿Soñaste alguna vez,
cuando llega la violencia del aguacero,
con que el río se salga de su cauce para siempre y nos empuje,
soñaste con la noche en que el rayo finalmente nos alcance,
descalzos bajo la luz, como esperando saber algo
que sólo el impacto de una fuerza sobre el cuerpo
podría revelarnos? Pero el rayo no cae, no cayó
y al día siguiente todo sigue a salvo en el mismo lugar.
Ese es el mayor desastre que conozco: haber estado al borde,
una noche, de que nos fuera concedida una verdad
extraordinaria, y al amanecer darnos cuenta
de que somos los mismos y no sabemos nada
que no supiéramos ya.



YUYOS
No tengo paciencia con los invulnerables,
con aquellos que no han sido tocados por un temporal,
esos que nunca se han derrumbado.
Grandes puntadas, desgarros mal cosidos, nada muy lindo.
Entonces algo sale y reluce.
Andrea Dworkin

Se está yendo la lluvia que duró tantos días,
miles de pequeñísimas formas de vida
asoman del barro alimentadas por la humedad, raras
y débiles. Parecieran disculparse por ocupar un espacio
bajo el cielo, como si hasta ellas supieran
que la tierra pertenece a los que están sanos y enteros.
Pienso en la distinción entre la hierba buena,
la que va a ser fecundada por la semilla llevada por el aire,
y el yoyo inútil que debe ser quitado de raíz
porque contamina el suelo con su estarse ahí, tendido al sol,
ocioso y lánguido. Incluso entre las flores, se dice
que algunas están hechas para ser admiradas y las otras
—silvestres, demasiado sencillas—
mueren tan rápidamente cuando son arrancadas
que su belleza, por breve y humilde, no vale la pena.
Hay quienes separan a los animales
en amigables y enemigos, entre los mansos
que se pueden llevar a casa y atar con una cuerda,
y los que hay que salir a buscar a sus guaridas
para matarlos antes de que ataquen.
Entre los seres humanos también sucede:
los blancos, poderosos, prolijos y fértiles cuerpos
que van a morir, apartan a la fuerza
a los demás cuerpos que también van a morir: los sucios
los pobres, los raídos, los que no tienen nada,
los que son raros o están lastimados,
salpicados por el dolor
como por una fea marca de nacimiento.
A la hora de la verdad nadie sale intacto, ni uno solo
se libra del contagio. Lo que fue separado
finalmente se reúne: el empuje de la vida
y de la muerte es implacable, una avalancha
que devora sin hacer diferencias
a los que están arraigados como árboles viejos
y a los que fueron privados de toda ligazón con el mundo,
igual de desatendidos que las flores del aire.



REPTILES

Si el daño que hice pudiera ser desecho, no tendría sentido
Escribir. Todo ese intento se sostiene en la esperanza
de reparar el dolor provocado por ignorancia, estupidez
o crueldad. No hay manera de desaprender
el sufrimiento padecido del que se infligió a otros,
como no hay manera de suponer que quien lastima no tiene
heridas semejantes a las nuestras. Fuimos reptiles una vez,
grandes lagartos antediluvianos, tirados en el agua cálida
y sucia de las ciénagas, y conocimos entonces las formas
de emboscar la presa: como si no estuviéramos ahí
o fuéramos parte del paisaje,
mimetizados con la vegetación ocre y verde de la selva,
casi dormidos, en un letargo semimineral
pero listos para abalanzarnos —el cuerpo tosco
y sorprendentemente elástico— sobre el animal que pisara,
inocente, nuestra tierra. A pleno sol
caíamos sobre él, era un único latigazo la muerte
que descargábamos en su lomo, un choque eléctrico
que lo dejaba inerme. Yo he sentido
tantas veces esa violencia dentro, el viejo lagarto
dispuesto a matar por la supervivencia.
El acto de causar dolor es tan irreversible
como la desaparición de un planeta:
algo que estaba ahí, intacto,
desprendiendo su luz, deja de iluminarnos
para siempre. No hay alegría en la sombra
que lo eclipsa, apenas el cumplimiento de una tarea
asignada por fuerzas desconocidas y asombrosamente
intensas. Pero quizás es posible, me digo,
escribir una historia en la que el daño se revierta,
y el tiempo quede detenido justo antes del momento
en que el dolor saltó desde tu mano o la mía
hacia el universo y ahí permaneció,
transformado en una irradiación que va a tocar a todos
y va a volver con más potencia aún
al punto de partida. Si así fuera, esa historia sería,
en sí misma, la cicatriz en el cuerpo propio
del dolor ajeno, la sutura que cierre una herida
cuyo único impulso es continuar expandiéndose
hasta infectar el organismo entero,
como la estampida de una plaga
que sólo se detiene cuando ya no queda
ni una cosa vida que le sirva de alimento.


De La materia sensible (Literatura UNAM, 2019)