PROBLEMA
Cuando tenía treinta y seis, Marilyn Monroe se llevó a la
cama
todas las píldoras para dormir. La hija de Marlon Brando
se colgó en el cuarto tahitiano
de la casa de su madre
mientras Stanley Adams se pegó un tiro en la cabeza. A veces
miras las nubes o los árboles y no se parecen
ni al suelo ni a las nubes ni a los árboles.
La artista Katy Chang
se prendió fuego y los hijos de Bing Crosby abandonaron
a los tiros su paso por la industria musical.
A veces me pregunto por la vida
interior de los osos polares. Deleuze, el filósofo,
se tiró al mundo por la ventana
para salir de él. Peg Entwistle, una actriz desconocida,
de liberó de la “H” de Hollywood,
cuando todo se veía en blanco y negro
y David O. Selznic era el rey, circa 1932. Ernst Hemingway
se llevó el caño a la sien en un pueblo de Idaho,
mientras su nieta, que era modelo, se trepó al árbol
familiar
y se pasó de pastillas. Mi hermano
se pegó parches de fentanilo en el cuerpo
hasta que el cuerpo dejó de serlo. Me gusta
el sonido de los gansos en el agua. Me gustan
los jabones que te dan en los hoteles porque son lindos.
Sarah Kane se ahorcó. Harold Pinter
le dio unas rosas cuando aún estaba viva
y Louis Lingg, el anarquista, prendió un cartucho de
dinamita
en su boca
aunque tardó casi seis horas
en morir. Ludwig II de Bavaria se ahogó
y lo mismo Hart Crane, Virginia Woolf y John Berryman. Si
estás
viajando y vas en tren, no te olvides de llevar
un libro. Andrew Martínez, el militante nudista, murió
en prisión, con una bolsa en la cabeza, desnudo,
y Potocki, el escritor y aristócrata polaco,
usó una bala de plata en 1815.
Sara Teasdale se tragó un frasco de pastillas
después de prepararse la bañera
en cuya agua se abrieron las venas
docenas de senadores romanos.
Larry Walters se hizo famoso
por volar con unos globos y una sillita plegable. Podía
subir
miles de metros. Era un hombre que volaba.
Se disparó en el corazón. Por las mañanas al levantarme
me lavo los dientes, me lavo la cara
y me pongo la ropa que más me gusta.
Quiero tratarme bien.
EL REGALO
Cuando, durante una
de nuestras temibles
noches
juntos en el sofá
planeando la huida
el uno del otro
como marineros hambrientos
en una isla
donde uno quería quedarse
bajo las palmeras
y tomarse de la mano
y escuchar el mar
aunque murieran de hambre
y la otra quería
irse, porque para ella
lo desconocido era siempre
mejor que lo conocido,
me dijo
que una de las razones
por las que quería
tener un hijo, tener
uno conmigo,
era que en algún lugar
en su interior sabía
que ella se iría
y quería que yo
tuviera algo cuando
se fuera. Un animal
para mí, un amigo en la isla,
alguien a quien amar
que no fuera ella. Creo que dije
“ah”. Creo que debí
decir gracias. Gracias
por esto. Como si
el hijo fuera un regalo
envuelto en papel brillante
enviado
por el ocaso, un gesto
de despedida que supuestamente
haría que la despedida
fuera sobre la vida y no sobre la muerte.
Dije “ah”
pero dentro de mi cuerpo
estaba caminando por
la nieve con Owen
en mis brazos
tratando de cubrir
su cara del frío.
Estaba caminando
por un bosque
de noche, tomando
la mano de Owen y tocando
una campana para encontrar
a su hermano mayor.
Qué regalo tan extraño,
pensé
“Ah”, pensé
y ese ‘ah’ significaba
ah, por supuesto, ¿quién
querría estar
conmigo?
Los chicos son
milagros, dice la gente.
Los chicos son
regalos, dice la gente.
Y sobre la muerte
algunos dicen que somos
comida para gusanos, mi amor,
somos comida para gusanos.
Pero yo creo
que somos sobras de miel
para mapaches.
Quería que tuvieras
algo, dijo ella,
y entonces
como Cristo
haciendo girar el agua
con sus largos dedos
para convertirla en vino
ella milagrosamente
se llevó todo
y me dio todo.
EL REINO ANIMAL
Cuando Owen nació
tenía miedo,
como todos los padres
primerizos tienen miedo,
de que se me cayera
y se rompiera
la cabeza, todavía
con forma de cono,
la forma que su cabeza
inteligentemente tomó
para escapar
del cuerpo de su madre
y entrar al mundo.
Empecé a tener sueños
larguísimos donde el cielo
se rompía y el alma
del cielo se escapaba
y se movía como un gigante
calamar rosa sobre
la galería de atrás,
la calle, el pasto.
Cuando me despertaba
me acercaba a él
y lo levantaba
y lo acunaba y pasaba
mis dedos por
su nueva columna vertebral
como un arpa. Yo tenía
algo que podría llamarse
ansiedad. No dejaba de pensar
en lo que pasaría
si le pisaba
la cabeza mientras estaba
acostado
en su mantita de lana,
cómo se sentiría mi pie
bajando y atravesándolo,
su piel de bebé,
su cráneo flexible.
Cómo el mundo entero
se convertiría en
un ataúd caleidoscópico
repitiéndose para siempre.
No dejaba de pensar
qué pasaría
si lo dejaba
en el auto, al sol
mientras paseaba
en el aire
fresco de algún sinuoso
pasillo de supermercado,
cómo las piezas de plástico
de su silla
se derretirían sobre él
y él sobre ella, cómo
su pañal estaría
cargado y caliente.
Y pensé en todos
esos padres
en el reino animal
que se comen a sus crías,
arrancan sus corazones
de sus pechos,
no porque tengan hambre,
o celos, no,
no por alguna antigua
secuencia atrapada
de ADN que aún no ha evolucionado,
sino porque no
saben cómo comerse a sí mismos,
que es lo que realmente
quieren, devorar
lo que más
odian, el vagón lleno de estrellas
del Yo, esa
bolsa de carne y huesos
que no pidieron ser.
Yo no pedí ser.
Pero acá estoy, enamorado,
acunando a este animal
humano sin pelo que viene
de un reino
de hormigas erguidas
con dedos en las manos y los pies.
Y mi único trabajo ahora,
en todo el mundo,
es no quebrar a mis hijos,
y a la vez,
enseñarles a no
quebrar a los demás,
aunque, claro,
lo voy a hacer y ellos también,
atrapados como estamos
y libres como cualquier otro animal.