Todas las noches, en una radio,
compiten dos canciones, una reciente, la otra más vieja, a veces tienen solo un
año de diferencia. Los oyentes llaman para decir cuál prefieren. La mayoría son
jóvenes, muchas chicas. El conductor atiende un llamado, “al azar” afirma, y
pregunta cuál es la canción más votada. Siempre gana la más nueva.
Ayer, la chica que lava el pelo
en la peluquería decía “la moda de ahora es más linda que la de antes, qué feo
nos vestíamos hace diez años.
Perfecta adecuación de la
juventud con su época, creencia en la superioridad de lo nuevo —lo bueno es “lo
que acaba de salir”— porque si fuera de otra manera significaría que no creen
en ellos mismos y todavía menos en el futuro.
Esta mañana, paseando a mi perra
en celo, me crucé con la viejita que pasea con correa a un perro callejero
vivaracho que en cuanto nos huele a los lejos se pone al acecho. Nos saludamos.
Empiezo a estar en la edad en la que le decís buenos días a esas señoras
mayores con quienes te topas dos veces al día, por presciencia más aguda del
momento en el que me voy a convertir en una de ellas. A los veinte ni siquiera las veía, ya
estarían muertas antes de que me salieran arrugas.
En el subte, un chico y una chica
se hablan en tono violento o se acarician, alternativamente, como si no hubiera
nadie alrededor. Pero es falso: cada tanto miran a los pasajeros con aire
desafiante. Impresión terrible. Me digo que la literatura es eso para mí.
Un chico joven de piernas
robustas, alto, boca gruesa, está sentado en el RER* en un asiento del lado del
pasillo. Del otro lado, una mujer con un nene de dos o tres años en su regazo
que mira todo a su alrededor, como sofocado de asombro, y pregunta “¿cómo hace
el señor para cerrar las puertas?”. Tal vez es la primera vez que se sube a un
RER. Uno y otro, el joven y el niño, me trasladan a momentos de mi vida: el
último año del colegio, en mayo, cuando D., alto, labios gruesos, como el chico
de ahí, me esperaba a la salida del colegio, cerca del correo. Y la época, más
tarde, en la que mis hijos eran chicos y descubrían el mundo.
Otras veces volví a encontrarme
con gestos y frases de mi madre en una mujer que esperaba en la caja del
supermercado. Es afuera, entonces, en los pasajeros del metro o del RER, la
gente que sube las escaleras mecánicas de las galerías Lafayette y del
supermercado Auchan, donde se deposita mi existencia pasada. En individuos
anónimos que no sospechan que conservan una parte de mi historia, en rostros y
cuerpos que nunca más vuelvo a ver. Acaso yo misma, en las calles y los
comercios, inmersa en la multitud, llevo en mí la vida de los otros.
Atentado en la Galería Uffizi, de
Florencia. Cinco muertos y cuadros arruinados, incluyendo un Giotto. Grito
unánime: pérdidas inestimables, irreparables. No por la muerte de los hombres,
las mujeres y el bebé, sino por las pinturas. El arte es por lo tanto más
importante que la vida, la representación de una madona del siglo XV lo es más
que la respiración y el cuerpo de un niño, ¿porque la madona atravesó los
siglos, porque millones de visitantes todavía podrán tener el placer de
contemplarla, mientras que el chico muerto solo hacía feliz a un número
reducido de personas y algún día se iba a morir de todas formas? Pero el arte
no es algo que está encima de la humanidad. En la madona de Giotto estaban los
cuerpos de las mujeres que conoció y tocó. Entre la muerte de un niño y la
destrucción de su cuadro, ¿él qué hubiera elegido? La respuesta no es evidente.
Su cuadro probablemente. Desvelando así la parte oscura del arte.
Ver escrito PARÍS con fondo azul,
al tomar el carril que lleva a la autopista A15, de golpe me sorprendió, me
llenó de felicidad. Leía por primera vez ese nombre en el cartel con el
imaginario de los quince años, cuando nunca había ido a París y esta ciudad era
un sueño. Instante raro, en el que una sensación del pasado vuelve al presente,
se le superpone. Como cuando hacemos el amor y todos los hombres el pasado y el
que está ahí se convierten en uno solo.
No más francos en tres o cuatro años. En su lugar, el euro. Malestar, casi dolor ante esta desaparición. Desde la infancia hasta ahora, mi vida fue en francos. El caramelo carambar: cinco francos antiguos. El vale del bar en la facultad: dos francos de los años sesenta. El aborto clandestino: cuatrocientos francos. Mi primer sueldo: mil ochenta francos. En menos de diez años, decir “yo ganaba mil ochenta francos” bastará para situarnos en un tiempo desaparecido, volvernos anacrónicos como esos nobles del siglo XIX que todavía contaban en escudos.
De Diario del afuera / La vida exterior (Milena Caserola, 2015) Traducción de Sol Gil
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