miércoles, 9 de septiembre de 2020

Dos poemas de PJ Harvey

 

EN EL MERCADO DE PÁJAROS

 

Siete niños

con anillos de hongos

en sus caras

nos siguen por el callejón

justo del ancho

de una carretilla.

 

Un hombre con lápiz de ojos

nos llama haciendo señas:

en su mano derecha

un guante de terciopelo,

dentro, una pequeña

alondra que lucha.

 

En un cordel rojo

cientos de gorriones

muertos cuelgan

de sus patas

dando vueltas lentamente,

sus bocas abiertas.

 

 

UNA INICIACIÓN

 

En una cueva en la ladera de la montaña

cuarenta hombres están arrodillados en un círculo

 

cantando una canción

de una sola palabra

 

meciéndose

sudando y secándose con trapos

 

llamando a dios a dios a dios

hundiendo su canción en el barro

 

incluyéndome, hasta que por fin

salgo tropezando, parpadeando  al amanecer

 

y veo cabezas de chivo cortadas en el puesto del carnicero

todavía repitiendo la palabra

 

y pichones girando en círculos

deseos de dios

 

y perros callejeros, narices hoyadas de viruela

porteros en los techos

 

y dios en los pequeños

cuerpos oscuros de los niños

 

mojados en la neblina

jugando en el cementerio

 

descalzos

en diciembre.


De El hueco de la mano (Sexto Piso, 2015)                                                                                Traducción de Pedro Carmona

David Markson - Fragmentos de La soledad del lector

 


Anna Ajmátova tuvo una aventura con Amadeo Modigliani en París en 1910 y 1911. Ya en la vejez, sin haber vuelto a salir de Rusia por un tercio de siglo, quedaría atónita al enterarse de lo famoso que había sido.




Si tuviera que elegir, dijo una vez Giacometti, rescataría un gato de un edificio en llamas antes que un Rembrandt.




El cadáver de Laurence Sterne fue vendido a una escuela de medicina por unos profanadores de tumbas. Casi lo habían diseccionado por completo cuando por casualidad alguien lo reconoció.




A pesar de décadas de autoanálisis, Freud siempre sintió tanto temor a perder los trenes que llegaba a la estación hasta una hora antes del horario de partida.




Antes de encender el horno para suicidarse, Sylvia Plath dejó leche y pan con manteca en el cuarto donde dormían sus dos hijos.




Manet fue tan injuriosamente condenado por los críticos que durante un tiempo se sintió demasiado avergonzado como para pedirle a alguien que posara para él.

Antes de hacerse conocido, Cézanne una vez se puso a llorar cuando alguien admiró sinceramente su obra.




Se sabía que T.S. Eliot, a los treinta y pico, usaba polvo facial verde pálido. Uno de los Sitwell decía que era para lucir como si estuviera sufriendo.




La lámpara de Flaubert ardía con tanta regularidad en su estudio de Croisset durante la noche que los pilotos en el Sena podían usarla como orientación.




A los veinte, Bach hizo una peregrinación de más de trescientos kilómetros, a pie, para escuchar tocar el órgano a Buxtehude.




Vladimir Maiakovski se pegó un tiro en la cabeza. Puede que haya estado jugando a la ruleta rusa más que intentando definitivamente suicidarse.

Pero en cualquiera de los casos antes se había puesto una camisa limpia.




A veces Petrarca les escribía cartas a autores muertos hacía mucho tiempo. También era un devoto cazador de manuscritos clásicos. Una vez, tras descubrir unas obras de Cicerón desconocidas hasta el momento, le escribió a Cicerón contándole la noticia.




Cuando W.H. Auden murió, le dejó sus futuras regalías a Chester Kallman. Cuando Kallman murió solo dieciséis meses más tarde, pasaron a su padre, un dentista.

Después el dentista murió y pasó todo a manos de su segunda esposa.




Tardaron tres semanas en encontrar el cuerpo de Virginia Woolf después de que se suicidara internándose en el río Ouse.




Walt Whitman más de una vez escribió reseñas favorables anónimas de su propia obra.




Hölderlin estuvo loco, si bien de modo inofensivo, durante más de treinta y cinco años. Con frecuencia improvisaba al piano extrañas melodías durante horas, o cantaba en lo que parecía una combinación indescifrable de latín, griego y alemán.




Elizabeth Shaw Melville:

A Herman se le ha dado por escribir poesía. No se lo cuentes a nadie, porque sabes cómo circulan esas cosas.




Thackeray tuvo que pagar para publicar La feria de las vanidades. Sterne tuvo que pagar para publicar Tristram Shandy. Defoe tuvo que pagar para publicar Moll Flanders.




Involucrado con Madame Blavatsky, Yeats una vez quemó una rosa y se quedó toda la noche vigilando en serio a ver si aparecía su fantasma.




En su Decapitación de Juan el Bautista, Caravaggio escribe su nombre con la sangre derramada del Bautista en el borde inferior del lienzo. Fuera de esta ocasión, no firmaba sus cuadros.




Jackson Pollock una vez trabajó de limpiar los excrementos de pájaros de las estatuas en los parques de Nueva York.




Robert Desnos, que había sido torturado por la Gestapo por trabajar con la Resistencia francesa, sobrevivió a períodos en Auschwitz y en Buchenwald. Pero murió de tifus apenas fueron liberados los campos.




Melville y Whitman nacieron con dos meses de diferencia y murieron a seis meses uno del otro. Y estuvieron muy cerca en o cerca de Nueva York durante gran parte de sus vidas.

Sin encontrarse nunca.



De La soledad del lector (La bestia equilátera, 2012)                                                                Traducción de Laura Wittner