Un día no pude
levantarme de la cama.
Esa mañana
una cal extraña
caía sobre el río.
Taparon los espejos
y dieron vuelta los retratos.
En una barca me llevaron a ver
a la curandera.
Es mal de ojo,
volvé a tu casa,
abrí la almohada
y quemá lo que encuentres.
Hallé pelo,
cáscara de huevo
y restos de mi fotografía.
Esparcí las cenizas
en el cruce de los caminos.
Los cuatro vientos
extendieron mi maldición
sobre el pueblo.
La
abuela intenta
que
la punta del hilo
entre
en la aguja.
Una
capa
de
piel vieja
la
protege.
No
sangra
cuando
se pincha.
De
noche el cielo
es
una fosa
donde
brillan
agujas
sin
enhebrar.
Subo
al tejado
manchada
de fruta,
me
acuesto
junto
al panal.
Las
abejas
salen
de sus celdas
y
me exploran.
Sus
barrigas
sobre
mí
como
algodones
de
veneno.
Desde
el tejado
miro
a los hombres
decapitar
el lino
con
la hoz.
Pero
la flor se levanta
tras
su paso
con
su sangre violenta
acunada
por el viento.
De
los tallos jugosos
vuelven
a brotar
los
pétalos celestes.
La
naturaleza no descansa,
trabaja
y resucita.
De Cesto de trenzas (Llantén, 2018)
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