LOS SALMONES SE MUEVEN DE NOCHE
Los salmones se mueven de noche
salen del río y entran en la ciudad.
Evitan las plazas con nombres
como Foster's Freeze, A & W, Smiley's,
pero nadan juntos por la zona
de las casas de la Wright Avenue donde a veces
en las primeras horas de la mañana
los oyes intentarlo con las perillas de las puertas
o tropezar con el cableado de la televisión.
Los esperamos levantados.
Dejamos abiertas las ventanas traseras
y nos avisamos al oír el primer chapoteo.
Cada mañana es una decepción.
UNA CONCESIÓN
O esto o ir a cazar linces
con mi amigo Morris.
Intentar escribir un poema ahora a las seis
de la mañana o correr
detrás de los perros de caza con
un rifle en las manos.
El corazón dando brincos en su jaula.
Tengo 45 años. Sin ocupación.
Imagina qué lujo de vida.
Intenta imaginarlo.
Puede que le acompañe si va
mañana. Pero puede que no.
EN SUIZA
Lo primero que
hay que hacer en Zurich
es subirse al tranvía
n° 5 del Zoo
y bajarse al
final del trayecto.
Nos habían
avisado de los leones.
De cómo se oían
sus rugidos
procedentes del
recinto del zoo
en el cementerio
Flutern.
Allí paseo por
el sendero tan
bonito
que conduce
hasta la tumba de James Joyce.
Siempre tan
familiar, esta aquí
con su esposa
Nora, cómo no.
Y su hijo,
Giorgo,
que murió hace
unos años.
Lucía, su hija,
su penitencia,
aún vive,
confinada
en un sanatorio
mental.
Cuando recibió
la noticia
de la muerte de
su padre, dijo:
¿Qué hace bajo
tierra ese idiota?
¿Cuándo va a
salir?
Nos
está observando todo el tiempo.
Me quedé un
rato. Creo
que le dije algo
en voz alta al señor Joyce.
Debí de hacerlo.
Creo que lo hice.
Pero no recuerdo
qué
y ahora tengo
que dejarlo así.
Una semana después,
partimos
de Zurich hacia
Lucerna en tren.
Pero aquella mañana
temprano tomé
una vez más el tranvía
n° 5
hasta el final
de la línea.
Los rugidos de
los leones se precipitaban
sobre el
cementerio, como la otra vez.
Habian segado el
césped.
Me senté un rato
en él y fumé.
Me gustaba estar
allí,
junto a la
tumba. Esta vez
no dije nada.
Aquella noche
nos jugamos algo de dinero en los tapetes
del Grand Hotel
Casino
a orillas del
lago Lucerna.
Mas tarde
asistimos a un espectáculo de striptease.
Pero, ¿qué podía
hacer con el recuerdo
de
aquella tumba
en
pleno espectáculo, asaltándome
bajo la débil
luz rosa del escenario?
Nada.
O con el deseo
que surgió luego,
llevándose todo
lo demás
como una ola.
Después nos
sentamos en un banco
bajo las
estrellas y unos cuantos tilos.
Hicimos el amor,
buscándonos
entre las ropas.
A unos pasos del
lago.
Luego metimos
las manos
en el agua fría
y volvimos al
hotel,
felices y
cansados, dispuestos a dormir
ocho horas.
Todos nosotros,
todos nosotros, todos nosotros
intentando
salvar
nuestras almas
inmortales, por caminos
en algún caso más
sinuosos y misteriosos
aparentemente
que otros.
Estamos
pasándolo bien aquí.
Pero con la esperanza
de
que todo será revelado pronto.
BAJO
UNA LUZ MARINA CERCA DE SEQUIM, WASHINGTON
Se veían ya los
campos verdes. Y las casas altas y blancas
de las granjas
tras las marismas que había dejado la marea,
y aquellos pequeños
cangrejos de arena
preparados para
echar a correr o darse la vuelta si
levantábamos la
piedra bajo la que Vivían. La languidez
de una tarde
tranquila. La belleza de conducir
por aquella
carretera local. Hablando de París, nuestro París.
Entonces
encontraste aquel pasaje en el libro
y me leíste algo
sobre Anna Ajmátova y
Modigliani,
sentados en un
banco de los jardines del Luxemburgo
bajo su enorme
paraguas negro,
recitando a
Verlaine. Ambos 4
“aun intocados
por su futuro”. Entonces
en un prado
vimos
a un hombre
joven desnudo de cintura para arriba con los pantalones
remangados, como
un antiguo remero. Nos miró sin curiosidad.
Se quedó allí
mirando con indiferencia.
Luego nos dio la
espalda y siguió con su trabajo.
Mientras pasábamos
como una hermosa guadaña negra
por aquel
paisaje perfecto.
De Todos nosotros (Bartleby, 2006)
Traducción de Jaime Priede