Anna Ajmátova tuvo una aventura
con Amadeo Modigliani en París en 1910 y 1911. Ya en la vejez, sin haber vuelto
a salir de Rusia por un tercio de siglo, quedaría atónita al enterarse de lo famoso
que había sido.
Si tuviera que elegir, dijo una
vez Giacometti, rescataría un gato de un edificio en llamas antes que un
Rembrandt.
El cadáver de Laurence Sterne fue
vendido a una escuela de medicina por unos profanadores de tumbas. Casi lo
habían diseccionado por completo cuando por casualidad alguien lo reconoció.
A pesar de décadas de
autoanálisis, Freud siempre sintió tanto temor a perder los trenes que llegaba
a la estación hasta una hora antes del horario de partida.
Antes de encender el horno para
suicidarse, Sylvia Plath dejó leche y pan con manteca en el cuarto donde
dormían sus dos hijos.
Manet fue tan injuriosamente
condenado por los críticos que durante un tiempo se sintió demasiado
avergonzado como para pedirle a alguien que posara para él.
Antes de hacerse conocido,
Cézanne una vez se puso a llorar cuando alguien admiró sinceramente su obra.
Se sabía que T.S. Eliot, a los
treinta y pico, usaba polvo facial verde pálido. Uno de los Sitwell decía que
era para lucir como si estuviera sufriendo.
La lámpara de Flaubert ardía con
tanta regularidad en su estudio de Croisset durante la noche que los pilotos en
el Sena podían usarla como orientación.
A los veinte, Bach hizo una
peregrinación de más de trescientos kilómetros, a pie, para escuchar tocar el
órgano a Buxtehude.
Vladimir Maiakovski se pegó un
tiro en la cabeza. Puede que haya estado jugando a la ruleta rusa más que
intentando definitivamente suicidarse.
Pero en cualquiera de los casos
antes se había puesto una camisa limpia.
A veces Petrarca les escribía
cartas a autores muertos hacía mucho tiempo. También era un devoto cazador de
manuscritos clásicos. Una vez, tras descubrir unas obras de Cicerón desconocidas
hasta el momento, le escribió a Cicerón contándole la noticia.
Cuando W.H. Auden murió, le dejó
sus futuras regalías a Chester Kallman. Cuando Kallman murió solo dieciséis
meses más tarde, pasaron a su padre, un dentista.
Después el dentista murió y pasó
todo a manos de su segunda esposa.
Tardaron tres semanas en
encontrar el cuerpo de Virginia Woolf después de que se suicidara internándose
en el río Ouse.
Walt Whitman más de una vez
escribió reseñas favorables anónimas de su propia obra.
Hölderlin estuvo loco, si bien de
modo inofensivo, durante más de treinta y cinco años. Con frecuencia
improvisaba al piano extrañas melodías durante horas, o cantaba en lo que
parecía una combinación indescifrable de latín, griego y alemán.
Elizabeth Shaw Melville:
A Herman se le ha dado por
escribir poesía. No se lo cuentes a nadie, porque sabes cómo circulan esas
cosas.
Thackeray tuvo que pagar para
publicar La feria de las vanidades.
Sterne tuvo que pagar para publicar Tristram
Shandy. Defoe tuvo que pagar para publicar Moll Flanders.
Involucrado con Madame Blavatsky,
Yeats una vez quemó una rosa y se quedó toda la noche vigilando en serio a ver
si aparecía su fantasma.
En su Decapitación de Juan el Bautista, Caravaggio escribe su nombre con
la sangre derramada del Bautista en el borde inferior del lienzo. Fuera de esta
ocasión, no firmaba sus cuadros.
Jackson Pollock una vez trabajó
de limpiar los excrementos de pájaros de las estatuas en los parques de Nueva
York.
Robert Desnos, que había sido
torturado por la Gestapo por trabajar con la Resistencia francesa, sobrevivió a
períodos en Auschwitz y en Buchenwald. Pero murió de tifus apenas fueron liberados
los campos.
Melville y Whitman nacieron con
dos meses de diferencia y murieron a seis meses uno del otro. Y estuvieron muy
cerca en o cerca de Nueva York durante gran parte de sus vidas.
Sin encontrarse nunca.
De La soledad del lector (La bestia equilátera, 2012) Traducción de Laura Wittner
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